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Antonio Cruz
 

El árbol de Judas

El respeto inteligente de la Biblia por los árboles (especialmente por los frutales) se ha visto corroborado por los descubrimientos de la ciencia moderna.

ZOé AUTOR Antonio Cruz 12 DE ABRIL DE 2018 20:00 h
El árbol de Judas. / Antonio Cruz.

Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así.(Gn. 1:11) 



En la Biblia se menciona una treintena de árboles diferentes.



El clima tan variado y cambiante de las tierras que figuran en las Escrituras ha permitido una gran diversidad de árboles, que arraigan desde las altas y frías tierras del monte Hermón hasta el cálido desierto del Neguev, a orillas del Mar Muerto.



Desde los famosos cedros del Líbano hasta las palmeras datileras del valle de Jericó, existe toda una gama de árboles y arbustos que aparecen en tales regiones y que no siempre resulta fácil relacionarlos con los términos hebreos bíblicos.



También hay que tener en cuenta que algunos de los árboles existentes en la actualidad en Tierra Santa y regiones periféricas, como Egipto, Mesopotamia y Asia Menor, no estaban presentes en tiempos bíblicos.



El ser humano ha alterado durante miles de años la diversidad botánica, introduciendo nuevas especies foráneas y eliminando otras que eran autóctonas.



De la misma manera, a lo largo de la historia, los diferentes conflictos armados y las sucesivas invasiones de Asiria, Babilonia, Grecia o Roma contribuyeron a destruir bosques enteros y a erosionar suelos fértiles, con lo que muchas zonas se convirtieron en áridas o desérticas.   



Una de las primeras ocasiones bíblicas en las que aparece la figura relevante del árbol es a propósito de la desobediencia de Adán y Eva. El Creador se sirvió de dos árboles para darle a elegir al ser humano: el árbol de vida y el de la ciencia del bien y del mal (Gn. 2:9, 16, 17; 3:1-24).



El hecho de que el hombre no respetara la voluntad de Dios y se adhiriera al segundo fue lo que le condujo a la caída.



Algunos han malinterpretado todo esto suponiendo que la prohibición de comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal se refería a determinadas cuestiones sexuales en la primera pareja humana.



Sin embargo, esta interpretación carece de sentido a la luz del explícito mandato divino de fructificar y multiplicarse (Gn. 1:28). Más bien, “conocer lo bueno y lo malo” debe interpretarse como un atributo propio del Creador que no le estaba permitido al ser humano.



Este árbol era símbolo del derecho divino a determinar las normas que el hombre debía seguir, en cuanto a lo que es “bueno” (aquello que Dios aprueba) y lo que es “malo” (lo que Dios condena).



Sólo el Creador tiene derecho a fijar las normas morales que debe seguir su criatura. Precisamente porque Él es el único que conoce bien que el cumplimiento de tales normas es lo que permitirá a los humanos disfrutar al máximo de la vida.



De manera que, al traspasar dichos límites, el hombre invadía el terreno divino y violaba su autoridad.



El árbol de la ciencia, o el conocimiento de lo bueno y lo malo, simbolizaba el derecho exclusivo de Dios a decidir lo que está bien y lo que está mal. Es precisamente lo que reconoce el profeta Jeremías: “Conozco, oh Jehová, que el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos.” (Jer. 10:23).



Por tanto, comer de aquel árbol constituía una falta gravísima contra el creador, mientras que alimentarse del otro, el de la vida, era disfrutar de la eternidad que sólo Dios puede conceder.



Tal como escribe Pablo: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).



En tiempos de Abraham, los árboles se consideraban como bienes valiosos y existía la costumbre de contabilizar también el número de ellos en las escrituras o contratos de compraventa de las tierras (Gn. 23:15-18).



Los frutales constituían una importante fuente de alimentos, de ahí que se valorara la tierra por el número de árboles productores de frutas y que se ofrendara el diezmo para el santuario y el sacerdocio (Neh. 9:25; Lv. 26:3-4; 27:30).



Cuando se plantaba un árbol, no estaba permitido comer sus frutos durante los tres primeros años. Los frutos del cuarto año eran para el santuario y únicamente se podía empezar a consumir a partir del quinto año (Lv. 19:23-25).



En adelante, los primeros frutos o primicias de cada año eran también para la casa de Jehová (Neh. 10:35-37).



En la Biblia se compara al hombre justo con un árbol plantado junto a aguas corrientes que da su fruto a su tiempo y todo lo que hace prosperará (Sal. 1:3).



El capítulo 31 del libro del profeta Ezequiel equipara también al faraón de Egipto con un cedro majestuoso que, a pesar de su grandeza, iba a caer como si hubiera sido talado por otros poderíos extranjeros rivales.



Con el fin de expresar la promesa de una larga vida para el pueblo restaurado por Dios, se hace alusión a los días de un árbol (Is. 65:22). Esto es significativo, ya que algunos árboles de Israel son muy longevos y pueden superar los mil años de edad (Ez. 47: 7-12).



Lo cual constituye un fortalecimiento de la fe en las promesas bíblicas, de vida eterna en el nuevo orden de cosas, que sobrevendrá con la venida de Cristo.



Asimismo, el Señor Jesús se refirió a los árboles como ilustración del fruto (bueno o malo) que producen las personas y, teniendo en cuenta que en aquella época los frutales pagaban impuestos, nadie desearía pagar por un árbol que diera malos frutos.



De manera que lo más sensato sería cortarlo o arrancarlo de raíz para no pagar (Mt. 3:10; 7:15-20; Lc. 13:6-9).



Igualmente, en el libro de Judas (1:12) se dice acerca de ciertas personas que se infiltran en las congregaciones cristianas para abusar de ellas: “Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados.”



Se trata de creyentes que no viven su fe; estériles, puesto que no producen fruto; y muertos, ya que no poseen vitalidad espiritual.



Otro árbol bíblico paradigmático es aquel en el que supuestamente se suicidó Judas, el discípulo que traicionó a Jesús.



En este sentido, el obispo de Londres, John King (1559-1621), comentando el Salmo 17 escribió: “Judas sirvió a Dios en la redención de la raza humana, participando con ello a que su bendito nombre fuera eternamente honrado mientras el mundo sea mundo y el universo permanezca, pero su paga fue un árbol aliso del cual acabó colgándose, y lo que es peor, colgado del infierno por las generaciones eternas. Tuvo su paga y perdió su paga.”[1]



El árbol aliso, al que se refiere King, es el que se conoce científicamente como Cercis siliquastrum. Su nombre vulgar, “árbol de Judas”, hace alusión a la tradición de que en un ejemplar de dicha especie se ahorcó Judas Iscariote.



Otras tradiciones dicen, sin embargo, que este discípulo se colgó de la rama de una higuera. Aunque, lo cierto es que la Biblia no especifica de qué árbol se sirvió.



El árbol de Judas (o de Judea, puesto que también abunda allí) es un árbol caducifolio parecido al algarrobo que pertenece a la familia de las leguminosas (Fabaceae). Puede alcanzar los 15 metros de altura a los 20 años.



Lo más llamativo son sus abundantes flores rosas que aparecen en la primavera antes que las hojas. Éstas presentan una tonalidad verde pálida, son redondeadas y ligeramente acorazonadas.



Los frutos son vainas de color marrón que contienen pequeñas semillas de hasta 2 mm de diámetro. Es un árbol nativo de Oriente Próximo que en la época de las cruzadas (1200 d. C.) fue introducido en Francia y al norte del Mediterráneo.



Actualmente existe también en África y Norteamérica. Resiste bien la sequía pero no las heladas ni el encharcamiento del suelo. Las flores rosas del árbol de Judas tienen un agradable sabor picante y suelen comerse en ensaladas.



Los frutos son astringentes y la madera de poca calidad ya que se pudre pronto a la intemperie. Sin embargo, es apreciado en jardinería por su bella floración y la sombra que proporciona.



El respeto inteligente de la Biblia por los árboles (especialmente por los frutales) se ha visto corroborado por los descubrimientos de la ciencia moderna.



Cada uno de estos vegetales, no solamente proporcionan sombra, crean microclimas beneficiosos, promueven la biodiversidad, colorean el paisaje o enriquecen las zonas urbanas, sino que también limpian cada año alrededor de 100.000 metros cúbicos de aire contaminado.



Un árbol de tamaño medio genera anualmente unos 700 kg de oxígeno y absorbe 20 toneladas de dióxido de carbono. Durante la madurez es capaz de filtrar 20 kg de polvo al año y recoger casi 80 kg de metales tóxicos presentes en la atmósfera, como el mercurio, plomo, litio, etc.



Los árboles que se plantan cerca de las zonas residenciales contribuyen a paliar el ruido ambiental, actuando como pared acústica natural. Su complejo sistema de raíces puede amortiguar notablemente el impacto de los seísmos o temblores de tierra.



De manera que plantar árboles es interactuar positivamente con los ecosistemas y cuidar del medio ambiente.



 

[1] Spurgeon, C. H., 2015, El Tesoro de David, CLIE, Viladecavalls, Barcelona, p. 389.




 

 


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