Las cosas que son peculiares en el Evangelio de Juan, están entre las más preciosas posesiones de la Iglesia de Cristo.
Este es un fragmento del libro "Meditaciones sobre los Evangelios: Juan 1-6”, de J.C. Ryle (Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.
Juan 1:1-5
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
El Evangelio según S. Juan, que comienza con estos versículos, difiere en muchos aspectos de los otros tres Evangelios. Contiene muchas cosas que estos omiten y omite muchas cosas que estos contienen. Se pueden aducir fácilmente buenas razones para esta falta de similitud.
Pero baste con recordar que Mateo, Marcos, Lucas y Juan escribieron bajo la inspiración directa de Dios. En el plan general de sus respectivos Evangelios, y en los detalles particulares, en todo lo que hacen constar, los cuatro fueron igual y completamente dirigidos por el Espíritu Santo.
En cuanto a las cuestiones que S. Juan fue especialmente inspirado a relatar en su Evangelio, bastará un comentario general. Las cosas que son peculiares a su Evangelio están entre las más preciosas posesiones de la Iglesia de Cristo.
Ninguno de los cuatro autores de los Evangelios nos ha dejado iguales declaraciones acerca de la divinidad de Cristo, de la justificación por la fe, de los oficios de Cristo, de la obra del Espíritu Santo y de los privilegios de los creyentes como las que leemos en las páginas de S. Juan. Sin duda, Mateo, Marcos y Lucas no han guardado silencio en cuanto a estos importantes asuntos. Pero en el Evangelio según S. Juan salen a la superficie de manera destacada, de forma que cualquiera puede leerlo.
Los cinco versículos que tenemos ahora ante nosotros contienen una afirmación sublime y única concerniente a la naturaleza divina de nuestro Señor Jesucristo. Es incuestionable que a Él se refiere Juan cuando habla de “el Verbo”. Sin duda existen alturas y profundidades en esa afirmación que escapan al entendimiento humano. Y, sin embargo, hay gran cantidad de lecciones en ella que todo cristiano haría bien en atesorar en su mente.
En primer lugar aprendemos que nuestro Señor Jesucristo es eterno. S. Juan nos dice que “en el principio era el Verbo”. No comenzó a existir cuando fueron creados los Cielos y la Tierra. Mucho menos comenzó a existir cuando el Evangelio fue traído al mundo. Ya tenía gloria con el Padre “antes que el mundo fuese” (Juan 17:5). Existía al principio, cuando fue creada la materia y antes de que comenzara el tiempo. Él era “antes de todas las cosas” (Colosenses 1:17). Era desde toda la eternidad.
En segundo lugar aprendemos que nuestro Señor Jesucristo es una persona diferente de Dios el Padre y, no obstante, uno con Él. S. Juan nos dice que “el Verbo era con Dios”. El Padre y el Verbo, aun siendo dos personas, están unidos por una unión inefable.
Allí donde estuvo el Padre desde toda la eternidad, estuvo también el Verbo, Dios el Hijo, con igual gloria, majestad igualmente eterna y siendo, no obstante, una única Deidad. ¡Se trata de un gran misterio! Bienaventurado aquel que es capaz de aceptarlo como un niño pequeño sin tratar de explicarlo.
En tercer lugar, aprendemos que el Señor Jesucristo es Dios mismo. S. Juan nos dice que “el Verbo era Dios”. No era un mero ángel creado o un ser inferior a Dios el Padre e investido por Él con poder para redimir a los pecadores. No era en nada inferior al Dios perfecto, sino igual al Padre en lo tocante a su Deidad, Dios de la sustancia del Padre, engendrado antes de los mundos.
En cuarto lugar, aprendemos que el Señor Jesucristo es el Creador de todas las cosas. S. Juan nos dice que “todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. Lejos de ser una criatura de Dios, como algunos herejes han afirmado equivocadamente, es el Ser que creó los mundos y todo lo que contienen: “Él mandó, y fueron creados” (Salmo 148:5).
Por último, aprendemos que el Señor Jesucristo es la fuente de toda vida y luz espirituales. S. Juan nos dice que “en Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Él es la única fuente eterna de la cual los hijos de los hombres han obtenido siempre la vida. Toda la vida y luz espirituales que tuvieron Adán y Eva antes de la Caída procedía de Cristo.
Toda la liberación del pecado y de la muerte espiritual que todo hijo de Adán ha disfrutado desde la Caída, toda la luz de la conciencia o del entendimiento que cualquiera haya recibido ha fluido de Cristo. La inmensa mayoría de la Humanidad, en todas las épocas, ha rehusado conocerle, ha olvidado la Caída y su necesidad personal de un Salvador. La luz ha estado resplandeciendo constantemente “en las tinieblas”.
La mayoría de ellos “no la comprendieron” (LBLA). Pero cuando algún hombre o alguna mujer de los incontables millones de personas de la Humanidad ha tenido vida y luz espirituales, se ha debido a Cristo.
Este es un breve resumen de las principales lecciones que parecen contener estos maravillosos versículos. Hay mucho en ellos, incuestionablemente, que escapa a nuestra razón; pero nada es contrario a ella. Hay mucho que no se puede explicar y que debemos conformarnos humildemente con creer. No obstante, nunca olvidemos que hay claras consecuencias prácticas que fluyen del pasaje y que nunca podremos captar con suficiente firmeza o conocer suficientemente bien.
¿Conocemos, por un lado, la extrema gravedad del pecado? Leamos con frecuencia estos cinco primeros versículos del Evangelio según S. Juan. Destaquemos la clase de Persona que tenía que ser el Redentor de la Humanidad para poder proporcionar redención eterna a los pecador es.
Si nadie que no fuera el Dios eterno, el Creador y Preservador de todas las cosas, podía quitar el pecado del mundo, sin duda el pecado tiene que ser mucho más abominable a los ojos de Dios de lo que la mayoría de las personas suponen. La correcta medida de la gravedad del pecado es la dignidad de Aquel que vino al mundo a salvar a los pecadores. ¡Si Cristo es tan magnífico, entonces el pecado ha de ser sin duda algo muy grave!
¿Conocemos, por otro lado, la fuerza del verdadero fundamento para la esperanza del cristiano? Leamos una y otra vez los cinco primeros versículos del Evangelio según S. Juan. Destaquemos que el Salvador en quien el creyente debe confiar es nada menos que el Dios eterno, el único capaz de salvar hasta lo sumo a todos aquellos que acuden al Padre a través de Él.
Aquel que estaba “con Dios” y “era Dios” es también “Emanuel, Dios con nosotros”. Demos gracias a Dios porque quien nos ayuda es “uno que es poderoso” (Salmo 89:19). Nosotros somos grandes pecadores. Pero en Jesucristo tenemos un gran Salvador. Él es una fuerte piedra angular capaz de soportar el peso del pecado del mundo: “El que en él creyere, no será avergonzado” (1 Pedro 2:6).
Notas:
Notas: Juan 1:1-5
[El Evangelio según S. Juan].
Los siguientes comentarios preliminares sobre el Evangelio según S. Juan pueden resultar de utilidad a algunos lectores.
En primer lugar, no hay duda de que este Evangelio fue escrito por el apóstol Juan, el hijo de Zebedeo y hermano de Santiago, en otro tiempo pescador en el mar de Galilea y posteriormente llamado a ser discípulo del Señor Jesús, testigo visual de todo el ministerio de Cristo y columna de la Iglesia. Debemos recordar que Juan es llamado de manera especial “el discípulo a quien amaba Jesús” (Juan 21:20).
Fue uno de los tres únicos escogidos que vieron resucitar a la hija de Jairo, fueron testigos visuales de la transfiguración y acompañaron a nuestro Señor durante su agonía en el huerto. Fue aquel que inclinó su cabeza sobre el pecho de Cristo en la última cena. Fue aquel a quien nuestro Señor encomendó el cuidado de la virgen María cuando estaba muriendo en la Cruz. Es un hecho interesante que él fuera el discípulo especialmente inspirado a escribir las cosas más profundas concernientes a Cristo.
En segundo lugar, hay pocas dudas en cuanto a que este Evangelio fue escrito en una fecha muy posterior a la de los otros tres Evangelios. Cuánto más tarde y en qué momento exacto, no lo sabemos. Una opinión muy común es que fue escrito después de surgir herejías acerca de la persona y las naturalezas de Cristo como las atribuidas a Ebión y a Cerinto.
No es probable que fuera escrito posteriormente a la destrucción de Jerusalén. Si así hubiera sido, Juan difícilmente habría hablado de la “puerta de las ovejas” como algo que aún estaba en pie en Jerusalén (cf. Juan 5:2).
En tercer lugar, el contenido de este Evangelio es, en su mayor parte, exclusivo de él mismo. Con excepción de la crucifixión y de unos cuantos asuntos más, S. Juan fue inspirado a escribir cosas relativas a nuestro Señor que solo se encuentran en su Evangelio. No dice nada acerca del nacimiento y la infancia de nuestro Señor, de su tentación, del Sermón del Monte, de la transfiguración, de la profecía acerca de Jerusalén ni de la institución de la Cena del Señor.
Nos ofrece pocos milagros y pocas parábolas. Pero las cosas que Juan relata están entre los tesoros más preciosos que poseen los cristianos. Los capítulos acerca de Nicodemo, la mujer de Samaria, la resurrección de Lázaro y la aparición de nuestro Señor a Pedro tras su resurrección junto al mar de Galilea, los discursos públicos de los capítulos 5, 6, 7, 8 y 10, los discursos privados de los capítulos 13, 14, 15 y 16 y, sobre todo, la oración del capítulo 17, son algunas de las porciones más valiosas de la Biblia. Debemos recordar que todos estos capítulos son propios de S. Juan.
En cuarto lugar, el estilo de este Evangelio no es menos especial que su contenido. Parece extraordinariamente simple en muchas de sus afirmaciones y, sin embargo, hay una profundidad en ellas que nadie puede desentrañar completamente. Contiene muchas expresiones que se utilizan en un sentido profundo y espiritual, como “luz”, “tinieblas”, “mundo”, “vida”, “verdad”, “permanecer”, “conocer”.
Contiene dos nombres de la segunda y tercera personas de la Trinidad que no se encuentran en los otros Evangelios. Estos son: “el Verbo” como nombre de nuestro Señor y “el Consolador” como nombre del Espíritu Santo. Contiene, de vez en cuando, comentarios y citas que aclaran las palabras de nuestro Señor.
Más aún, contiene frecuentes explicaciones breves de costumbres y términos judíos que sirven para mostrar que no fue escrito tanto para los lectores judíos como para toda la Iglesia en todo el mundo. “Mateo —dice Gregorio Nacianceno, citado por Ford— escribió para los hebreos, Marcos para los italianos, Lucas para los griegos; el gran heraldo, Juan, para todos”.
Por último, el prefacio de este Evangelio es una de las más sorprendentes peculiaridades de todo el libro. Bajo el término “prefacio” incluyo los primeros dieciocho versículos del capítulo 1. Este prefacio constituye la quintaesencia de todo el libro y se compone de proposiciones sencillas, breves y condensadas.
En ningún otro lugar encontraremos tantas expresiones que, por falta de capacidad intelectual, ningún hombre mortal puede captar o explicar plenamente. En ninguna parte de la Escritura es tan tremendamente importante profundizar en cada palabra y hasta en cada tiempo verbal empleado en cada frase.
En ninguna parte de la Escritura brilla con tanto esplendor la perfecta exactitud gramatical y precisión verbal de una composición inspirada. Quizá no sea demasiado decir que no se puede variar ni una sola palabra en los primeros cinco versículos del Evangelio según S. Juan sin abrir la puerta a alguna herejía.
El primer versículo del Evangelio según S. Juan, en especial, siempre ha sido reconocido como uno de los versículos más sublimes en la Biblia. Los antiguos solían decir que merecía estar escrito en letras de oro en cada iglesia cristiana. Bien se ha dicho que es un inicio digno de aquel a quien Jesús llamó “hijo del trueno”.
V. 1: [En el principio era el Verbo]. Este maravilloso versículo contiene tres cosas. Nos dice que nuestro Señor Jesucristo, aquí llamado “el Verbo”, es eterno, que es una persona diferente de Dios el Padre y, sin embargo, totalmente unido íntimamente a Él, y que es Dios. Recordemos que el término “Dios” que tenemos en la segunda frase hay que tomarlo en referencia personal a Dios el Padre; y el que tenemos en la tercera, esencialmente, como relativa al Ser Divino.
La expresión “en el principio” significa el principio de toda la Creación. Es como el primer versículo de Génesis: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1).
La palabra “era” significa “existía”, “estaba existiendo”. Toda la frase significa que, cuando el mundo fue llamado a ser al principio de todo —por mucho tiempo que haya transcurrido—, cuando la materia fue formada por vez primera —independientemente de los muchos millones de años que hayan pasado—, en aquel período el Señor Jesucristo ya existía. Él no tuvo principio. Él era antes que todas las cosas. Nunca hubo un tiempo cuando no era. En resumen, el Señor Jesucristo es un Ser eterno.
Varios de los Padres abundan en hacer hincapié en la inmensa importancia de la palabra “era” en esta frase y en el hecho de que se repita cuatro veces en los dos primeros versículos de este Evangelio. No se dice “fue creado el Verbo”, sino “era el Verbo”. Dice Basil: “Esos dos términos, “principio” y “era”, son como dos anclas” a las que el barco del alma del hombre puede aferrarse cuando venga cualquier tormenta de herejía.
La expresión “el Verbo” es muy difícil, y propia de S. Juan. No veo prueba clara de que sea empleada por otro autor del Nuevo Testamento. Los textos de Hechos 20:32 y Hebreos 4:12 son, por así decirlo, pruebas dudosas.
Que aquí se refiere a una “persona” y no a una palabra hablada, y que se aplica a nuestro Señor Jesucristo, está claro por la frase posterior: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. Es innegable que se trataba de un término familiar a los judíos. Pero por qué Juan emplea este término concreto tanto aquí como en sus otros escritos es algo en lo que los comentaristas difieren enormemente.
Algunos piensan —como Tertuliano, Zuinglio, Musculus, Bucero y Calvino— que Cristo es llamado “el Verbo” porque es la sabiduría de Dios, y la “sabiduría” del libro de Proverbios. Estos habrían traducido la expresión por “razón, sabiduría o consejo”. Otros creen —como algunos de los Padres— que Cristo es llamado “el Verbo” porque es la imagen de la simiente de la mente del Padre, “la imagen expresa de la persona del Padre”, igual que nuestras palabras, si somos sinceros y honrados, son la imagen y expresión de nuestras mentes.
Otros creen —como Cartwright y Tittman— que Cristo es llamado “el Verbo” porque es la persona de quien se habla en todas las promesas del Antiguo Testamento y el tema de la profecía. Otros creen —como Melanchton, Rollock, Gomarus y Scott— que Cristo es llamado “el Verbo” porque es el que habla, expresa e interpreta la voluntad de Dios el Padre. Está escrito en este mismo capítulo que “el unigénito Hijo [...] ha dado a conocer [al Padre]”.
También está escrito que Dios “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:2).
Considero que la última de estas opiniones es la más sencilla y satisfactoria. Todas las demás son como mucho solo conjeturas. Probablemente haya algo en la expresión que aún no ha sido descubierto.
Muchos piensan que la expresión “el Verbo” se emplea en varios lugares del Antiguo Testamento con respecto a la segunda persona de la Trinidad. Esos lugares son el Salmo 33:6; el Salmo 107:20; y 2 Samuel 7:21 comparado con 1 Crónicas 17:19.
La prueba en todos estos casos plantea algunas dudas. No obstante, la idea es apoyada por el hecho de que en los escritos rabínicos se habla a menudo del Mesías como “el Verbo”. En Génesis 3, la paráfrasis caldea dice que Adán y Eva “oyeron la Palabra del Señor que se paseaba en el huerto”.
Arrowsmith, en su admirable obra sobre este capítulo, aporta una probable razón por la que Juan no dice “en el principio era el Hijo de Dios”, sino “el Verbo”: “Juan no iba a apartar ya de primeras los corazones de sus lectores. Sabía que ni los judíos ni los gentiles tolerarían el término “Hijo de Dios”. No podían soportar oír hablar de una filiación en la Deidad y la Divinidad; pero ya estaban al corriente del término “Verbo” aplicado a la Divinidad.
Poole observa que ningún término era tan aborrecido por los judíos como “Hijo de Dios”. Ferus comenta que, al llamar a nuestro Señor “el Verbo”, S. Juan excluye toda idea de una relación material, carnal, entre el Padre y el Hijo. Suicer también muestra que esta era la idea de Crisóstomo, Teodoreto, Basil, Gregorio de Nicea y Teofilacto.
Cualesquiera que sean las dificultades experimentadas en cuanto a la expresión “el Verbo” en nuestros tiempos, parece que no fueron dificultades experimentadas ni por los judíos ni por los gentiles cuando S. Juan escribió su Evangelio. Decir, como algunos han hecho, que tomó esa expresión de los filósofos de su tiempo es atentar contra la inspiración.
Pero podemos afirmar con seguridad que empleó como nombre para la segunda persona de la Trinidad una expresión cuyo significado era muy familiar a los primeros lectores de su Evangelio. Con esto nos damos por satisfechos. Aquellos que deseen más información deben consultar la Dissertation de Wirsius sobre la palabra Logos, el Thesaurus de Suicer y el Comentario de Adam Clarke.
[El Verbo era con Dios]. Esta frase significa que desde toda la eternidad hubo la más íntima e inefable unión entre la primera y la segunda personas en la bendita Trinidad, entre Cristo el Verbo y Dios el Padre. Y sin embargo, a pesar de estar inefablemente unidos, el Verbo y el Padre eran desde toda la eternidad dos personas distintas. “Es a Él —dice Pearson— a quien dijo el Padre: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen’ (Génesis 1:26)”.
La verdad contenida en esta frase es una de las más profundas y misteriosas de toda la teología cristiana. No tenemos capacidad mental para explicar la naturaleza de esta unión entre el Padre y el Hijo. Agustín extrae analogías del Sol y sus rayos, del fuego y la luz que da: aun siendo dos cosas diferentes, están no obstante unidas inextricablemente, de manera que donde está la una está la otra.
Pero todas las analogías sobre estos asuntos tienen limitaciones y fallan. Aquí, de todos modos, es mejor creer que tratar de explicar. Nuestro Señor dice claramente: “Yo soy en el Padre, y el Padre en mí”, “Yo y el Padre uno somos”, “el que me ha visto a mí, ha visto al
Padre” (Juan 14:9-11; 10:30). Estemos plenamente persuadidos de que el Padre y el Hijo son dos personas distintas en la Trinidad, conjuntamente iguales y conjuntamente eternas; y no obstante una en sustancia, inseparablemente unidas e indivisibles. Comprendamos bien las palabras del Credo de Atanasio: “Sin confundir las personas, ni dividir la sustancia”. Pero ahí debemos parar.
Musculus comenta sobre esta frase con cuánto cuidado S. Juan escribe que “el Verbo era con Dios” y no “Dios era con el Verbo”. Eso nos hace recordar que no hay dos Dioses, sino uno. Y, sin embargo, “el Verbo era con Dios y era Dios”.
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