El obligado control

― Padre, es la primera vez que me confieso.

― No te preocupes hijo, verás que es sencillo. ¿Qué te trae?

― Deje que le explique.

― Cuenta.

― Resulta que con el tema de los confinamientos llevo una vida muy hermética y mi estado emocional está pidiendo atención psicológica, pero los precios de las visitas terapéuticas están por las nubes y no me lo puedo pagar.

― ¿Y?

― Pues que si a los efectos fuese lo mismo, le contaría a usted mis asuntos privados pagándoselo con agradecimiento.

―  ¡Caspita! Jamás me habían propuesto tal cosa. Piensa que yo estoy aquí para conceder el perdón de los pecados mediante la penitencia, no para suplantar a los terapeutas preparados durante años de estudios.

― No le pido que haga la función de esos especialistas, simplemente ha de limitarse a escuchar los detalles de mi vida. Cuando no existía la psicología ya había curas confesores, y el resultado era el mismo.

― Hijo, no sabes lo que estás diciendo. Si no puedes pagarte un psicólogo hay otros recursos, incluso la oración protestante te puede ser más útil. Los reformados le cuentan directamente todo a Dios en oración callada. ¿Más barato que eso?

Y allá que fue, asistió regularmente a las reuniones protestantes y comenzó a practicar en su cámara secreta la oración discursiva. Al principio bien, pero comenzó a notar cierta opresión en la cabeza si pasaba más tiempo del prudencial. No le sirvió el método, así que siguió buscando.

― ¡Ya está! ¡Me escucharán a la fuerza!

Pegado a la pared divisoria de su piso, comenzó a airear a voz en grito todas las intimidades de su vida con pelos y señales.

Al otro lado, la incondicional vecina chafardera de siempre, con la oreja pegada a la pared, no perdía detalle de todo lo revelado, asuntos que a los pocos días ya conocía todo el vecindario, el mundo mundial y hasta puede que la CIA.

¡Qué aliviado quedó! ¡Por fin!