Con respecto a la pobreza en general, tanto la que se genera en los países del SUR pobre como la que se da en las grandes ciudades del mundo rico, las modernas democracias tienen que ser criticadas por sus insuficiencias. Lo mismo que otros grandes temas como los Derechos Humanos, las democracias que proporcionan legitimidad a los gobiernos y en las que debería haber una participación real de los ciudadanos, acaban convirtiéndose en algo formal y, en muchos de sus aspectos, inútiles y desmotivantes.
Esto sería igual si analizamos el mundo pobre y los países en vías de desarrollo como si analizamos los países ricos y la pobreza que se genera fundamentalmente en el Cuarto Mundo Urbano de las grandes ciudades del veinte por ciento del mundo rico. Tanto la democracia como la globalización se han mostrado como sistemas capaces de albergar dentro de sus contextos amplísimos márgenes de desigualdad social y de pobreza. Los grupos de poder económico condicionan la acción de los gobiernos democráticos, hay manipulaciones de la realidad económico-social, las grandes oligarquías imponen sus normas y preferencias que siempre favorecen a los más ricos y poderosos.
Los cristianos callan. Callan porque en la mayoría de los casos están integrados en el sistema, y pasan del hecho de que su prójimo pobre, que se configura como un gran colectivo humano que da pavor contemplarlo, está siendo condenado usando incluso los sistemas democráticos y las estructuras sociales injustas que muchos dan como válidas dentro de los márgenes de la globalización. No se sienten ni movidos a la denuncia, ni movidos a misericordia. No recriminan en nada a ese prójimo rico, no denuncian a esa minoría satisfecha que no solamente vuelve la espalda ante el sufrimiento de los más débiles, sino que, en muchos casos, condena siguiendo líneas más o menos democráticas.
Es como si se aceptara el hecho de que también se puede condenar a los pobres “democráticamente”… pero jamás se debería hacer “cristianamente”. Se hace cuando los cristianos callamos y nos convertimos en cómplices o, simplemente, cuando actuamos uniéndonos y aprobando las estructuras injustas y empobrecedoras que se dan en el mundo a pesar de sus sistemas democráticos y globales tan estimados por amplios grupos de la población integrada y satisfecha frente a las grandes necesidades del prójimo pobre y excluido.
Lo que hemos llamado “minoría satisfecha” pensando en la situación mundial en donde los realmente satisfechos son una gran minoría, se podría transformar en el ámbito de las democracias de los países que legitiman este sistema, en “mayorías satisfechas” como en su día ya dijo Galbraith. En estas mayorías de votos satisfechos, mayorías integradas económicamente, poco tienen que decir los pobres quienes, formalmente, pueden participar de forma censal en el voto, siempre que estén empadronados, pues muchos pobres urbanos ni siquiera tienen inscripción en el padrón, y eso sin hablar de los “sin techo” que también son un sector importante de la población.
Personas que, formalmente, podrían participar en elecciones, pero que jamás participarán en la redistribución de la renta del país. Aunque hicieran un esfuerzo de concienciación política, participarían sin voto efectivo y sin ilusión de ningún tipo, pues están excluidos de otra participación importante: el mínimo de participación económica de las riquezas del país para poder vivir y comportarse con dignidad.
Así, las modernas democracias mantienen en su seno y formando parte de ella a la pobreza, fundamentalmente la pobreza urbana en donde van a parar todos los que han fracasado en zonas rurales, uniéndose a los propios focos de pobreza urbano y al incremento que dan los que se quedan tirados al lado del camino provenientes de la inmigración. Parece que en las modernas democracias no hay recursos suficientes para que, a través de los Servicios Sociales, tanto públicos como privados, se pueda pasar de unos niveles asistenciales que no reponen ni devuelven la dignidad de las personas, a unas políticas de integración solventes y justas que eliminen las circunstancias en que se mueven tantos pobres urbanos.
Por el contrario, cada día podemos ir viendo como se añaden “nuevas pobrezas” provenientes de las crisis económicas a las que las democracias no saben o no pueden dar soluciones integradoras, sino que dan una respuesta en la línea de la exclusión social. Si ya pensamos en la situación mundial y en las repercusiones de la globalización, caemos en cifras como las de casi mil millones de hambrientos en el mundo, alrededor de un treinta por ciento de la población trabajadora que no puede alimentar a sus familias y que viven con el ya citado tantas veces de un dólar diario.
Si hablamos del paro juvenil en el mundo, los datos se disparan a cifras escandalosas que se acercan al cincuenta por ciento de los parados del mundo. Si hablamos de la mortalidad infantil, es una llamada de atención a los cristianos que tanto claman criminalizando el aborto y que se olvidan de tantos niños que mueren cada día por situaciones que pueden ser vencibles. Nadie pone gran interés por frenar la mortalidad infantil.
Los cristianos también callan. Nadie hace casi nada por bajar las cifras de los hambrientos del mundo. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces no es posible hoy en el mundo por falta de solidaridad, incluida la falta de solidaridad cristiana. Nadie hace grandes esfuerzos por erradicar la pobreza severa y extrema. Nadie piensa hoy que para el año 2015 se puedan cumplir los Objetivos del Milenio.
Los valores cristianos de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos están fallando. Sigue vigente la frase de Jesús: “Tuve hambre y no me disteis de comer”. Al escándalo y vergüenza que supone el sostenimiento de la pobreza en el mundo, se une la gran tragedia de la insolidaridad de muchos cristianos que no viven los valores del Reino… ¡Venga tu Reino, Señor!
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