La representación del amor en su película es sensible y realista en una parte de su experiencia, pero tiene un énfasis fatalista y su conclusión es desgarradora: es el desamor del amor.
Aún no entiendo como he tardado tanto tiempo en escribir algo sobre Amor, del cineasta austriaco Michael Haneke, que comenzó a emitirse en España en enero de 2013. Quizá es por esa inseguridad que siempre me acompaña, y que en cierto punto considero hasta sana, acerca de si merece la pena escribir o comunicar alguna idea en concreto sobre aquello que se hace o se consume, como en este caso.
Lo cierto es que últimamente, sin saber muy bien porqué, no he podido evitar volver a pensar en esta película, que el propio Haneke definió en su momento como “más sencilla, más modesta” que otras de sus obras anteriores, aunque “sin dejar de ser compleja”. Lo entiendo. Quizá parecería una historia con unos motivos más alcanzables al entendimiento común que en el caso de El séptimo continente. Sin embargo, referirse al amor por medio de cualquier expresión es siempre algo extremadamente complejo.
Fui a ver la película con mi mejor amigo y no recuerdo haber salido nunca antes del cine envuelto en tanto silencio. Porque la cinta a veces transmitía más el deseo de hablar de la muerte que del amor. Pero en realidad no se puede hablar del uno sin pensar en el otro, porque estos dos conceptos representan algo necesariamente innato en lo humano; se trata del anhelo de vivirlos compartidos, conjuntamente con otros seres humanos. La escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich es una de las voces contemporáneas que mejor ha plasmado esta conexión en su obra.
Haneke, que por aquel entonces tenía ya 70 años, decía que se veía obligado a “mirar la posibilidad de frente”, haciendo referencia al hecho de afrontar la muerte y cómo hacerlo. “Las personas de 30 años hablan del amor que nace, y yo, del amor que se acaba”, añadía el director.
Para Haneke, ese “amor que se acaba” está relacionado con el “fin del amor” y la reacción “ante el sufrimiento unido a la pérdida de una persona amada”. El cineasta retrata lo que él mismo considera como el ocaso del amor a las puertas de la muerte. No hay más proceso de duelo, lo cual también me parece una expresión propia del amor. Tampoco existe el hecho de la pérdida, porque el final es representado en la película como una especie de vacío determinista. Simplemente se deja de ser, y por lo tanto se deja de amar, porque lo que no es ya no puede amar.
La representación del amor en la película de Haneke es sensible y realista en una parte de su experiencia, pero tiene un énfasis fatalista y su conclusión es desgarradora: es el desamor del amor. “Es una situación a la que todos acabaremos enfrentándonos en un momento de nuestra vida”, dice en cuanto a ese “fin del amor” ante la muerte. A veces la sensación es la de que el cineasta quiere sujetar incluso la cotidianidad del amor a unas circunstancias extremas que, aunque se dan, no me parecen una referencia representativa de algo tan complejo como es el amor. Y si es complejo, en parte es porque nunca se vive de la misma manera. Por eso es un elemento clave en cualquiera de nuestras historias. Pero eso nunca justifica plantear una excepción con un sentido normativo.
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En la visión bíblica, el amor es descrito con poder incluso más allá de la muerte física. No es que se separen los dos conceptos, sino que se reivindica la permanencia de uno. “Las muchas aguas no podrán apagar el amor, Ni lo ahogarán los ríos” (Cantares 8:7).
[photo_footer]Hay trazos particulares de la relación entre amor y muerte en las obras de Haneke, Alexiévich y Lewis. / Fotograma de la película.[/photo_footer]
Con Amor, Haneke me hizo pensar en dos tragedias, que creo que emergen de forma natural de la representación que plantea en su película. Me refiero a la visión de la muerte como ese desfiladero inevitable y, sobre todo, irreparable, para el que solamente nos queda resignación. Pero también al dolor de comprender la valía de la vida y, al mismo tiempo, no reconocer otro futuro para ella que la resignación en un vacío. Esto me llevó a pensar en la necesidad de reorientar las sensibilidades que podemos desarrollar ante lo más quebrantable de esta vida, como el amor o la muerte.
Tiempo después de ver Amor leí el pensamiento de otro ser humano que había vivido la punzada de la muerte de una forma particular (¿acaso hay alguna manera que no lo sea?). Aunque sus grandes preguntas sobre la vida podían encontrar similitudes con las planteadas por Haneke (o más bien viceversa), el enfoque de su sensibilidad se orientaba en algo distinto: “Es muy posible que nuestros propios gritos reiterados ensordezcan la voz que esperábamos oír”, escribió C. S. Lewis en su duelo.
No es posible conocer hasta qué punto el efecto ante la percepción de la muerte era el mismo para Lewis y Haneke a la hora de experimentarla y representarla en su obra. Pero si hay un elemento que destaca como diferenciador entre realidades desesperadas similares, y que es capaz de ofrecer algo de orden en medio del torbellino, es Jesús. “Mi idea de Dios no es una idea divina. Hay que hacerla añicos una vez y otra. La hace añicos él mismo”, escribió Lewis. “La encarnación es el ejemplo por excelencia; reduce a ruinas todas las nociones previas que del Mesías pudieran tenerse”.
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