Los hombres sufren. Es verdad que tienen capacidad para aguantar el sufrimiento, pero a veces se les lleva a extremos tales que llegan al límite de lo cruel, de lo inhumano, de lo degradable.
Cuando el hombre llega a estos extremos de crueldad contra su prójimo, se convierte en el no hombre, en el inhumano, en el hombre que se rebaja a un nivel inferior al de las bestias. Se convierte en el peor de los animales.
No es la víctima la que se degrada y se le reduce a la inhumanidad, es el propio verdugo el que se rebaja y se hunde en la ciénaga inhumana en donde al hombre ya no se le puede llamar tal. Pierden, en su degradación, su característica especial de humanidad. Es el no hombre, la peor bestia. Todos nos sentimos afectados en nuestra humanidad con la tortura y la crueldad.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos también grita ante estas situaciones de crueldad y tortura. Claman contra todo tipo de torturas y penas crueles. Así, su artículo 5 dice:
“Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. La Propia Biblia también apoyaría este artículo de los Derechos Humanos. La Biblia, más aún en la culminación de su desarrollo en el Nuevo Testamento, está totalmente en contra de toda violencia.
Ya en el Antiguo Testamento, en su primer libro, el Génesis, se nos dice: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre”. Ya en el Nuevo Testamento se nos lleva al límite pregonando el amor a nuestros enemigos. Creo que a los que conocen un poco la Biblia no hace falta insistir en esto. Es por eso que yo insisto que los derechos humanos deben tener sus primeros valedores entre los seguidores de Jesús.
Hoy, desgraciadamente, vivimos en un mundo violento que hay que denunciar y evangelizar toda cultura en donde se dé lugar a la violencia. Esta violencia, crueldad o tortura va mucho más allá del sufrimiento humano por el que tiene que pasar la propia víctima. Esa sangre o dolor clama acusándonos a todos, nos hace cómplices, nos demanda denuncia y compromiso. La Biblia nos lo demanda también para no caer en el pecado de omisión de la denuncia o, en su caso, de la ayuda o liberación de la víctima.
Es verdad que la tortura la infligen normalmente agentes de policía, soldados, personas pertenecientes a los servicios secretos, guardias o funcionarios en las prisiones, grupos políticos armados y, en su caso, individuos que actúen desde su propia iniciativa, pero son consecuencias de una sociedad enferma y violenta en la que todos tenemos nuestra parte de culpa. Sí, todos tenemos nuestra parte de culpa en los males sociales, en las estructuras injustas que torturan y ejercen crueldad. Todos nos debemos sentir interpelados por la sangre de las víctimas y, de alguna manera, responder.
Por tanto la tortura y el trato cruel inhumano van más allá del sufrimiento de la víctima. No es simplemente saber que hay palizas, descargas eléctricas, abusos sexuales o violaciones bajo custodia, asfixias, aislamientos, reclusiones o simulacros de ejecuciones.
Es un escándalo y una vergüenza humana que debe afectar a la sensibilidad de los cristianos, de los que dicen que entienden el concepto de projimidad y nos debe mover a la misericordia y a tomar partido en el compromiso con los débiles, a orar por ellos, a trabajar por su liberación y por la superación de toda cultura de violencia. La Iglesia debe evangelizar esa cultura violenta en la que nos movemos a pesar de todas las directrices bíblicas en estas áreas.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue viva aunque debería ser menos formal y más arraigada en medio de las violencias y privaciones de derechos. Nos sigue diciendo:
“Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles…”. La tierra y todos podemos ponernos bajo maldición. La Biblia habla de maldición contra los que derraman sangre.
La maldición se dirige contrasangre de los asesinatos, la sangre que cae a la tierra antes de tiempo, antes de que Dios llame a su criatura, la sangre que se derrama con violencia como ocurre en los atentados, en las guerras injustas, en las venganzas..., es la sangre que hace malditos tanto a los hombres como a la tierra. Pero también la sangre que se derrama en las torturas, los tratos crueles en los que se puede llegar a parangonar el sufrimiento del Maestro durante el cual su sudor era como grandes gotas de sangre.
Así ocurrió con el primer asesinato: Caín mató a Abel y la tierra “abrió su boca” para recibir la sangre de la víctima del asesinato y maldijo al asesino. No tiene por qué ser hoy diferente la situación en cuanto a los torturadores, aunque sólo algunos lleguen al asesinato. La sangre, las gotas de sangre o el sudor como gotas de sangre en las torturas siguen maldiciéndonos a todos, a los cómplices, a los que guardan silencio ante los tratos crueles e inhumanos que degradan al hombre.
También la tierra, en cierta manera, se quedó malditay se convirtió en voz de maldición contra Caín con la recepción de esa sangre de Abel que aún no debería volver tan tempranamente a la tierra. Así, si a Caín se le dijo en el Génesis
“maldito seas tú de la tierra”, de la misma tierra se dice que cuando se la labre
“no te volverá a dar su fuerza”.
Por tanto la sangre de la violencia maldice al hombre y hace que la tierra también le maldiga.Así es también con la sangre de la tortura, con los sufrimientos degradantes de los tratos crueles e inhumanos que se condenan en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es por eso que los asesinatos, los grandes atentados, las muertes por las venganzas, las torturas, las penas crueles o las violencias de los odios humanos, no traen otra cosa que maldición tras maldición... y el hombre no aprende. La violencia sigue generando más violencia.
Pero el Señor, en una sublimación de la no violencia y la anulación de todo odio, tortura, pena cruel o trato degradante, nos sigue diciendo apoyando desde lo alto la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”. El reinado del amor en el mundo es la terapia que la tierra necesita para poder vencer su maldición al hombre por ser torturador, asesino y derramador de sangre.
Trabajemos por el cumplimiento de este artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
“Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”… porque a imagen de Dios está hecho el hombre, culminaría la Biblia como aserto que fundamentaría toda cultura de la no violencia.
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