Frankenstein es una de las más poderosas advertencias del horror de intentar jugar a ser Dios. Es lo que la humanidad ha estado haciendo desde el Edén.
La obra de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) ha sido llevada ahora a la pantalla por el mexicano Guillermo del Toro.
"Una noche oscura y tormentosa" en una casa al lado del lago de Ginebra nacieron los dos mitos que todavía más nos aterrorizan, el monstruo y el vampiro. Una de aquellas historias de terror, compartidas al calor del fuego, en una mansión a orillas del lago Leman –Villa Diodati–, es “Frankenstein o el moderno Prometeo”, que ha llevado ahora al cine Guillermo del Toro.
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El verano de 1816 el poeta romántico Lord Byron alquiló la casa de la familia del traductor de la Biblia y reformador protestante italiano Giovanni Diodati, junto con su médico y secretario Polidori. Allí se reunieron con la hija de la pionera del feminismo Mary Wollstonecraft, muerta a consecuencia del parto, cuya hija huye de Inglaterra con el poeta Shelley, expulsado de la universidad por su ateísmo, tras enfrentarse al padre casado de nuevo. La erupción del volcán Etna hace que en 1816 no haya verano. La lluvia golpea los cristales, mientras por la noche leen historias de fantasmas y deciden escribir, cada uno de ellos, un relato de terror. Los de Mary y Polidori han pasado a la historia: "Frankenstein" y la primera narración de vampiros.
Mary era hija de un escritor que había abandonado el presbiterianismo –su abuelo era el conocido predicador calvinista de Cambridge, Godwin–, para unirse a la pionera del feminismo, Mary Wollstonecraft –que había publicado una “Vindicación de los derechos de la mujer” en 1792–. Su madre murió en el parto, siendo criada por su padre, ferviente creyente en la bondad innata del hombre y la todopoderosa razón, pero aquel librepensador y profeta del amor libre, se opuso a la relación de su hija con un hombre casado y con hijos, como era Shelley.
Percy y Mary acababan de tener un hijo, tras perder una niña, cuando la hermanastra de Mary y la esposa de Percy se suicidaron. Huyen de Inglaterra por el escándalo, llevándose a Suiza, otra hermanastra de Mary, Claire Clairmont, que estaba embarazada de Byron, pero atraía a Percy, quien empuja a un amigo suyo, a tener relación con Mary. Por si fuera poco, junto a este intercambio de parejas, está el odio de Polidori por Byron, que le humilla continuamente, convirtiéndose en el vampiro de su historia, hasta que finalmente se suicida, agobiado por su adicción al juego y su reprimida homosexualidad.
[photo_footer]Gonzalo Suárez llevó el origen de Frankenstein al cine en 1988 con actores ingleses en Remando al viento.[/photo_footer]
Este episodio fue popularizado en el cine por el ovetense Gonzálo Suarez, que hizo una película sobre lo ocurrido aquella noche, “Remando al viento” (1988). Aunque es una producción española, los intérpretes son ingleses. De hecho, en ella se conocieron Hugh Grant y Liz Hurley. Las escenas de la costa, las rodaron en Asturias. pero los interiores de la mansión son de una casa a las afueras de Madrid, aunque las vistas del lago y del castillo Chillon, las grabaron en Suiza.
Esta extraña obra cinematográfica tiene el aire majestuoso, intenso y dramático de esta historia romántica, en torno a la muerte. Su historia me obsesionó desde que era adolescente, cuando leí la biografía de Byron. Hace unos años cumplí mi sueño de ver la Villa Diodati, al invitarme a predicar por el aniversario de la iglesia de habla española en Ginebra. El edificio está todavía ahí, aunque es una vivienda privada.
Una de las escenas más impresionantes de esta historia es la del cuerpo de Shelley ardiendo en la playa, representada en un cuadro que me persiguió desde la primera vez que lo vi fotografiado. Muestra una tarde azulada de tonos violetas, donde los personajes están vestidos de negro, frente a un mar crecido, en una Italia derrotada. La escena que reconstruye la película está rodeada del lirismo de la música de Vaughan Williams.
[photo_footer]Frankenstein da vida a un humanoide, que resulta ser un monstruo, al que llama su enemigo o demonio.[/photo_footer]
El Frankenstein de Mary Shelley comienza con la búsqueda de la criatura por su creador, el doctor que lleva ese nombre –mucha gente cree que es el monstruo, quien se llama así, pero es el doctor–. Es un italiano establecido en Ginebra, como Diodati, pero en busca de una alquimia, que produjera el elixir de la vida. Crea así un humanoide, intentando producir vida, a partir de materia inanimada. Al darse cuenta el horror que ha traído –le llama su “enemigo” o “demonio” –, le persigue por el Ártico, para destruirlo.
En la película de Suárez, tras una breve cita del poema de Byron, “Las tinieblas”, vemos el océano helado, como un árido paisaje donde no puede reinar nada más que la muerte. Grandes bloques de hielo, en medio de los que navega, trémula, una pequeña embarcación con Mary Shelley, aterida de frío. En su desgarradora confesión a Byron, declara que el monstruo es su doble, explorando los rincones de su alma:
“Contra las leyes de la naturaleza, di vida a esa infame criatura. No es más que el fruto de mi pretensión y orgullo. Nunca debí hacerlo (…) Estoy hablando de mí; el monstruo está dentro de mí, puedo reconocerlo. Ya sé que de la materia está hecha mi criatura y el espíritu que la mueve. Viene de mí, siempre he sido yo, desde el momento en que, al nacer, maté a mi madre, mucho antes de que él se desprendiera de mí…”
[photo_footer]Frankenstein es una de las más poderosas advertencias del horror de intentar jugar a ser Dios.[/photo_footer]
Frankenstein es una de las más poderosas advertencias del horror de intentar jugar a ser Dios. Es lo que la humanidad ha estado haciendo desde el Edén. No sólo queremos descubrir el bien y el mal, por nosotros mismos (Génesis 3), sino que adoramos y servimos, lo que no son más que criaturas (Romanos 1). Somos entregados a sí, a una mente que no tiene en cuenta a Dios (v. 28). Y Frankenstein nos enseña que esa razón produce monstruos.
“Un ídolo es algo de lo que esperamos cosas, que sólo Dios puede darnos”, dice Keller. Esa falsa confianza distorsiona nuestra mente, pero también nuestros sentimientos. Cuando la idolatría domina nuestro corazón, redefine la realidad, para nosotros. Podemos llamar a lo bueno, malo, y a lo malo, bueno. Aunque te puede llevar también a un temor paralizador. La ansiedad que vemos en Frankenstein viene de la imposibilidad de cambiar el pasado. Lo que produce una culpa irremediable, que en el presente, se manifiesta en ira y desesperación.
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No podemos quitar los ídolos de nuestro corazón, como observa el conocido sermón de Thomas Chalmers. Tienen que ser reemplazados. Si los arrancas, volverán a crecer, o serán sustituidos por otros. No basta, por lo tanto, arrepentirse de nuestra idolatría, o usar nuestra fuerza de voluntad, para vivir diferente. Necesitamos el amor de Cristo, que desplaza cualquier otro afecto, como dice el predicador escocés.
Es esa admiración que llamamos adoración, la que reemplazará los ídolos de nuestro corazón. Porque ¿qué es la fe?, como solía decir Grau, sino “dejar a Dios, ser Dios”. Al jugar a ser Dios, queremos más libertad y control, pero al final, nos hacemos esclavos. Es sólo la verdad de Cristo, que nos libera (Juan 8:31-36). Toda otra razón produce monstruos…
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