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Leopoldo Cervantes-Ortiz
 

Cincuenta años sin Paul Tillich (II): Maestro de Protestantismo

Acaso el perfil más exacto de Tillich como teólogo sea aquel en el que aparece, por sobre todas las cosas, como un “pensador protestante” de tiempo completo.

GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 28 DE ENERO DE 2016 17:45 h
Paul Tillich.

Fragmento de “Paul Tillich: teólogo mayor y maestro de protestantismo”, en Teología y Cultura, Buenos Aires, Argentina, año 12, vol. 17, diciembre de 2015, pp. 13-24, www.teologiaycultura.com.ar/index.htm.



 



Acaso el perfil más exacto de Tillich como teólogo sea aquel en el que aparece, por sobre todas las cosas, como un “pensador protestante” de tiempo completo. Y en esa línea de análisis quizá sea también necesario buscar y ubicar los aspectos más relevantes de su teología en continuidad permanente con la fe de la Reforma. Su abordaje de la figura de Lutero en el primer tomo de Pensamiento cristiano y cultura en Occidente es ejemplar porque permite comprender la forma en que el propio Tillich concibió su labor en el contexto de sus orígenes confesionales.[1] Y todo ello, porque, además, Tillich nunca ocultó el perfil netamente protestante de su pensamiento, de tal forma que, incluso en los momentos más “líricos” de su argumentación, dejó de plantear su comprensión radical de la fe evangélica:



No se alcanza a Dios por obra y gracia de la rectitud del pensamiento, ni mediante el sacrificio del intelecto, ni en virtud de una sumisión a poderes extraños, como lo son las doctrinas de la iglesia y de la Biblia. Tampoco se pide al hombre que intente hacerlo. Ni las obras piadosas, ni las morales, ni tampoco las del intelecto permiten establecer la comunión con Dios. Las obras serán consecuencia de esa comunión, no la procurarán sino que nacerán de ella.[2]



 



Paul Tillich.

¿Se puede ser más protestante que lo planteado por estas líneas? ¿Se puede bordear en los límites de la fe, la increencia y la ideología religiosa para salir airoso como lo consigue esta recreación de lo que significa ser genuinamente protestante para seguir por el camino de la certeza? ¿Cuánta profundidad teológica se requiere para acompañar a teólogos como éste y alcanzar a avizorar en el horizonte personal y colectivo la vigencia de un pensamiento que resulta imprescindible? ¿Hasta dónde fue capaz Paul Tillich de argumentar, en un espíritu profético totalmente kierkegaardiano, en medio de tantas contradicciones vitales, y así asomarse a las consecuencias plenas de lo que significa ser justificados únicamente por la fe? Cuando, evidentemente, concluye con la introducción todo lo expuesto en La era protestante, la intensidad de lo (d)escrito consigue atisbar los aspectos más consecuentes de su conceptualización del “principio protestante”, viene a concretar incluso mejor que en los capítulos posteriores (XI, “El principio protestante y la situación proletaria”, y XIV, “El poder formativo del protestantismo”).



Esa es la razón de que no pudo haber nadie mejor calificado que Tillich para esbozar lo que denominó el “principio protestante” en unas páginas luminosas de La era protestante, libro típicamente de posguerra en el que desglosa parsimoniosamente, como descubriendo para sí mismo el talante protestante de su vida y pensamiento. Y así lo expresó textualmente, como parte de una avalancha conceptual en la que estableció firmemente las coordenadas de ese concepto que lo iluminó, literalmente, para percibir la proyección de la fuerza vital de esa realidad espiritual, teológica y cultural, extraída directamente de las fuentes de la Reforma:



Pero así como se es justificado como pecador (eres recto pese a tu iniquidad), así también en el estado de duda el hombre se halla en estado de verdad. Y como todo ello sobreviene al mismo tiempo, y el hombre se desespera buscando el sentido de su vida, la intensidad de su desesperación es la manifestación del sentido en el cual vive todavía. Esta seriedad incondicional es la expresión de la presencia de lo divino en la experiencia de la absoluta separación de ello[3]



Hacerse protestante, es para Tillich, conectarse existencialmente con el manantial de la gracia que brota de la experiencia auténtica de la justificación por la fe, lo que permite proyectar y relanzar esta fe profética y subversiva en dos niveles fundamentales: el de la vida interior y el de la práctica institucional. Bien haríamos hoy, como personas y comunidades, en recorrer ese camino teológico de recuperación de la fuerza de la justificación y de la gracia para reconstruir las vidas individuales y las estructuras eclesiales anquilosadas por doctrinas pretendidamente bíblicas que someten y rebajan el pensamiento y la acción a rituales casi mágicos superados por los profetas bíblicos y por los reformadores.



 



La Era Protestante (1965).

La “presencia de lo divino” a la que alude el teólogo alemán es hoy comprendida mediante nuevos y sorprendentes malabarismos que alejan a las persona de los orígenes mismos de la salud espiritual propuesta por el Evangelio. Para los rumbos que ha tomado en ocasiones el orgullo denominacional o confesional estas palabras suenan como parte de un manifiesto que va hasta las raíces de esas desviaciones ahistóricas y escasamente imbuidas por un espíritu teológico:



Es obvio que el principio protestante no puede admitir ninguna identificación de gracia con una realidad visible, así sea la iglesia en su aspecto visible. […]



…el principio protestante no es la realidad protestante; y tuvo entonces que planearse de qué manera se relacionan entre sí uno y otra, cómo se hace posible la vida de las iglesias protestantes bajo el criterio del principio protestante y de qué modo una cultura puede ser influida y transformada por el protestantismo.[4]



Protestantismo histórico, iglesia, cultura: espacios de acción y cambio para aplicar ese principio básico. Si el protestantismo ha de sobrevivir, como sugiere Tillich, no lo hará a través de formas reiterativas de espiritualidades desgastadas dominadas por estructuras litúrgicas o de gobierno que se niegan a cambiar. Únicamente se salvará si se adhiere incondicionalmente a ese principio que traspasa todas las fronteras, épocas y proyectos coyunturales: “El principio protestante es juez de toda realidad religiosa, incluyendo la religión y la cultura que se denominan a sí mismas ‘protestantes’”.[5] De ahí que Tillich no se detenga con temor para hablar del fracaso o incluso de la desaparición del protestantismo en medio de la “situación proletaria”, o de cualquier otra, pues no es la sobrevivencia de los protestantismos históricos lo que han de defender las comunidades sino su fidelidad inequívoca y visionaria al evangelio de Jesucristo:



El fin de la era protestante no es el retorno a la era católica ni tampoco, aunque mucho más, el retorno al cristianismo primitivo; no es el paso a una nueva forma de secularismo. Es algo que está más allá de todas estas formas, una nueva forma de cristianismo, que se prepara y para la cual es necesario prepararse, pero que todavía no se puede denominar. Pueden describirse sus elementos, mas no la nueva estructura que habrá de surgir y surgirá; pues el cristianismo es definitivo en la medida en que tiene el poder de criticar y transformar cada una de sus manifestaciones históricas; y este poder es, precisamente, el principio protestante.[6]



Ante la radicalidad es estos planteamientos lo que viene a la memoria de quien esto escribe son las palabras del historiador español trasplantado a México Juan A. Ortega y Medina, en su acercamiento a las relaciones entre Reforma Protestante y modernidad, entre gracia y obras, antiguos tópicos que aún propician controversias y muchos malos entendidos, pero que enfrenta la necesidad de reivindicar, en medio de otras condiciones la supremacía de la fe dominada por la justificación, por encima del extraño retorno de las obras y la ley, un debate que rebasa las fronteras temporales: “El católico posee la libertad trascendental, pero es esclavo del mundo. […] Hay pues, un desequilibrio entre el ideal a que se aspira y las exigencias que la realidad impone. El calvinista, por contra, es esclavo de la trascendentalidad, pero vive en el mundo: y gracias a su vivir intramundano y activo puede manumitirse del yugo predestinatorio. [...] De parecida manera bien pudiera el protestantismo haber hecho del hombre un siervo de la allendidad, pero un amo y señor de la aquendidad”.[7]



El dilema entre la fe y las obras seguirá presente en los órdenes terrenos de la actividad humana con sus correspondientes adaptaciones culturales, socio-políticas y económicas. Y allí será posible verificar que el triunfo de la gracia y de las obras no se realiza sin antes dejar por tierra las constantes resistencias a la De allí proceden también, en tiempos más recientes, otras manera de afirmar la subversión de la insumisión protestante. Raphaël Picon (fallecido apenas el pasado 21 de enero) y Laurent Gagnebin, desde Francia, lo han sabido decir con singular gracia y claridad, reciclando positivamente la protesta religiosa del siglo XVI:



Los reformadores, Lutero, Zwinglio, Calvino, Bucero, Farel y otros, por unanimidad compartieron la convicción que ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos puede llevar a Dios! Ninguna institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede conducir a él: porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro encuentro. Ninguna confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna acción humana nos puede atraer la benevolencia de Dios: sólo su gracia nos salva. Ningún dogma, ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden hacernos conocer a Dios: sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a ninguna transacción posible, su gracia excede cualquier posibilidad de intercambio y reciprocidad. En el protestantismo, Dios es precisamente Dios precisamente en la medida en que nos precede y permanece libre ante cualquier forma de sumisión.[8]



Ahí resuenan las lecciones de Tillich bien aprendidas en diversas zonas del espectro protestante y no protestante. Un “maestro de protestantismo”, como él, siempre será necesario.



Esta visión le permitió dialogar en profundidad con la cultura, pues como bien lo dijo: “Pese a que durante casi toda mi vida adulta fui profesor de teología sistemática, el problema de la religión y la cultura ocupó siempre un lugar primordial entre mis intereses. La mayor parte de mis escritos —incluso los dos volúmenes de Systematic theology— intentan definir el vínculo que existe entre el cristianismo y la cultura secular”.[9] Estas palabras definen muy bien la inmensa proyección, de la cual a veces el propio Tillich no estuvo suficientemente consciente, pero de la cual dejó provocadores bocetos como lo es el volumen Teología de la cultura. Allí, llevó a cabo claros ejemplos de la manera en que es posible dialogar apasionadamente con las formas culturales más diversas y practicar su famoso método de correlación, que parte precisamente del adecuado reconocimiento de las producciones culturales humanas. “El análisis de la situación humana utiliza los materiales que pone a su disposición la auto-interpretación creadora del hombre en todos los dominios de la cultura. La filosofía contribuye a ello, pero también la poesía, el drama, la novela, la psicología, la terapéutica y la sociología. El teólogo organiza estos materiales en relación con la respuesta dada por el mensaje cristiano”.[10] El contacto de la teología con la cultura, entonces, no será tangencial sino que estará centrado en el respeto de los materiales culturales que manifiestan una búsqueda intrínseca del sentido, entendido no solamente como una respuesta existencial sino también como una profundización en el ser mismo de las cosas.



Para que la teología trabaje adecuadamente con los elementos que encuentra en la cultura deberá despojarse d sus aires o poses de superioridad epistemológica y, además, afirmar la posibilidad permanente de entablar un diálogo comprometido con los productos culturales sin despreciar su carácter “secular”, “irreligioso” y hasta anti-religioso. La base de esta postura, en sus propias palabras, procede de una nueva auto-comprensión de la teología y de sus condicionamientos: “No hay […] nada ajeno a lo divino, no hay ateísmo posible, no hay ningún muro entre lo religioso y lo irreligioso. Lo sagrado comprende lo que es suyo y también lo secular. Ser religioso es estar incondicionalmente comprometido, ya sea que el compromiso se exprese en formas seculares o (en su sentido más limitado) en formas religiosas”.[11] Para Tillich, la religión permea todas las áreas de la vida y la misma práctica religiosa se relativiza al ahondar en las realidades profundas:



Ser religioso significa preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar dispuesto a una respuesta, aun cuando ella nos haga vacilar profundamente. […]



El nombre de esta profundidad [perdida] y de este fundamento inexhausto de todo ser, es Dios. Esa profundidad es la que pensamos con la palabra Dios […] El que sabe de la profundidad, sabe también de Dios.[12]



 



Pensamiento Cristiano (1976).

Nuevamente Picon aparece como un aventajado alumno de Tillich al proponer que, incluso la imagen de Dios debe ser trabajada a partir de “nuestras producciones culturales”: “Ciertos filmes de Bergman, de Dreyer, de Bresson, ciertas novelas de Bernanos, de Péguy, de Dostoievski, son teológicos porque se ocupan de sujetos con una fuerte connotación espiritual”.[13] Todo ello porque la percepción de la cultura debe ser modificada continuamente para ubicarla como un espacio de realización de múltiples ideales teológicos y no como un rival en la humanización continua de los seres humanos. Como puntualiza Picon: “La cultura no es sólo una producción de la teología. Incluso la vida misma, a través de nuestros eventos personales y de grupo, puede soportar una reflexión sobre Dios”.[14]



En conclusión, la obra teológica de Tillich debe dejar de ser vista como un monumento incólume para dar lugar a una comprensión minuciosa de la vastedad de intereses que la motivó, puesto que él se confrontó continuamente con la época que la produjo e intentó, con notable acierto, interpretar críticamente desde una visión personal, pero muy situada en la tradición, pero sin temor a los riesgos inherentes de su búsqueda, los nuevos enfoques y desafíos que atisbó en un futuro que se vino más pronto de lo que imaginó. En consecuencia, revisar su obra y hacerla dialogar con este presente es una tarea que sigue vigente para todo estudioso serio de la teología.



 



[1] P. Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en Occidente. Primera parte. De los orígenes a la Reforma. Buenos Aires, La Aurora, 1976, pp. 243-270.





[2] P. Tillich, La era protestante. [1948] Trad. de Matilde Horne. Buenos Aires, Paidós, 1965, p. 17.





[3] Ídem. Énfasis del original.





[4] Ibíd., p. 25, 26. Énfasis agregado. Cf. Enio R. Müller “‘Princípio protestante e substância católica’: subsídios para a compreensão de uma importante fórmula de Paul Tillich”, en Correlatio, vol. V, núm. 10, 2006, pp. 5-18, www.metodista.br/revistas/revistas-ims/index.php/COR/article/viewFile/1709/1698.





[5] Ibíd., p. 246.





[6] Ibíd., p. 26. Énfasis agregado.





[7] J.A. Ortega y Medina, Reforma y modernidad. México, UNAM/Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, p. 160.





[8] R. Picon y L. Gagnebin, Le protestantisme. La foi insoumise. Champs, Flammarion, 2005.





[9] P. Tillich, “Palabras preliminares”, en Teología de la cultura y otros ensayos. Trad. de L. Wolfson y J.C. Orríes e Ibars. Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 11.





[10] P. Tillich, “El método de correlación”, en Teología sistemática. Vol. I. La razón y la revelación. El ser y Dios. Barcelona, Ediciones Ariel, 1972 (Libros del nopal), p. 90.





[11] P. Tillich, La era protestante, pp. 16-17.





[12] P. Tillich, La dimensión perdida: indigencia y esperanza de nuestro tiempo. Trad. de J.M. Mauleón. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1970, pp. 12, 113-114.





[13] R. Picon, Tous théologiens. París, Van Dieren, 2001, p. 35. Versión: LC-O.





[14] Ibíd., p. 37.




 

 


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