Participé en la la gran cumbre mundial sobre cambio climático realizada en Belém do Pará, Brasil, acompañando a jóvenes líderes para vivir la COP desde una perspectiva cristiana y misional. Por Julia Morillo.
La COP30 tuvo lugar en Belém, Brasil, del 2 al 30 de noviembre./ UN Climate, Flickr, CC 2.0
¿Qué sucede cuando miles de personas de todo el mundo —líderes de gobierno, científicos, jóvenes, pueblos indígenas y comunidades de fe— se reúnen en plena Amazonía para hablar del futuro del planeta? Eso fue lo que viví en la COP30, la gran cumbre mundial sobre cambio climático realizada en Belém do Pará, Brasil, en noviembre. Fue un privilegio estar allí: una oportunidad para aportar desde la fe, acompañar a jóvenes líderes y comprender más profundamente cómo procesos multilaterales como éstos, afectan a nivel más amplio.
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Lo que sucede en una COP es complejo. Por un lado, están las negociaciones oficiales, donde los países buscan acuerdos para enfrentar el cambio climático y reducir el impacto negativo a poblaciones vulnerables. Al mismo tiempo, hay muchos pabellones, charlas y exhibiciones donde gobiernos, organizaciones y observadores delegados comparten experiencias, y se influye también en el proceso de negociación. Y alrededor de todo esto, hay múltiples actividades paralelas –marchas, foros, encuentros ciudadanos –que recuerdan que la crisis climática afecta a personas reales, no a estadísticas.
Esta COP30 tuvo un significado especial por realizarse en la Amazonía. Belém do Pará, ciudad portuaria de entrada a la selva, recibió a más de 55.000 participantes, aunque su infraestructura no estaba preparada para tantos visitantes. Muchos debieron alojarse en casas o incluso en barcos. En mi caso, fuimos acogidos por las Sociedades Bíblicas de Brasil en su “Barco de la Biblia” y luego por una iglesia bautista. La calidez y hospitalidad que recibimos fue un recordatorio hermoso de cómo la fe se expresa también en cómo acogemos al prójimo.
Participé como parte del Programa Cristiano de Observadores del Clima (CCOP), que forma y acompaña a jóvenes líderes para vivir la COP desde una perspectiva cristiana y misional. Esta fue mi tercera COP, después de Lima (2014) y Madrid (2019).
Diez años después del Acuerdo de París –que comprometió a los países a limitar el calentamiento global a 1.5–2 °C – el mundo ha logrado frenar parcialmente el ritmo del calentamiento global, aunque aún estamos lejos de lo necesario. Por eso había grandes expectativas sobre esta COP en territorio amazónico. Entre los avances logrados se destacan:
[destacate]Los bloqueos muestran lo difícil que es alcanzar consensos cuando hay intereses económicos tan fuertes en juego[/destacate]Sin embargo, también hubo bloqueos importantes. No se logró acordar una hoja de ruta para eliminar los combustibles fósiles ni frenar la deforestación. Incluso la expresión “combustibles fósiles” fue vetada en el documento final. Esto muestra lo difícil que es alcanzar consensos cuando hay intereses económicos tan fuertes en juego.
Paradójicamente, algunos de los avances más esperanzadores ocurrieron por fuera del espacio oficial de la ONU. Colombia y los Países Bajos, respaldados por 80 países, anunciaron que trabajarán juntos para crear una Hoja de Ruta hacia la eliminación de combustibles fósiles, convocando a una Conferencia Internacional sobre Transición Justa en Colombia en 2026. Estas iniciativas muestran que, aunque el consenso global es difícil, hay países dispuestos a avanzar más rápido.
Mientras las negociaciones oficiales avanzaban lentamente, los espacios paralelos se convirtieron en lugares donde la sociedad civil –incluyendo comunidades de fe – expresó con fuerza su voz y compromiso por la creación. Hubo movilizaciones simbólicas como la Barqueata dos Povos, donde cientos de embarcaciones navegaron juntas en defensa de la Amazonía, y la Marcha por el Clima, que reunió a miles de personas pidiendo soluciones reales.
La Cumbre de los Pueblos, realizada en la Universidad Federal de Pará, reunió a una gran diversidad de voces –unas 70.000 personas, entre científicos, académicos, campesinos, pescadores, jóvenes, mujeres, pueblos indígenas y movimientos por la justicia climática. Allí se compartieron testimonios, se escucharon dolores y esperanzas, y se elaboró una declaración conjunta para presentar a la COP30, que pedía justicia climática, canje de deuda por acción climática, protección de territorios y defensa de quienes arriesgan su vida cuidando la tierra.
Las comunidades de fe también tuvimos un rol especial, organizando encuentros ecuménicos, diálogos y una vigilia de oración. Estos espacios recordaron que el cuidado de la creación es también un llamado espiritual, y que la iglesia puede aportar una voz profética y compasiva en medio de negociaciones técnicas y tensiones políticas.
Durante la COP, un incendio en el centro de convenciones obligó a evacuar la zona de negociaciones. Para muchos, aquel momento se sintió como una metáfora de un planeta en llamas, que clama “auxilio”. Al mismo tiempo, la vegetación exuberante, las fuertes lluvias, la humedad persistente y el sol abrasador nos recordaban a cada paso que estábamos en la puerta de la Amazonía: con su inmensa riqueza natural y sus vulnerabilidades.
[destacate]La COP deja un sabor agridulce: avances importantes, pero insuficientes[/destacate]Participar en la COP es una forma de responder al llamado cristiano de cuidar la creación y al prójimo. Desde la fe podemos:
La COP30 deja un sabor agridulce: avances importantes, pero insuficientes para la urgencia del momento. Pero también deja señales de esperanza: países dispuestos a avanzar más allá del mínimo común denominador, una sociedad civil vibrante y creativa, y comunidades de fe comprometidas con el cuidado de la creación.
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Participar en estos espacios nos recuerda que el cuidado de la creación no es solo un tema técnico o político, sino profundamente espiritual y relacional. Que Dios nos siga guiando para ser instrumentos de paz, justicia y restauración en su mundo.
Juliana Morillo, colombiana, química, especialista en medio ambiente, y en prevención y respuesta a desastres. Trabajó con el gobierno, con ONGs y proyectos ONU sobre medio ambiente en Colombia, y desde hace años es misionera enfocada en el tema de cuidado de la creación con la organización, sirviendo con Latin Link en varios países latinoamericanos, y en diversas redes y espacios eclesiales. Actualmente vive en Bogotá, con su esposo Ian y sus dos hijos.
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