Ese Cristo minúsculo, reducido a las voluntades individuales y del que muchos se apartan cuando ya no cumple con sus deseos, es tan cierto en muchas vidas como distante de aquel que se ha encarnado.
Algunas de las peores experiencias que podamos imaginar y sufrir producen una huella que necesariamente se ve transmitida a través de un proceso de creación artística. Me pregunto qué puede llevar, si no, a un joven cineasta a debutar con una película que aborda algo tan complejo, e insólito a la vez, como la experiencia de la fe y su flaqueza en un niño de diez años. Para Hiroshi Okuyama, desde luego, es la memoria de aquel amigo “que se fue demasiado pronto”.
El director de cine nipón se estrenó en la gran pantalla con tan solo 22 años y presentando Jesús (Boku wa Iesu-sama Ga Kirai, en japonés), una cinta original y con detalles autobiográficos que le valió el Premio de Nuevos Directores en la 66ª edición del Festival de Cine de San Sebastián.
La historia se centra en la experiencia de Yura, un niño de diez años que se traslada desde Tokio con sus padres para vivir en un pueblo rural y frío con su abuela. Los elementos típicos y fácilmente reconocibles en una historia de este tipo, como la nostalgia de la ciudad o las dificultades para adaptarse a la nueva vida, desparecen pronto y dan paso a una cuestión profunda que Okuyama trata con seriedad, pero sin renunciar a una expresión irónica propia y original; el descubrimiento de la fe.
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Yura es inscrito en un colegio católico donde descubre el rezo, las misas matutinas y conoce a un Jesús reducido. Y esto de manera literal. La primera vez que junta las manos para rezar a solas, en la casa de su abuela, se le aparece un holograma en miniatura de Jesús al son del clásico himno Ángeles cantando están, convertido para la ocasión en una mezcla cutre de electropop que consigue generar un efecto de estupefacción en el espectador, confundido por si se trata de un error en la reproducción o es realmente lo que está sucediendo.
Este Jesús ‘virtual’ de Yura baila, juega a la lucha de sumo con algunos de sus muñecos y parece concederle todo lo que desea a medida que la fe del niño se va desarrollando a lo largo de la película. Sobre todo, la amistad de algún otro niño. Pero entre unos dogmas cada vez más establecidos, una imaginación impredecible y bonitos paisajes nevados de interior, llega lo que Okuyama presenta como prueba de fe, y que a mí me resulta más bien como un filtro que se aplica sobre una visión todavía naif de la vida, y también de Dios y la fe: el duelo.
[photo_footer]Yura pone al holograma de Jesús a luchar al sumo con una figura.[/photo_footer]
Aunque, como humanidad, a veces pueda dar la sensación de que hemos asumido la realidad inexcusable de la muerte, hablando frívolamente de datos relacionados con guerras, contaminación y epidemias, sigue siendo algo que nos sacude, que zarandea todo nuestro ser. La muerte no es otra cosa que la forma más dolorosa en que experimentamos la gran ruptura respecto a nuestro propósito original, cuando nos convertimos en pecadores.
No es un recordatorio rencoroso de lo que hicimos, sino la marca patente que ha acompañado el conjunto de nuestras decisiones desde entonces. Desde aquellos inicios de desobediencias y rechazos, de escondrijos entre los árboles y del acarreo del peso de la culpa. Okuyama también experimentó la realidad de la muerte cuando a los once años perdió a un amigo cercano. “Aquellos que pierden amigos, cambian”, decía el director en una de las pocas entrevistas que ha concedido, doblada del japonés al inglés. “Cuando perdí a mi amigo, hubo gente que me rodeó para decirme que Dios todavía podía salvarle o devolverme la felicidad. Yo sentía algo extraño que he plasmado, en cierta forma, en la película”, añade.
El cuadro descrito sobre el choque que supone la muerte y su origen en la ruptura inicial de Edén no es, quizá, el punto de vista más habitual que encontrar en una crítica. Pero ni esto es una crítica, ni mi propósito es el de repetir mecanismo tópicos de un discurso judeocristiano clásico y desapegado de la realidad. El marco de referencia aquí no es una fantasía como el holograma en miniatura de Jesús que se le aparece a Yura en la película de Okuyama. Es la voz de un Dios personal que ante nuestra deriva pregunta: “¿Por qué moriréis?” (Ezequiel 33:11)
[photo_footer]Quizá sin hacerlo de forma intencionada, la película muestra una clara distinción entre el dogma y la fe.[/photo_footer]
La fe del Jesús de Okuyama se confunde con la ilusión que impulsa un momento de necesidad (la soledad, en el caso de Yura) y la apariencia general de un contexto que siempre tiene una respuesta definida, un dogma con el que tratar de orientar esa necesidad. Cruzar las manos para rezar, en unos casos; ir al ‘culto’ por la mañana, en otros; encender una tira de incienso, en algunos; vislumbrar a un ‘genio de la lámpara’ con melena y barba, vestido con un túnica blanca y sandalias, en otros más.
La niñez, con su belleza, nos impulsa a vivir esas ilusiones de forma desmedida, a veces, y es fácil confundir con lo estático de un dogma algo tan vivo como es la fe. Igual de complicada que establecer una distinción clara entre deseo y conveniencia, entre voluntad y obediencia. El propio Okuyama vacila ante su recuerdo cuando le preguntan si Jesús era una especie de amigo imaginario para él: “No veía a un pequeño Jesús, pero es una especie de caracterización de cómo lo imaginaba cuando creí en él, en su existencia”, dice. Habiendo vivido alguna que otra experiencia más, el cineasta reconoce ahora: “No soy cristiano, pero sigo creyendo en algo. No como un dios, sino como una existencia superior”.
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Me atrevo a decir que, sin quererlo, Okuyama hace una representación de Jesús que es más común de lo que alguien que vea la película puede imaginar de entrada. Ese Cristo minúsculo, reducido a las voluntades individuales y del que muchos se apartan cuando ya no cumple con sus deseos, es tan cierto en muchas vidas como distante de aquel que se ha encarnado, no para concedernos caprichos ni abandonarnos en nuestro desconsuelo, sino para cumplir con la buena voluntad divina e interceder por nosotros de forma eterna.
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