La iglesia, en torno a los Derechos Humanos debe ser proactiva, o sea, debe promocionar y vigilar por el cumplimiento de estos derechos y, en su caso, usar su voz profética de denuncia allí donde estos derechos sean conculcados. Esto sin distinción de raza, color, religión, condición política, régimen jurídico, nacionalidad… Debe ser luchadora por los DDHH.
Es verdad que lo debe de hacer desde la excelsitud de los valores bíblicos del Reino, pero lo debe hacer. De ahí que podamos decir: Lucha, iglesia, lucha.
Es verdad que los cristianos que siguen los valores bíblicos, por su propia naturaleza, van a abrazar y recibir como buenos los Derechos Humanos. Más aún, si trabajan en el mundo por la evangelización de las culturas con los valores del Reino, sin saberlo van a cumplir y promocionar los Derechos Humanos.
Lo que pasa es que, como muchas veces los cristianos son pasivos en cuento a sus responsabilidades para con el prójimo y viven de espaldas al dolor de los hombres mientras miran al cielo para asemejarse a los ángeles, la lectura, reflexión y práctica de los Derechos Humanos puede ser una ayuda para tener un mayor acercamiento a los valores que nos dejó Jesús. Para promover la lucha de la iglesia a favor del prójimo.
La iglesia y el cristiano también se reafirman en los valores del Reino cuando promociona y vigila el cumplimiento de los Derechos Humanos. La Iglesia debe estar en contra de todos aquellos, sean autoridades políticas o grupos económicos o de empresa, cuyas actuaciones vayan en detrimento del desarrollo, de la promoción, de la defensa y la aplicación de estos derechos.
Cuando van en contra de la promoción de los hombres creando estructuras de pecado e injustas que se encarnan en la sociedad y que acaban aceptándose sus valores como si fueran justos. Cambiamos lo dulce en amargo y nos acostumbramos a ello. En estos contextos es donde puede sonar la frase de ánimo: Lucha, iglesia, lucha.
Los Derechos Humanos están en línea con los valores bíblicos como la Parábola del Buen Samaritano, un extranjero que no hace distinción con los judíos a pesar de que judíos y samaritanos no se llevaban bien entre ellos. Todo esto se puede ver reafirmado en el Artículo 2 que nos dice:
“Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”. La defensa de los Derechos humanos de cada hombre nos compete sin distinción.
Cristianamente hablando se puede decir que mi prójimo no depende de su condición política o jurídica. Su grito traspasa todas estas circunstancias, traspasa fronteras y el concepto de projimidad no se termina en la persona que está próxima a mí. Hoy tenemos conocimiento del sufrimiento, discriminación, robo de derechos y de dignidad, tanto del prójimo que está cerca de mí, como aquel que está allende las fronteras. La lucha de la iglesia puede ser orientada usando la armadura de Dios.
La defensa de los Derechos Humanos no corresponde sólo a los Estados. Es más, es una forma de quitarse responsabilidades, mutilar el concepto de projimidad, y sentirnos falsamente descargados al sentir que la defensa de los derechos humanos de las personas le corresponde a los poderes políticos solamente. Si desde la iglesia se está actuando desde estas perspectivas de comodidad insolidaria, estamos faltando a nuestros deberes de projimidad y conculcando los valores del Reino. Nos convertimos en cobardes irresponsables o cómplices de la conculcación de los Derechos Humanos. Reducimos el cristianismo a mera liturgia vana. Hacemos del cristianismo algo vertical. Que trabajen otros por el prójimo. Nos despojamos de la armadura de Dios.
Por eso el cristianismo debe ser un ámbito natural de la defensa de los Derechos Humanos que, si pueden ser superados por algo, es por el propio compromiso bíblico con el hombre. El hombre es el mayor y más importante lugar sagrado para Dios mismo. Más que el templo, más que el ritual. Eso nos da ánimos para la batalla.
Los Derechos Humanos, ni son dados por las autoridades políticas, ni pueden ser quitados por ellas. De ahí que se puedan llamar inalienables e irrenunciables… porque el hombre lleva impreso en su ser la propia imagen divina. Es por eso que, al ser el ser humano un tema central del cristianismo y el lugar teológico por excelencia.
La realidad es que al igual que existen los Derechos Humanos y las organizaciones o personas que los promueven, entre los que tienen que estar la Iglesia y los cristianos, también existen otros grupos de presión o sujetos responsables de la violación de estos derechos. Así es el mundo. El trigo junto con la cizaña. La iglesia debe ser responsable y activa en estas áreas que son de su competencia, porque competen al hombre, son derechos humanos, no inhumanos. Todo lo humano compete al cristianismo.
Contra estos grupos de presión responsables de la violación y conculcación de los Derechos Humanos es hacia donde se debe orientar la denuncia profética de las iglesias, denuncia que, a veces, se olvida, desoyendo la llamada al seguimiento de Jesús, que entronca con esta línea profética siendo el último de los profetas, denunciador de las estructuras que violaban los más elementales derechos de las personas y dignificador de los débiles y marginados. Los profetas eran auténticos luchadores armados con todos los detalles de la armadura de Dios.
Para Jesús no existía condición política de las personas, jurídica o internacional. Muchas veces los extranjeros son los escogidos por el Señor como modelos de buen prójimo que cura, ayuda, libera, sana al que ha sido despojado de sus derechos. No importa la condición política o el territorio de cuya jurisdicción dependa una persona.
La iglesia debe estar preocupada y ser promotora no solamente de los llamados derechos civiles como un compromiso ético frente al poder estatal que englobaría incluso el derecho a la libertad religiosa, sino que, además, debe ser luchadora dentro de la misión diacónica de la iglesia, por los derechos económicos, sociales y culturales de las personas. Luchadora por los Derechos Humanos, por los derechos de los hombres en general. Lucha, iglesia, lucha.
Es más, la iglesia debe ser promotora y concienciadora de los derechos humanos en torno a los colectivos de inmigrantes y refugiados, de los pobres, de los presos y de los proscritos en general. Es parte de su misión. De lo contrario se quedará paralizada en la vivencia de una espiritualidad mística que poco o nada tiene que ver con el cristianismo. Esperemos que no sea así.
Que la lucha nunca se abandone. Así, pues, nuestro lema hoy es: lucha, iglesia, lucha.
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