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Protestante Digital

 
Irene Howat
 

Diez chicas que utilizaron sus talentos, de Irene Howat

Las historias de diez chicas que hicieron un buen uso de los talentos que tenían, y creyeron que Dios se los había dado para utilizarlos. Un fragmento de Diez chicas que usaron su talento, de Irene Howat (Editorial Peregrino)

FRAGMENTOS 04 DE ABRIL DE 2016 17:53 h
Detalle de la portada del libro

Un fragmento de Diez chicas que usaron su talento, de Irene Howat (Editorial Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.

Patricia St. John



—Por favor, háblame otra vez de cuando nací —dijo Patricia. Era una de sus historias favoritas.



La Sra. St. John se rio.



—La conoces tan bien que podrías escribir un libro sobre ella.



La niña de seis años hizo una mueca.



—Por favor...



—Está bien —asintió su madre—. Papá y yo éramos misioneros en Brasil. Nos gustaba aquello, a pesar de que nuestro hogar fuera propiamente apodado «La Casa de las Mil Moscas». Como a papá le pidieron que estableciera escuelas bíblicas en pueblos remotos, lo que habría significado pasar la vida viajando, volvió él solo y yo me quedé aquí en Inglaterra con tu hermana y tu hermano.



—¡Pero has pasado por alto mi nacimiento!



—Bueno, en 1919, no mucho antes de que papá volviera a Brasil solo, pidió prestado un carricoche suficientemente grande para llevar a tu hermana y tu hermano. No estaba acostumbrado a empujar un carricoche. Perdió el control y Hazel y Farnham salieron despedidos. No se hicieron daño, pero yo me asusté tanto que tú naciste una pocas horas más tarde.



Patricia hizo una mueca.



—¡Vaya comienzo!



—Escribe una historia sobre tu hogar —dijo la maestra. Solo unas pocas frases.



Patricia St. John tomó su lapicero.



«Mi casa se llama Homesdale y está en Malvern. Mi bisabuela vive allí, y también mi abuela y mi mamá. Después está mi hermana mayor Hazel, mi hermano mayor Farnham y yo. Papá es misionero en Brasil y solo vive con nosotros cuando viene a Inglaterra. Nos reímos mucho en nuestra casa.



La Sra. St. John se estaba riendo mucho un día con el hermano pequeño de Patricia, Oliver, que tenía unos cuatro años. Oliver había simulado un tren con tres sillas, puestas una delante de otra.Cuando ella volvió a casa, el tren tenía a Oliver en la silla de delante conduciendo y a la bisabuela con su bata de estar en casa en la segunda. Ambos estaban dando botes para arriba y para abajo diciendo: «Puf puf, puf puf».



—¿Por qué no hay otros niños en nuestra iglesia? —preguntó Patricia—. ¿Aparte de los «estáticos»?



La abuela sacudió la cabeza.



—No debes llamar a esa querida gente «estáticos». Son tan buenos cuando vienen a la iglesia cuando están aquí de vacaciones.



La niña movió la cabeza.



—Por eso les llamamos los «estáticos». Sus sombreros están siempre derechos y ellos nunca se mueven durante el culto.



—¿No como tú? —sugirió la abuela.



—Me gusta la iglesia, pero necesito moverme a veces. Y me gustan los domingos por la tarde.



Sonriendo, la abuela estaba de acuerdo en que los domingos por la tarde eran especiales.



—Aunque no sé cómo tu madre encuentra tiempo para hacer estos maravillosos álbumes de fragmentos de misioneros para que vosotros los veáis los domingos.



—Me gustan nuestras galletas de los domingos —dijo Patricia—. Estoy segura de que no hay ninguna otra familia en Inglaterra que tenga galletas de domingo hechas con la forma de las letras del alfabeto para que los niños puedan formar frases bíblicas.



Después de una historia dominical acerca de una niña pequeña china que aprendió el versículo de Isaías 43:1: «No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú», Patricia hizo una oración especial. Arrodillada junto a su cama, le dijo a Dios: «Mi nombre es Patricia y, si tú realmente me estás llamando, quiero llegar a ser tuya».



—¡Mira! —gritó de alegría a la mañana siguiente—.¡Qué bellas flores!



Habiéndose convertido en hija de Dios, la niña pequeña vio, incluso más claro que antes, qué bello mundo había creado su Señor.



En 1926, la Sra. St. John llevó a su joven familia a Suiza por un año.



—No entenderé lo que digan —dijo Patricia al ir a la escuela el primer día.



—Aprenderás francés rápidamente —le aseguró su madre—. Y también harás amigas.



Tenía razón. Toda su vida Patricia fue una persona observadora. Se daba cuenta de los pequeños detalles y era capaz de recordarlos. Así, muchos años después, cuando escribió Tesoros de la nieve, pudo recordar detalles de aquel año en Suiza.



 



Irene Howat

Aunque Patricia había pedido al Señor que fuera su Salvador cuando tenía seis años, y a pesar de haber crecido en un hogar cristiano con mucho amor, no siempre fue una adolescente feliz. Gran parte de la causa era que su amor por el Señor se había vuelto frío.



Un día, después de una explosión de enojo, Patricia corrió a su habitación. Estaba en plena adolescencia entonces. Tomando una vieja biblia que raras veces había leído durante algunos años, la abrió. «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo —leyó en Apocalipsis 3:20—. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él».



—Fue maravilloso —contó a su amiga al día siguiente—. Me parecía ver a Jesús de pie en una tormenta diciendo: «Si tú me pides que entre, te llevaré adonde quieras ir».



Patricia no se volvió inmediatamente una adolescente despreocupada y feliz, pero las cosas empezaron a ir mejor según leía su biblia y oraba al Señor. Pero siempre había algunas cosas que le podían hacer sonreír.[…]



Después de terminar la escuela, Patricia había esperado estudiar medicina como su hermano mayor. Desafortunadamente hubo una confusión con su solicitud que le impidió ir.



—Puedes trabajar conmigo —sugirió su tía, que dirigía una escuela.



La chica pensó: «ayudar a enseñar a los niños de primaria no es exactamente lo que quiero hacer», pero descubrió que disfrutaba mucho con ello. Aquel trabajo fue solo para rellenar un hueco.



—He sido aceptada para formarme como enfermera —dijo a su tía en 1942—. Empiezo en el hospital de Santo Tomás en Londres el próximo mes de enero.



«Menuda hacha de combate —pensó Patricia, cuando llevaba solo dos días en la sala del hospital—. Nunca seré capaz de complacer a esa enfermera jefe».



—¡Haz esto rápidamente! ¡Haz eso inmediatamente! ¡Haz aquello ayer! —ladraba la enfermera jefe todo el día... todos los días.



—¡Oh, mis pobres dedos! —se quejaba la joven enfermera—. Uno de ellos se ha infectado.



No mucho después, algunos de los dedos de sus pies también se infectaron.



—¿Qué me está pasando? —se preguntó a sí misma—. ¡Me estoy cayendo a trozos!



Después de una temporada fuera del trabajo, la directora del hospital sugirió que pudiera ser que no se le quitara de ser enfermera.



En un arrebato de desesperación, Patricia se fue a dar un paseo, llegando fortuitamente a la estación de ferrocarril. Allí en la entrada, en enormes letras negras, leyó las palabras: «Jesús dijo: ¿No crees que yo soy capaz de hacer esto?». De pie delante del gran cartel durante mucho tiempo, la joven pensó mucho. «Sí —decidió—. Creo que tú eres capaz».



Volviendo al hospital, continuó su trabajo de enfermera y lo hizo bien. Cuando completó su formación, Patricia volvió a casa y trabajó para un médico de la localidad antes de convertirse en madre de familia para los niños de la escuela de su tía.



—¿Sabes? —dijo a su amiga—. Tantos de estos niños tienen padres que son misioneros y solo los ven cada diez años.



—¿Haces de madre para ellos entonces?



Patricia se rio.



—En los meses de invierno, enciendo un fuego por las tardes y los niños bajan con sus batas, abrazando a sus ositos de peluche, y les cuento una historia mientras toman leche con cacao y galletas.



Así fue como comenzó a contar historias. Fue entonces cuando escribió



The Tanglewoods Secret (El secreto del bosque). Lo escribió primero y principalmente para los niños de la escuela Clarendon.



En 1949 Patricia hizo las maletas y se fue para estar con su hermano, que era médico en Tánger, Marruecos. Durante el año siguiente ella cuidó la casa de él y ayudó en el hospital. Entonces llegó el tiempo en que el Señor la dirigió a trabajar en un pueblo de montaña, más arriba de Tánger.



«Mi casita tiene una vista maravillosa —escribió a su país—. Miro hacia abajo, a la plaza del mercado y después, por encima de las filas de muchos tejados, miro a las montañas. Aunque tiene algunas desventajas. Ayer se inundó mi tejado otra vez y cuando volvía casa encontré mi cazuela balanceándose por allí como un barco en plena navegación. Tengo que irme, tengo que continuar con mis estudios de idioma».



Y eso fue lo que mantuvo a Patricia ocupada durante sus primeros meses allí; eso y el completar Tesoros de la nieve.



—Hola —dijo ella cuando abrió su puerta un día.



—Tengo hambre. ¿Me puedes dar pan?



Patricia miró al delgado muchacho pequeño que estaba en el escalón de su puerta.



—Claro que sí, entra y toma pan.



La noche siguiente él llegó con cinco o seis amigos suyos. Nunca antes habían probado pan y melaza y les encantó.



—¿Os gustaría que os contara una historia? —preguntó Patricia mientras se chupaban los dedos.



Hicieron una mueca y dijeron que les gustaría. Les contó acerca de Jesús, el Buen Pastor. Pan y melaza con una historia era una receta que mantuvo a los chicos viniendo de nuevo. Dondequiera que iba, Patricia llegaba justo al corazón de los niños, generalmente a través de sus historias.



—Qué bueno —se reía Patricia al abrir un paquete un día—. ¡Un ratón con maquinaria de reloj! Lo enviaba alguien que había oído acerca de los niños. A los niños y niñas les encantó, y no solo a ellos.



—Gracias por venir —dijo la misionera a las señoras que habían asistido a su reunión. Nadie se movió y empezaron a aparecer más mujeres. Patricia dio otra charla y otra vez dio las gracias a las mujeres por venir. Ninguna se movió. Perpleja, esperó que le dieran una explicación.



—Hemos venido a ver el ratón —admitió una de las señoras.



Divertida en gran manera, Patricia sacó el ratón reloj, le dio cuerda y observó a sus visitantes cuando vociferaban con sus cabriolas.



«Esta es una manera de animar a las mujeres a venir a las reuniones —pensó cuando por fin se fueron—: han oído dos charlas sobre Jesús».



Cuando se acercaba el invierno y los niños continuaban viniendo a su casa para escuchar las historias, Patricia empezó a escribir Estrella de luz, basado en lo que veía a su alrededor en aquella época.



—¿Querrías venir a visitar a los enfermos de nuestra aldea? —le preguntaron después de un tiempo.



—Sí —respondió Patricia, encantada de tener la oportunidad de ayudar y de hablar sobre el Señor Jesucristo—. Bueno —dijo a su ayudante—. ¿Qué necesitamos?



Patricia hizo una lista: pastillas de hierro, malta para las futuras mamás, pomada para los ojos y medicinas para las lombrices, pastillas de sulfuro para los bebés que tienen enfermedades y diarrea. ¿Qué más?



—¿Tienes violeta genciana para las llagas?



—¿Qué haría yo sin ti? —sonrió Patricia, metiendo la violeta genciana en su bolso.



Cuando le pedían que se quedara a pasar la noche en las aldeas contaba más historias.



Cinco años después de trasladarse a la ciudad, la obra misionera empezó a tener oposición.



—Ha habido quejas sobre tus actividades —le dijeron—. Me temo que vamos a cancelar tu visa de ayudante.



Patricia St. John no era la única a quien se le rompía el corazón al pensar que se iba de la ciudad. Dejó muchos amigos tristes, tanto adultos como niños, pero ellos recordaban sus historias.



Sin embargo, según viajaba hacia Inglaterra por Navidad, pensó en su trabajo en Marruecos y sonrió. Además de enseñar y de ser enfermera, había escrito Three Go Searching (Tres van a la busca), The Fourth Candle (La cuarta vela) y Estrella de luz.



Cuando Patricia volvió a Marruecos, fue a Tánger, donde Farnham era médico.



—Tú atraes a los jóvenes —le dijo su hermano, cuando ella estableció un hogar con siete chicas adolescentes, todas estudiantes de enfermería.



«¿Que qué hago? —escribió a su país en respuesta a una carta—. Enseño a las chicas, ayudo a cuidarlas y hago de niñera para los seis hijos de Farnham y Janet cuando puedo. Además de eso, ayudo en la clínica de lactantes, hago lo que puedo en el hospital y cuento historias a cualquiera que quiera escuchar. ¡Es una vida activa!».



La vida de Patricia era ciertamente activa. En 1966 se marchó de Marruecos para ir a Ruanda con el propósito de investigar para escribir un libro sobre la historia de un período del crecimiento de la iglesia conocido como el Avivamiento de Ruanda.



Durante algunos años Dios bendijo Ruanda de un modo sorprendente y pidieron a Patricia que escribiera un libro sobre ello. Desde luego, su época en Ruanda le hizo anhelar un avivamiento en su querido Marruecos, aquella tierra musulmana en la que enseñar sobre Jesús a menudo estaba lejos de ser bien recibido.



—Siempre me ha fascinado la historia de Onésimo en la Biblia —dijo Patricia a una amiga.



—¿Por qué no escribes sobre él entonces? —fue la respuesta.



—No puedo —explicó la escritora de historias—. Solo puedo escribir sobre lugares donde he estado.



—¡Entonces ve allí!



Aquel fue el comienzo de un viaje por los sitios bíblicos que le permitieron escribir Twice Freed (Dos veces liberado), la historia de Onésimo, el esclavo que huyó.



—Apenas puedo creer que hace diez años que escribí sobre Onésimo —dijo Patricia a su hermana Hazel en 1976—. O que he vuelto al Oriente Medio. Qué ciudad tan ajetreada es Beirut.



Había ido para ayudar a Hazel durante unas pocas semanas después de que se hubo fracturado la cadera en una caída.



—Se te dan bien las muletas —se rio Patricia—. De hecho, vas dando saltos como un canguro. No tardarás en estar lo suficientemente bien para despedirme y enviarme de vuelta a Inglaterra.



—Sin duda harás buen uso de esta visita y escribirás un libro basado en lo que has visto.



Su hermana menor se rio.



—Nunca se sabe.



Lo escribió. Se llama Nothing Else Matters (Nada más importa).



Desde entonces hasta su muerte en noviembre de 1993, Patricia St. John tuvo su base en Inglaterra, aunque continuó viajando de vez en cuando.



Cuando murió y fue al Cielo se encontró con Jesús, cuyas historias ella había conocido y amado desde mucho antes de lo que podía recordar.



 



Archivo de datos: Marruecos. También conocido como el Reino de Marruecos, está bordeado por el mar Mediterráneo, el océano Atlántico, el oeste del Sáhara y Argelia. Rabat es la capital y Casablanca la ciudad más poblada. El centro de Marruecos consiste principalmente en las montañas Atlas que se elevan hasta 4167 metros de altura. En el sur están las extensiones de arena del desierto del Sahara.



La vasta mayoría de los marroquíes son musulmanes cuyos ascendientes eran árabe-bereberes. El árabe es el idioma oficial, pero también se habla francés, varios dialectos bereberes y español. En la costa atlántica, donde hay extensas llanuras, se cultivan los olivos, los frutales cítricos y las viñas.



Nota clave: Patricia leyó las palabras de Jesucristo: «¿No crees que puedo hacer esto?». Cuando tienes problemas, ¿los llevas a Dios y le pides que te ayude? ¿O intentas hacerte un lío tú solo? Jesús nos dice que no nos preocupemos. Nos recuerda que Dios nos ama y quiere cuidarnos. Dios cuida a los gorriones y te cuidará a ti y te ayudará con tus problemas grandes y pequeños.



Piensa: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él.» Apocalipsis 3:20. Este es el versículo que Patricia leyó y que la llevó de vuelta a una relación más estrecha con Jesús. Imaginó que podía ver a Jesús de pie en una tormenta diciendo: «Si me pides que entre, yo te llevaré donde quieres ir». ¿Has pedido a Jesús que entre en tu corazón? ¿Quieres dejarle tomar el control de tu vida y que te lleve no solo donde tú quieres ir sino donde él quiere que vayas?



Oración: Señor Jesús, gracias por todas las maravillosas historias que contaste en la Biblia. Gracias por la enseñanza y la verdad que leemos. Tu Palabra es verdad. Podemos confiar en ella completamente. Ayúdame a darme cuenta de que ninguna otra cosa importa sino tú, y que tú eres el único que puede verdaderamente salvarme del pecado.


 

 


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