Barth asumiría retadoramente las contradicciones de su tiempo al fijar una postura tajante en contra de lo que veía como una glorificación de la religión, fruto del liberalismo de fines del siglo anterior que conoció bastante bien.
Fragmento del prólogo al libro de Alberto F. Roldán, Karl Barth en América Latina, de próxima aparición.
La comunidad cristiana está fundamentada en el reconocimiento del Dios que, siendo Dios, se hizo hombre, convirtiéndose de ese modo en prójimo del ser humano. Lo cual conlleva inevitablemente que la comunidad cristiana se ocupe ante todo del ser humano, y no de ninguna otra cosa, tanto en el ámbito político como en cualquier otra circunstancia. Después de que Dios mismo se hiciera hombre, el ser humano es la medida de todas las cosas.
Karl Barth, Dogmática de la Iglesia, III/2
La gran teología protestante europea del siglo XX, marcada por sus nombres más sobresalientes: Albert Schweitzer, Rudolf Bultmann, Karl Barth, Paul Tillich, Emil Brunner, Oscar Cullmann, Dietrich Bonhoeffer, Jürgen Moltmann, Wolfhart Pannenberg, Dorothee Sölle… (mencionados en orden estrictamente cronológico), ha tenido tanta influencia que, para muchos, ya debería ser superada y olvidada. Lejos de ser posible esto, resulta imposible cerrar los ojos ante este cúmulo de pensadores/as que, con escaso margen de error, permite afirmar que ese siglo fue “un nuevo siglo de oro” para esta teología. Incluso sus detractores más acérrimos están de acuerdo en que aún no es posible digerir a plenitud los alcances de semejante producción. O, como escribió Manuel Fraijó a la muerte de Pannenberg, en buena parte del siglo XX “no se sentía necesitada de proyectos alternativos. Los nombres de Barth, Bultmann y Tillich lo llenaban todo; no había señales de cansancio ni de crisis”.
Entre toda esta pléyade de testigos de la fe cristiana, Karl Barth destacó desde un principio por los grandes riesgos que asumió, luego de recibir una formación convencional y predecible. Pero, si se trató de superar precisamente el liberalismo arriesgándose a generar una ortodoxia con otro rostro, Barth lo hizo con una intensidad profética poco común. Si se trató de desarrollar en profundidad una nueva teología de la Palabra de Dios, el pensador suizo llevó a cabo esa labor de manera impecable. Si, por otro lado, se buscaba alcanzar, además de una sana fidelidad al Evangelio, pertinencia socio-política ante coyunturas extremadamente exigentes, Barth también pasó la prueba mediante su enérgica defensa de la obediencia a Jesucristo antes que a los poderes de su tiempo (léase el nazismo previo a la Segunda Guerra Mundial). La Declaración de Barmen, documento casi totalmente suyo, es quizá el mayor testimonio de teología política del siglo pasado. Asimismo, Barth asumiría retadoramente las contradicciones de su tiempo al fijar una postura tajante en contra de lo que veía como una glorificación de la religión, fruto del liberalismo de fines del siglo anterior que conoció bastante bien. No en balde uno de sus trabajos mayores fue la reconstrucción histórica de esa teología. El debate que mantuvo con su colega Brunner al respecto de las posibilidades de la teología natural alcanzó dimensiones épicas.
José María G. Gómez Heras, notable especialista español (cuyo encomiable trabajo panorámico ha sido recuperado atinadamente por Alberto F. Roldán en este libro: hay pocos tratamientos tan agudos de la teología barthiana) señaló con valor y precisión la importancia de esta vertiente teológica para la totalidad del cristianismo contemporáneo: “Contra el racionalismo naturalista de la teología liberal, contra su reducción del cristianismo a un fenómeno de la religiosidad subjetivo-natural del hombre, reacciona la gran generación de teólogos protestantes de entreguerras capitaneados por Karl Barth, profesor de dogmática en Basilea”. En su incisivo análisis, agrega: “Común a todos los representantes de la teología dialéctica, además de la global repulsa de la teología liberal, es la íntima conexión con la filosofía existencial y el retorno a los grandes maestros de la Reforma: Lutero, Calvino, Melanchthon… tan olvidados en la centuria precedente. A través de los reformadores redescubre de nuevo la Biblia”.
Una enjundiosa frase de Roldán viene muy bien a cuento para cerrar esta pequeña introducción:
Barth nos conduce de la teología de la crisis a una teología de la Palabra de Dios en un camino nada fácil y tomando sus riesgos. Ya que, en algún sentido, Barth es un signo de contradicción [S. Neill]: para los liberales, alguien que no entendió la teología que le enseñaron en Alemania y produce un lamentable retroceso; para los fundamentalistas —en una mixtura entre ignorancia y superficialidad— alguien que “no creía en la Biblia” y se disfraza dentro de un ropaje aparentemente evangélico. Lo real, es que Barth inaugura un nuevo camino: mediante un paciente trabajo de exégesis bíblica y rastreo de fuentes patrísticas y de la tradición protestante, Barth libera a la teología del lecho de Procusto en el que había sido confinada.
Ahora que están cumpliéndose los 100 años de la aparición de la primera edición de su Carta a los Romanos, gran manifiesto que revolucionó el ambiente teológico a nivel mundial, es una excelente oportunidad para releer algunas de las grandes obras barthianas, comenzando justamente con ese libro fundador que lo estableció como un auténtico profeta de la fe cristiana, a contracorriente de las modas de su momento y que, poco a poco desembocaría en la monumental Dogmática de la iglesia. Cuando finalmente vio la luz la traducción castellana de la Carta a los Romanos, Manuel Gesteira Garza la presentó así:
Este comentario constituye el punto radical de ruptura entre la teología del siglo XIX y la del XX. En contraposición a su postura inicial, tendente a la identificación entre socialismo y reino de Dios, Barth descubre ahora que la Biblia, más que de nuestra relación con la divinidad (propio de la religión o la ética), habla de la relación de Dios con nosotros: del reino de Dios, que no es reductible a un movimiento político o económico, ni siquiera a la religión (o religiosidad) como hecho humano. Su lema será el de una absoluta disociación entre la inmanencia y la trascendencia: “el mundo es mundo, y Dios es Dios”.
Esas dos obras muestran la escasa suerte que ha tenido Barth en nuestro idioma, pues dicho comentario se publicó a 80 años de su aparición original, y del segundo únicamente han aparecido fragmentos, muy significativamente los publicados por Daniel Vidal bajo el título La revelación como abolición de la religión (1973). Antes que Vidal, los desvelos del teólogo español Manuel Gutiérrez Marín dieron brillantes frutos, pues su versión del Bosquejo de dogmática (1954) fue durante largos años la única puerta de acceso a esta teología crítica, deslumbrante y, por momentos, contradictoria. A él se debe una de las obras pioneras en español sobre Barth: Dios ha hablado. El pensamiento dialéctico de Kierkegaard, Brunner y Barth (1950), que también ha sido rescatado en el volumen que nos ocupa. Gutiérrez Marín y Richard Shaull fueron, indiscutiblemente, los introductores de Barth al ambiente protestante latinoamericano. Los otros títulos ocuparon, progresivamente, su lugar en el espacio evangélico de esta región: Comunidad civil y comunidad cristiana (1967, con prólogo de Emilio Castro), La proclamación del Evangelio (1969), La oración según los catecismos de la Reforma (1969), Adviento (1970), Consideraciones sobre el tiempo de Pasión y de Pascua (1971), Ante las puertas de san Pedro (1971), Revelación, iglesia, teología (1972), Ensayos teológicos (1978), Al servicio de la Palabra (1985), y, especialmente, Introducción a la teología evangélica (1986), con introducción de José Míguez Bonino.
Ante la abrumadora publicación y escaso olvido que ha sufrido Barth en los demás idiomas, en castellano se ha padecido una dolorosa ausencia de reediciones y nuevas traducciones, pues luego de la aparición del Bosquejo de dogmática (en 2000) y de la antología Instantes (elaborada por Eberhard Busch, en 2005; en catalán apareció Credo, en 2014) no han vuelto a publicarse nuevos títulos. Acaso influya en ello cierta “mala fama” que se le creó en los círculos del protestantismo más conservador, pues se le llegó a ver como un fantasma capaz de desencaminar a los estudiantes o pastores más sinceros en su abordaje de la ortodoxia. Especialmente negativa, durante mucho tiempo, fue la influencia de Louis Berkhof y Cornelius van Til. Con este último, Barth se encontró personalmente en Estados Unidos y le reclamó airadamente la forma en que se expresaba de él. En la descabellada percepción de ambos, la palabra “barthiano” designaba una especie de alusión al anticristo o algo peor. Lamentablemente, esa línea, de talante holandés conservador, sigue teniendo cierto impacto en las zonas menos atentas de las iglesias de habla hispana. Muy diferente fue la forma en que otros como G.C. Berkouwer, Hans Urs von Balthasar y Hans Küng han dialogado con la teología barthiana.
Por supuesto, de todas estas obras y de todo lo que tuvo a su alcance ha echado mano Alberto Roldán en este nuevo acercamiento a Barth, pues lo ha seguido persistentemente en varios de sus trabajos, siempre acotando sus aportaciones y con la mirada fija en su aplicabilidad presente para las iglesias latinoamericanas. Este nuevo esfuerzo no es la excepción y, desde su título, manifiesta con sonora claridad la vocación eclesial y pastoral de la investigación, aunque sin dejar de integrar abordajes llamativos y poco conocidos como los de Jacob Taubes o Vicente Fatone, ambos filósofos. […]
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