Pareciera, a veces, que en una iglesia santa, en una familia santa, en un ambiente santo, lo mejor no es acoger, sino excluir, rechazar todo aquello que consideramos imperfecto, impuro, contaminado, relacionado con el pecado… pero Jesús, con su ejemplo y estilo de vida, acogió a los proscritos, pecadores, estigmatizados, desclasados, privados de dignidad… ¿Tiene esto que decir algo acerca de la santidad de la iglesia?
El evangelista Mateo nos dice:
“Y aconteció que estando sentado Jesús a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos”.
El cuadro que se refleja en este texto es interesante: Jesús y sus discípulos sentados a la mesa con un buen número de publicanos y pecadores. No vamos a comentar lo que significaba el sentarse a la mesa con alguien en tiempos de Jesús, la comensalidad, porque creo que lo hemos hecho en otras ocasiones. Baste decir que compartir la mesa era como compartir la vida. Un modelo de acogida de Jesús que hoy nos cuesta todavía trabajo entender y aceptarlo como modelo a seguir. Por lo tanto, siguiendo las líneas de Jesús, podemos plantarnos si es mejor una iglesia “santa”, según algunos parámetros eclesiales, o una iglesia acogedora. ¿Es que, quizás, la iglesia acogedora es la iglesia santa?
La iglesia que se considere santa, debe ser también acogedora. La iglesia acogedora practica la acogida porque es santa, porque es una iglesia que busca la justicia, la misericordia y la paz, una iglesia que vive la fe de manera que, continuamente, se están dando las obras de la fe. La acogida a los proscritos, a los pobres y pecadores es tanto una obra de la fe, como una obra del amor. Quizás sea lo que dijo San Pablo y que hemos repetido ya tantas veces: La iglesia acogedora es una iglesia que tiene activa y viva una fe que actúa a través del amor.
En tiempos de Jesús, se sentaban a la mesa como invitados aquellos con los que uno podía compartir la vida, con los que uno se podía casar, con los de la propia familia. La pregunta sería: ¿Es hoy diferente o no ha cambiado mucho esta costumbre de la comensalidad?
Parece que Jesús se preocupa más de que su mesa sea una mesa acogedora que una mesa santa. Quizás porque la única manera de hacer que una mesa sea santa es que sea acogedora sin exclusión de nadie, sin discriminaciones, sin juicios morales condenatorios.
¿Somos, como Jesús, amigos de pecadores? ¿Nos molesta un poco esta pregunta? ¿Pensamos que dañaría nuestra reputación si respondemos que sí? ¿Es la iglesia amiga de proscritos y pecadores? ¿Es compatible la santidad de la Iglesia y el estar abierta para compartir y comer con los proscritos y pecadores del mundo?
Jesús no se defendió nunca de que le llamaran amigo de pecadores, habló de los pobres como destinatarios específicos de su Evangelio, habló y se relacionó con mujeres que muchos cristianos considerarían hoy una impureza, impropio de un ministro de Dios… necesitaban médico. Los autoconsiderados puros, los que se movían en círculos que ellos creían de pureza, los que se autojustificaban, no necesitaban de nadie que les ayudara. Se creían ya limpios y no buscaban esta ayuda.
La iglesia debe ser santa y acogedora. Al ser acogedora se santifica, al ser santa se debe convertir en acogedora. Así, cuando nos centramos solamente en que la iglesia es santa y pura, hay el mismo riesgo que tenían los religiosos de los tiempos de Jesús. Cerraban sus círculos de pureza a los que consideraban proscritos y pecadores, a los pobres y estigmatizados como malditos de Dios.
La iglesia, las familias y los creyentes en el ámbito individual deberían hacer una reflexión sobre lo que significaba la acogida para Jesús y, quizás, así, se podría comenzar un camino de cambio, de reforma… de santidad. La reforma que hoy necesita la iglesia, para ser santa, es que ésta sea capaz de acoger cada día a más personas, que se haga amiga de pecadores, de pobres y de proscritos. La reforma que necesita la iglesia para su santificación hoy, es que se convierta en una iglesia más misericordiosa, capaz de sentirse movida a misericordia ante la imagen de aquél que se ha quedado tirado al lado del camino, robado, despojado y abatido.
Aquél que no tiene nada, porque lo suyo, lo que le pertenecía, está en las mesas de aquellos que usan más de lo que necesitan, independientemente de que sean o no cristianos, o digan llamarse cristianos, es el que más necesita de la acogida cristiana, de la acogida de los santos, de los brazos abiertos de una iglesia santa.
La iglesia santa, debe ser una iglesia que tiene compasión de los proscritos, que se preocupa de ellos y que les abre sus puertas en una acogida en la que se noten los valores del Reino:
“Los últimos serán los primeros”. Es una de las características de la acogida de una iglesia santa, de una familia santa, de un cristiano santo, separado para el servicio de Dios. ¿Quiénes ocupan hoy los primeros asientos en nuestros templos? Se necesita toda una inversión de valores. Muchos primeros deben ser también últimos.
Los creyentes, para entrar en el concepto de santidad de la Biblia, deben ser, por su propia identidad de cristianos, de seguidores del Maestro, amigos de los sufrientes del mundo, de los proscritos, de los pobres, de los excluidos, los oprimidos, los despojados… porque a Jesús le afecta el sufrimiento de sus criaturas. Cuando acogemos, compartimos mesa y Palabra con los marginados, con los sin techo, sin ropa, robados de dignidad, nos santificamos y el Señor nos dice:
“Por mí lo hicisteis”,
“me acogisteis”,
“me visitasteis”,
“me disteis de comer y de beber”. Benditos de mi padre, santos, acogedores.
“Misericordia quiero y no sacrificios”, nos dice Jesús en este contexto. No me traigáis más vana ofrenda, vuestras oraciones no las puedo aguantar… buscad justicia, acoged al huérfano, a la viuda y al extranjero… santificaos, nos dicen los contextos proféticos. ¿Será que la misericordia, la búsqueda de justicia y la acogida son condicionantes del auténtico culto? El culto, el sacrificio sin misericordia es falso. No es santo. La santidad de la iglesia o del creyente que no practica la acogida no es auténtica.
Para estar dentro del concepto de culto, de iglesia santa, de projimidad, de fe y de amor del que habla el Evangelio, hay que ser una persona acogedora, ser amigo de pecadores, de pobres y de proscritos. Porque nosotros, también, con la ayuda del Señor, a través de nuestra acogida podemos transmitir sanidad, liberación, santidad… con la ayuda de Dios y habilitados por él.
No te encierres en tus círculos de pureza y santidad falsa. La fe hay que vivirla en compromiso, un compromiso que implicas la acogida de los proscritos por el mundo, la entrega incondicional a ellos. Lo hacemos por el Señor. Cuando acogemos a un sufriente, estamos acogiendo también a Dios en nuestros corazones y en nuestras vidas. La iglesia acogedora, la que se abre a los proscritos en el mundo, es la que comienza su camino de santidad. ¡Danos iglesias santas, Señor!
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