Lo que se ha detectado es solamente cómo decrece la luz de la estrella cuando los distintos planetas pasan delante de ella.
La pasada semana se anunció oficialmente que un telescopio de la Nasa había descubierto un sistema solar con, al menos, siete planetas que orbitan alrededor de una curiosa estrella.
Una enana roja denominada Trappist-1, mucho más pequeña y fría que nuestro Sol, ubicada en la constelación de Acuario y a unos 40 años luz de la Tierra. Es decir, que con la actual tecnología, se necesitarían unos 300.000 años para viajar hasta allí y otros tantos para regresar.
Hay que decir, en primer lugar, que la imagen que ha servido para ilustrar esta noticia en la mayoría de los medios divulgativos, no corresponde a la realidad. Es una recreación coloreada e imaginaria de tales planetas que, por supuesto, no se han podido ver (de la misma manera en que se observa y fotografía los planetas del Sistema Solar) debido precisamente a esta enorme distancia que los separa de nosotros.
Lo que se ha detectado es solamente cómo decrece la luz de la estrella cuando los distintos planetas pasan delante de ella. Pero éstos sólo aparecen como pequeños puntos oscuros que cruzan horizontalmente. De manera que no se sabe si son rojizos, azulados o verdosos. Si poseen atmósfera y océanos de agua o son desiertos estériles e inhabitables.
Si nuestro Sol fuese del tamaño de una pelota de baloncesto, la estrella Trappist-1 sería aproximadamente como una pelotita de jugar al golf. La diferencia es considerable. Esto permite que la distancia que media entre planetas y estrella sea mucho menos que la que existe entre los planetas del nuestro Sistema Solar y el astro rey.
Si la Tierra estuviera tan cerca del Sol ya se habría achicharrado. Pero la enana Trappist-1 no es tan ardiente y permite que se le acerquen más. A pesar de todo, se supone que los tres primeros planetas (denominados “b”, “c” y “d”) están demasiado cerca como para poder albergar vida. Mientras que el último “h” es demasiado helado por estar muy lejos de la estrella.
Sólo los tres de en medio (“e”, “f” y “g”) serían candidatos a tener vida por estar en la zona habitable. De ahí que se les haya imaginado de tonalidades azules y verdosas como las de la Tierra para presentarlos al gran público.
Otra diferencia importante que se ha sugerido es la posibilidad de que tales planetas estén acoplados gravitacionalmente con su estrella Trappist-1, como lo está la Luna con la Tierra.
Es decir que, de la misma manera que nosotros vemos siempre la misma cara de la Luna porque ésta tarda lo mismo en rotar una vez sobre sí misma que en dar una vuelta alrededor de la Tierra (un poco más de 27 días), también en los mundos de Trappist-1 ocurra lo mismo.
Si esto fuera así, la vida allí podría ser tan rara como en nuestro romántico satélite. De hecho, se sabe que el año (una vuelta completa alrededor de Trappist-1) dura un día en el planeta “b”, -el más cercano a la estrella- mientras que en el más alejado “h”, el año dura doce días. ¿No será semejante velocidad de traslación incompatible con la vida?
La fiebre por encontrar seres vivos fuera de la Tierra se sustenta, a mi modo de ver, en unas ideas equivocadas. En creer que allí donde haya agua, atmósfera, ciertos elementos químicos y temperatura adecuada, inevitablemente aparecerán seres vivos como setas porque, al fin y al cabo, la vida no tiene propósito alguno, ni ha sido diseñada por nadie.
Sería sólo el simple producto emergente del juego azaroso de las leyes físicas y químicas. Siempre que éstas se pongan de acuerdo, sea donde sea, surgirá la vida de la chistera. Esto es lo que piensan muchos evolucionistas hasta el presente. Sin embargo, lo cierto es que sabemos muy poco sobre el origen de la vida en la Tierra, a partir de una supuesta evolución de la materia inorgánica, como para hacer semejantes afirmaciones gratuitas.
Es cierto que existen muchas hipótesis pero ninguna demostrada o concluyente. Hasta las más sencillas bacterias requieren una increíble cantidad de información que el ambiente es incapaz de proporcionar. No digamos ya la vida inteligente. Esto lo reconocen hoy hasta los principales biólogos evolutivos del mundo.
No obstante, la exobiología (curiosa disciplina que busca vida fuera de la Tierra y que, hoy por hoy, carece de objeto de estudio ya que no se ha encontrado), a pesar de no saber cómo pudo originarse la vida aquí, está presta a decirnos que hay miles de planetas habitados por todo el universo. Buscar otros mundos es la moda contemporánea, como en su día lo fueran la arribada de ovnis, ET o el famoso proyecto SETI, llevados todos a la gran pantalla.
Cuando la NASA propuso este proyecto de buscar civilizaciones extraterrestres, allá por los años 70 del pasado siglo, se dijo que en tan solo una década se habrían encontrado varios planetas con vida inteligente. Supuestamente esto era lo que permitía deducir la ecuación de Drake. Sin embargo, después de más de 40 años de búsqueda interestelar no se ha descubierto absolutamente nada.
Ni siquiera el más minúsculo microbio que nos alentara la esperanza de hallar culturas inteligentes. Pero la NASA requiere fondos y hay que convencer al contribuyente. Sin embargo, el hecho de que existan exoplanetas con ambientes similares al terrestre está a años luz de lo que requiere la vida inteligente.1 Personalmente, soy escéptico de que se puedan encontrar otras formas de vida fuera de la Tierra.
No obstante, ¿y si yo estuviera equivocado? ¿Y si se hallaran no sólo bacterias sino también seres inteligentes incluso superiores a nosotros, como anhelan algunos? ¿No peligraría entonces toda nuestra cosmovisión cristiana? Si hay otras criaturas pensantes en el Universo, ¿no dejaríamos de ser la niña de los ojos de Dios? ¿Les habría redimido también la sangre de la cruz terrestre o se requerirían otros sacrificios extraterráqueos?
A veces, cuando se elucubra de esta manera, suele olvidarse algo fundamental. Si tan inteligentes fueran esos hipotéticos extraterrestres, quizás jamás se habrían rebelado contra Dios. Esto es lo que indica, por ejemplo, C. S. Lewis: “…si en algún lugar del universo real existieran otras especies racionales distintas del hombre, no sería necesario suponer que también hubieran caído”.2
La Caída física y moral que nos acaeció a nosotros no tenía por qué haberles ocurrido también a ellos. A pesar de todo, si el Creador hubiera hecho otros mundos habitados, es indudable que su inmensa sabiduría y bondad habrían previsto todas las posibles eventualidades. En este sentido, yo creo que el descubrimiento de vida o de inteligencia fuera de la Tierra no tendría por qué que afectar al cristianismo.
Pero, ¿qué sucede si el universo ha sido realmente diseñado? ¿Qué ocurre si, después de todo, nuestro lugar en el cosmos, así como su adecuación a nosotros, sugiere un propósito? Si hacer ciencia supone pensar seriamente sobre toda la evidencia empírica que tenemos ante nosotros, ¿es científico ignorar dicha evidencia porque no encaja con determinada filosofía materialista de la realidad?
Si el cosmos existe para un propósito, tenemos que empezar a explicarnos las cosas de otra manera. Y si, quizás, la Tierra fuera el único planeta que alberga seres inteligentes como el hombre porque así lo dispuso el gran diseñador. ¿No deberíamos encontrarnos con un cosmos estéril de vida fuera de nuestro planeta, precisamente como el que se ha descubierto hasta ahora?
Por cierto, fotografié esta Luna sin vida que brillaba sobre el huerto de Getsemaní, tiñendo de plata los olivos milenarios.
1 Para abundar en estas ideas puede leerse el esclarecedor libro: El planeta privilegiado de Guillermo González y Jay W. Richards, 2006, Palabra, Madrid.
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