El drama estático que a veces parece esta vida, no es que simplemente se haga más llevadero, sino que cada lágrima se acaba convirtiendo también en una expresión particular de la alabanza.
Hay tantas cosas que se llegan a desear en la vida como tantas otras que llegan a producir hastío. La insatisfacción que tantas veces expresamos da muestra de unos anhelos más profundos en nosotros, que no se pueden resolver con el éxito laboral, la obsesión consumista y ni siquiera un amor. Es en el contexto de este marco, que la “vanidad” que predicaba el autor de Eclesiastés resuena, y no como una abstracción filosófica, sino como una realidad dramática.
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Por eso, el elemento clave de la adaptación cinematográfica que ha hecho Ryüsuke Hamaguchi del relato de Haruki Murakami titulado Drive my car, de su colección de cuentos Hombres sin mujeres (2014), no es el sexo, ni el éxito, ni siquiera la muerte en sí, sino el sinsentido con el que los diferentes personajes parecen afrontar cada una de las vidas que viven.
La película, que tenía cuatro nominaciones en la última edición de los premios Oscar, entre ellas a la mejor película y al mejor director, combina una imagen detallada con un buen guion y una actuación correcta y modesta por parte de un elenco de actores, en su mayoría, japoneses y coreanos. La historia, aunque con ciertos elementos explícitos propios del cine asiático y una apariencia alternativa en algunas de sus partes, se representa con sentimiento e intención, buscando alejarse también de algunos estereotipos comerciales.
[photo_footer]La obra de Chéjov, Tío Vania está muy presente en el desarrollo de la película. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
Puede ser fácil confundirse con la historia de Drive my car. La película que plantea Hamaguchi parece irrelevante en algunos momentos. En otros, da una sensación al espectador de voyeur anónimo. Y hay momentos en los que parece como si tratase de limitar su entendimiento acerca del sufrimiento que viven los diferentes personajes.
Pero, superando el peso de estas posibles sensaciones esporádicas, aunque con dos protagonistas marcados (como son el director de teatro y la chófer que le lleva y le trae a todas partes), cada personaje, con su particular historia, aporta un elemento distintivo al retrato general del profundo hastío que produce vivir esta vida sin más, como tal. Esto recuerda a otros dramas asiáticos recientes, como A Sun o la galardonada Parásitos.
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Así, para el reconocido director de teatro, el éxito termina con la realidad de la muerte. Y para su joven chófer, lo hace también con la realidad de la muerte, y la pesada carga del recuerdo. Para la estrella atractiva y fotografiada en los bares, en realidad todo está sepultado bajo una mezcla de envidia y vacío, a lo que también se suma la muerte, que está presente en todo el desarrollo de la historia.
Tan solo un par de personajes parecen manifestar la aparente plenitud que se pretende experimentar al ver el deseo hecho realidad, pero son solo secundarios esporádicos que solo hacen que enfatizar lo pasajero de lo satisfactorio en esta vida. Lo limitada que es la alegría cuando se trata de cuestiones propias de esta vida en sí.
Es esa voz de profundo hastío, de insondable insatisfacción, que recorre nuestro presente aquí y ahora, mientras la voz de antaño sigue repitiendo: “Más vale vista de ojos que deseo que pasa. Y también esto es vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 6:9).
[photo_footer]Drive my car combina una buena imagen con un guion que algunos han catalogado de "soberbio", y que también estaba nominado en los Oscar. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
El problema de muchas de estas historias dramáticas es que no pueden reflejar más que un profundo hastío, aunque en Drive my car el final abierto es uno de los pocos momentos en los que el espectador se puede permitir algo de optimismo. Y esto no es tanto por gusto, sino por falta de capacidad para plantear escenarios de esperanza per se.
La fe en Cristo se convierte en un elemento central en ese sentido. Es el único elemento que puede aplicar, aunque a veces parezca que de forma tímida, una visión de la eternidad que no se quede en la mera abstracción cósmica, sino que realmente produzca un impacto en la forma de vivir y afrontar la desazón de esta vida. En parte, también porque esa fe está ligada a la restauración de la bondad.
En El Señor de los Anillos: Las dos torres, cuando el ejército de Saruman huye despavorido del Abismo de Helm, Frodo y Sam se encuentran en una Osgiliath sitiada por los orcos de Mordor. Es allí cuando Sam pronuncia el que para mí es el discurso más bello de todo el guion de la saga, y dice: “¿Cómo sobrevivirá el mundo a tanta maldad? Se puede luchar por el bien”.
Esa es la idea que, en parte (de forma más profunda, claro), se desprende de las palabras del autor de Eclesiastés con su visión de la “vanidad”. Y es que habrá restauración, así como en Cristo ha habido resurrección. Ante ello, el drama estático que a veces parece esta vida, no es que simplemente se haga más llevadero, sino que cada lágrima se acaba convirtiendo también en una expresión particular de la alabanza que resonará en la misma presencia de Dios, por parte de su pueblo (Salmo 56:8).
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