Dice Jesús: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”. ¿Nos escandaliza esto un poco?
¿Debemos, por tanto, abandonar el ritual?
Estos versículos que hemos citado están en el contexto de los frutos: “Por sus frutos los conoceréis”. Al leerlos, a uno le puede venir a la mente la pregunta si es que el ritual no es necesario, si hemos de abandonar el ritual de repetición de palabras a Dios, de clamar “Señor, Señor”, de ir profetizando y haciendo milagros... pareciera que lo único válido es la práctica de la misericordia y las obras de la fe. Parece que lo único que quiere el Señor es ver al hombre comprometido con el hombre, buscando justicia y practicando la misericordia, practicando la projimidad.
Hay que tener cuidado para no caer en un humanismo laico, incluso ateo, pensando que lo importante es el compromiso solidario con el hombre sufriente. Yo creo que no es así. Creo que lo que Jesús quiere evitar es el ritual vacío de compromiso con el hombre, las alabanzas y oraciones que se hacen de espalda al grito de los marginados. El acercamiento a Dios a través de la práctica del ritual de culto es válido, siempre que no estemos olvidando el hacer justicia y misericordia. Al templo, al lugar del ritual, a la iglesia, no se debería entrar si no estamos reconciliados con el prójimo, si estamos de espaldas a sus llamadas y necesidades de justicia y misericordia.
Una vez más hay que decir que lo que hay que buscar es la integralidad de la vivencia de la espiritualidad cristiana que une la práctica del ritual en los templos y la preocupación por una justicia que rehabilite a los marginados y pobres de la tierra, a los débiles del mundo. Estas dos líneas tienen que darse necesariamente: la práctica de la diaconía y la práctica del ritual: alabanza, oraciones, lecturas, adoración... sabiendo que todas estas cosas son aceptas a Dios cuando también se está haciendo justicia y practicando la misericordia, cuando se une el amor a Dios con la práctica de la projimidad, con el amor al hombre y, fundamentalmente, al que ha sido oprimido o reducido a la pobreza o exclusión social, al hombre que sufre en general por la avaricia o el pecado de los otros hombres.
En la parábola del buen samaritano, el texto condena al sacerdote que consideró más importante seguir hacia su ritual que el pararse y mancharse las manos con el herido, apaleado y dejado tirado al lado del camino. Yo creo que el texto nos está diciendo que en estos casos de emergencia del prójimo, cuando el prójimo nos necesita, cuando el cumplimiento de la projimidad nos llama, es necesario pararnos misericordiosamente, detenernos, abandonar, si es necesario, el ritual o los cumplimientos religiosos a los que estamos acostumbrados.
Pararnos movidos a misericordia es lo que puede dar credibilidad a la práctica de nuestro ritual. Si no es así, podemos caer en el ritual vacío con el cual, cuando nos presentemos ante Dios, nos podemos encontrar con la respuesta radical y condenatoria: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”, aunque ellos griten diciendo que clamaron a él, que en su nombre lanzaron fuera demonios, que profetizaron, que cumplieron con todas las prácticas del ritual.
Son situaciones terribles que Jesús nos muestra para concienciarnos de la importancia de los frutos de misericordia y de justicia para con los empobrecidos de la tierra, para con los huérfanos, las viudas y los extranjeros que eran los prototipos de las personas marginadas en el mundo bíblico.
Nuestro ritual será acepto a Dios si somos capaces de pararnos, movidos a misericordia, para ayudar, compartir, lavar las heridas del prójimo y clamar por justicia como hicieron los auténticos profetas, denunciando las situaciones de maldad, las estructuras de poder injustas, la opresión de los trabajadores, animándonos a ser manos tendidas que visten al desnudo y dan de comer al hambriento.
Tenemos que seguir el ejemplo del buen samaritano y fijarnos en el contraejemplo negativo que nos da el sacerdote que no se paró ante el apaleado y robado, por dar prioridad a la práctica de su ritual. No fue capaz, ofuscado por los cumplimientos religiosos, de pararse y ser movido a misericordia para con el prójimo en una emergencia vital.
“Por sus frutos los conoceréis”, dice el Señor. Y agrega: ¿Acaso se recogen uvas de los espinos? Hoy se podría contextualizar así: ¿Acaso se recogen solidaridades, compromisos, amor en acción y un compartir solidario con los más necesitados, un buscar justicia, de una vivencia de la espiritualidad cristiana centrada sólo en una relación vertical con el Señor, centrada en la práctica del ritual de espaldas a los sufrientes del mundo, en el uso sólo de labios y de vestimentas externas religiosas, de fachadas religiosas blanqueadas por fuera pero que por dentro son pozos de insolidaridad y abandono del hermano, del prójimo? Debemos replantearnos el tema de los frutos, de la misericordia, de las obras de la fe, del compromiso con el prójimo necesitado.
Jesús dijo: “Las obras que yo hago dan testimonio de mí”. Recordad que los frutos dan testimonio, evangelizan al mundo, dan credibilidad a la Palabra... porque “no todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos”, -nos dice Jesús -sino el que hace, el que ejecuta la voluntad del Padre. El obrero aprobado es el que, por fe, actúa, realiza, hace y encarna en nuestro mundo la voluntad del Padre que está en los cielos. El que no actúa con misericordia, no es sólo que no hace, sino que practica el pecado de omisión y es llamado “hacedor de maldad”.
Por eso hemos de replantearnos nuestro ritual, nuestros cumplimientos eclesiales que siempre deben estar unidos a dos amores: El amor a Dios y el amor al prójimo. Cuando falta alguno de estos ejes, estamos mutilando el Evangelio. No se puede ser pasivo: o se es hacedor del bien, de la misericordia y de la restauración de la justicia en el mundo, o se es un “hacedor de maldad”. En este caso el ritual no vale para nada. Lo podemos abandonar y seguir de espaldas a Dios y al prójimo. No hay lugares neutrales.
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