De Bowie pocas cosas pueden señalarse como absolutas. El presente artículo consiste en un acercamiento al periplo espiritual del artista, a través de algunas de sus canciones.
El presente artículo (en dos partes) consiste en un acercamiento al periplo espiritual de David Bowie. Nació con la intención de examinar el vigésimo quinto y último disco del inglés, entregado in extremis y fiel a su estilo de promoción (o tal vez sin promoción, dejando esa tarea del rumor para la sociedad contemporánea): rodeado de expectación y controversia musical.
La impactante noticia de la muerte (muchos de sus fans dirían “ascensión”) de David Robert Jones (un artista tan apasionante y crucial como Bob Dylan, John Lennon o Freddie Mercury), apenas tres días después de su 69 cumpleaños y en medio de la celebración por la salida de Blackstar, otorga una nueva dimensión a nuestro análisis compuesto por siete de sus canciones.
De Bowie pocas cosas pueden señalarse como absolutas. Portaba el gen de la hibridación y del escándalo, de la reproducción pop y la insatisfacción activa y constante del músico de rock condenado a la leyenda. Lo probó todo, incluso portarse bien; ser como señalaba en «Breaking Glass», una de las canciones de Low que mejor le explican: “una persona maravillosa, pero con problemas”.
Fue un jinete azul eléctrico que viajó como pocos a las puertas de la luz estroboscópica, y pudo regresar para contarlo, tal vez sin ser el mismo Bowie desde entonces. Ahora bien, ¿qué significa ser “él mismo” cuando uno se refiere a Bowie? ¿Con cuál de sus personajes, de sus anécdotas, de sus discos o con cuál de sus giras o apariciones públicas nos quedamos? ¿Qué versión de Bowie es la que resume todo lo que fue el artista y la persona?
Es importante tener presente que Bowie siempre iba un paso por delante nuestra, por muy errático que ese paso fuera, por mucho que se solapasen los caracteres que ha ido forjando para mostrarse a su público y esconderse a la vez, incluso de sí mismo, copiando lo mejor de cada artista con el que trabajó, incluso al propio David Robert Jones. Nunca fue una transformación completa de una personalidad a otra: de Ziggy al delgado duque blanco ocultista de la calamidad, de las afueras de Europa al centro del canon europeo, de una estrella del rock problemática a un ermitaño en Suiza que se cansa de vivir como Zaratustra y de practicar el adulterio con la viuda de Chaplin, de un mártir del teatro que vaga de estación a estación, y de una especie de deidad del glam a líder de la piedad, cebado de drogas de plástico y amor de diseño predestinado al savoir faire.
Bowie fue todos y cada uno de esos caracteres, fue un huracán de organismos, pero ¿dónde situar su centro creador? ¿En qué etapa de su vida tomó conciencia de lo que significaba para el resto del mundo y en la historia de la música? En el transcurso de su vida en Berlín (1977-1979) pudieron tener lugar algunas de las respuestas a estas preguntas, si no todas.
Pero tampoco son estas las únicas preguntas, ni las únicas historias alrededor de su leyenda. Aquí queremos centrarnos en algo que siempre ha formado parte de la anécdota, generada o robada, y sin embargo forma parte esencial de la búsqueda estética de Bowie, tanto como de la parte intelectual de su trabajo y del ya mencionado “centro creador”: su peregrinaje espiritual.
Nos atrevemos a recomendar un análisis de las letras y conceptos de Bowie desde sus creencias reconocidas (o reconocibles). Se comprenden muchos aspectos de su biografía. Lo que sigue es un punto de partida.
1. Starman (The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, 1972)
“… let the children use it”
David Bowie llevó desde muy pronto el lastre del estrellato, el cual no le impidió correr lo bastante rápido como para pensar que podía dejar atrás la locura que desde muy temprana edad trató de esquivar (Terry, su hermano adoptivo, padecía esquizofrenia, como otros muchos miembros de su familia). Antes al contrario, probablemente se sirvió de esa locura para alcanzar una posición desde la cual permitirse todo tipo de excesos, principalmente musicales. Es algo que tampoco podemos decidir con total certeza.
Todos tenemos grabada la imagen y la melodía de uno de sus temas más conocidos, del abrazo a Marc Bolan durante la histórica intervención en el programa de televisión Top of the Pops que convirtió a Bowie en estrella del rock. Pero llama mucho la atención la letra de la canción. «Starman» va de un chico que se encuentra con un ser venido de las estrellas que salvará a la humanidad de su inminente destrucción (anunciada en la primera canción del disco: «Five Years»). El muchacho no se sorprende, puesto que ya ha escuchado antes a Ziggy Stardust (algo así como un Juan Bautista de la música glam) anunciar que este personaje llegaría a tiempo. La letra del coro no puede ser más reveladora acerca de dónde procede la inspiración para el tema. Un hombre que viene de los cielos está esperando; bajaría él mismo, pero entonces nos volveríamos locos:
There's a starman waiting in the sky
He’d like to come and meet us
But he thinks he'd blow our minds
Y entonces viene esa frase que está directamente tomada del evangelio: “Dejad que los niños…” muevan el esqueleto, añade Starman. Para dar un inquietante giro cuando dice que también hay que dejar que los niños “lo pierdan”.
2. Somebody up there likes me (Young Americans, 1975)
Con Luther Vandross, Tony Visconti, Carlos Alomar y Andy Newark, batería de Sly and the Family Stone (confirmando así el tono funk/soul del disco), como compañeros de viaje rumbo a Filadelfia, Bowie concibió este tema para que fuera interpretado por otros; hay que señalar también su faceta como compositor externo, pues le dio sus primeras oportunidades reales de entrar en el mercado musical (recordemos a Mott the Hopple).
La canción, como decimos, debía ser para Ava and the Astronettes (Ava Cherry colaboraría después en Young Americans), y llevaba primero el título de «I am divine». Siguiendo su rutina, descrita por Carlos Alomar (que siempre consideró a Bowie el hombre más blanco del mundo, un ser “casi transparente”), primero venía siempre la música, planeada en una atmósfera de concentración mística, a menudo acompañada de “extrañas oraciones” y silencios. Curioso método de trabajo, siendo además empleado en un período en el que se recomendaba descanso tras la complicada gira de Diamond Dogs, y pensado simplemente para dar rienda suelta a la obsesión de Bowie por la música soul. Para colmo, Bowie se encontraba descendiendo a los abismos de una adicción incontrolable a las drogas y a la paranoia, asegurando encuentros casi diarios con alienígenas.
En las letras, Bowie pide a ese hombre del espacio (Starman) que analice su interior, que amplíe su interior; denuncia toda forma de hipocresía, y nos muestra su contradicción: el gran ojo de Dios lo persigue a todas partes, pero él tampoco puede dejar de observarlo directamente; desea ver ese ojo de frente, desde el suyo propio.
La segunda parte de este artículo se publicará en esta columna la semana que viene.
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