La palabra “hoja” aparece una cuarentena de veces en la Biblia y suele hacer alusión a la hermosura, frescura y verdor como símbolos de abundancia y de favor divino.
Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas,
que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae;
y todo lo que hace, prosperará. (Sal. 1:3)
El término hebreo aleh, se refiere a las hojas que brotan de las ramas de los árboles y arbustos. Mientras que ophí significa “follaje” (Sal. 104:12) y aram es la “copa de un árbol” (Dn. 4:12, 18). En el griego del Nuevo Testamento, hoja es phyllon, y en latín folium (Mt. 21:19; 24:32; Mc. 11:13; 13:28; Ap. 22:2).
La palabra “hoja” aparece una cuarentena de veces en la Biblia y su referencia suele hacer alusión a la hermosura, frescura y verdor como símbolos de abundancia y de favor divino.
Así es como aparece en el primer salmo (1:3) y en Jeremías 17:8: “Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto”.
Incluso hasta las hojas del árbol de la vida son para la sanidad de las naciones (Ap. 22:2). Sin embargo, la imagen de la hoja sirve también a los autores bíblicos para perfilar la adversidad, la injusticia y la decadencia (Job 13:25; Mt. 21:19).
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Las hojas de la vid o parra son grandes (14 por 12 cm) y en botánica se las suelen llamar “pámpanas”. Es sabido que si la planta no se podara nunca, podría alcanzar hasta unos 30 metros de longitud.[/photo_footer]
Tal como escribe el profeta Isaías: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento” (Is. 64:6). Hasta el propio Job le cuestionaba a Dios: “¿A la hoja arrebatada has de quebrantar, y a una paja seca has de perseguir?” (Job 13:25).
En la Escritura se menciona más de un centenar de vegetales y cada uno de ellos posee sus hojas propias y peculiares.
No obstante, las más frecuentes y familiares son las hojas de la higuera (Gn. 3:7), la vid (Cnt. 6:11), el olivo (Gn. 8:11), la encina (Gn. 35:4) y los cedros (Nm. 24:6).
De la misma manera, el término “hojarasca”, como conjunto de hojas secas caído en el suelo, aparece en el Antiguo Testamento para denotar la insignificancia del hombre delante de Dios (Ex. 15:7; Job 41:29; Sal. 83:13; Is. 33:11; 40:24; 41:2; etc.).
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Las hojas del olivo son pequeñas, lanceoladas, con el extremo terminal (ápice) ligeramente puntiagudo, coriáceas y de color verde oscuro por el haz, que se torna más pálido por el envés.[/photo_footer]
Mientras que en el Nuevo Testamento, la hojarasca se usa en ocasiones como una imagen de las doctrinas o creencias sin provecho que no se fundamentan en el mensaje de Jesucristo.
Este sería, por ejemplo, el sentido de las siguientes palabras del apóstol Pablo:
“Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa” (1 Co. 3:11-14).
En la Escritura se usa también el término “hoja” no sólo para referirse a los vegetales sino a las puertas de los edificios, tal como ocurre en castellano. La palabra hebrea tsela, que significa “lado”, se refiere a los dos lados de una puerta o ventana.
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Las hojas de la encina o roble de Palestina son perennes y suelen permanecer en el árbol de dos a cuatro años. Presentan un color verde oscuro por el haz y más claro por el envés. [/photo_footer]
De ahí que se diga, acerca del templo de Salomón: “Pero las dos puertas eran de madera de ciprés; y las dos hojas de una puerta giraban, y las otras dos hojas de la otra puerta también giraban” (1 R. 6:34).
En estas hojas había querubines tallados a mano, así como palmeras y flores recubiertas de oro.
Desde el punto de vista científico, la hoja es el órgano vegetativo aplanado de la planta, especializado en realizar la fotosíntesis o función clorofílica. Es decir, la conversión de la materia inorgánica (agua y dióxido de carbono) en materia orgánica (glucosa) gracias a la energía que aporta la luz.
De manera que las hojas son las responsables de que la energía luminosa se transforme en energía química. De ahí que los vegetales sean imprescindibles para la constitución de los seres vivos porque producen la materia orgánica que estos requieren.
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Las hojas de los cedros , como las que tienen los famosos cedros del Líbano que aparecen en la Biblia, son como agujas perennes, cortas, algo puntiagudas y reunidas en ramilletes sobre ramitas cortas. [/photo_footer]
Se calcula que cada año los organismos foto sintetizadores producen en el mundo alrededor de 100.000 millones de toneladas de carbono, que es el elemento principal de la materia orgánica.[1]
La molécula responsable de semejante producción es la clorofila, que le da el color verdoso a las hojas, y que cuando se degrada en otoño, éstas se vuelven amarillentas o rojizas, desprendiéndose de los árboles.
Spurgeon, a propósito de la imagen bíblica de las hojas perennes o que no se caen de los árboles, según el primer salmo, escribió:
“Y su hoja no cae. Los árboles del Señor son de hoja perenne, siempre están verdes. No hay frío invernal capaz de acabar con su verdor; y no obstante, a diferencia que los árboles de hoja perenne en nuestro país [Inglaterra] que no dan fruto alguno, los del Señor dan fruto abundante. Su hoja no cae, esto es, aún sus palabras más tímidas permanecerán para siempre; y sus obras de amor más insignificantes serán recordadas eternamente. Pues no preserva solamente su fruto continuo sino que también sus hojas permanecen; de modo que nunca pierde su belleza”.[2]
[1] Field, C. B., Behrenfeld, M. J., Randerson, J. T., Falkowski, P. (1998). «Primary production of the biosphere: integrating terrestrial and oceanic components». Science 281: 237-240.
[2] Spurgeon, C. H. 2015, El Tesoro de David, CLIE, Viladecavalls, Barcelona, p. 96.
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