La separación iglesias/estado debe dejar abiertas las puertas de la plaza pública a todas las creencias y ausencia de creencias y la laicidad debe renunciar a imponer un código de valores anti-religioso y a relegar la fe a la privacidad.
La moción aprobada en el pleno del ayuntamiento de Jumilla del 28 de julio acuerda que el uso de instalaciones deportivas municipales “sea exclusivamente para el ámbito deportivo o actos y actividades organizadas por el Ayuntamiento de Jumilla, y en ningún caso para actividades culturales, sociales o religiosas ajenas al Ayuntamiento.”
En principio, se puede discrepar de la decisión de limitar su uso para los objetivos señalados, pero nada hay que impida que cualquier gobierno municipal tome una decisión así, siempre que se cumpla de forma objetiva, no discriminatoria.
Pero el punto 1º de esta moción acuerda “instar al equipo de gobierno a promover actividades, campañas y propuestas culturales que defiendan nuestra identidad y protejan los valores y manifestaciones religiosas tradicionales en nuestro País.” Y es aquí donde se abre la caja de Pandora.
La cuestión de fondo es la separación iglesias/estado y el concepto de laicidad. En efecto, la propia expresión tan repetida “Iglesia/estado” es definitivamente inadecuada porque asume que sólo hay una Iglesia, la Iglesia Católica Romana, algo sencillamente falso. En esta línea, se asume como normal que es función de la administración pública defender y proteger “los valores y manifestaciones religiosas tradicionales en nuestro País”. Esta perspectiva desconoce los fundamentos básicos de la separación iglesias/estado establecidos por las sociedades protestantes generadoras de democracia y convierte a unas creencias y manifestaciones religiosas determinadas en las propias del país, lo que recupera la confesionalidad del estado.
En la cabeza de no pocos políticos de derecha todavía este tema no ha quedado definitivamente aclarado; el problema es que la sociedad española todavía no ha tenido noticia de la cosmovisión protestante que dio origen a la primera democracia del mundo, la americana, que en su primera enmienda deja definitivamente claro el tema al prohibir que los poderes públicos den especial reconocimiento a ningún credo –criterio que, por cierto, ningún país de cultura islámica, ninguno, ha asumido todavía–.
Por otra parte, en la cabeza de no pocos políticos de izquierda tampoco ha quedado aclarado este concepto, porque confunden la laicidad –de nuevo, una aportación específica del protestantismo– con el laicismo dogmático. Se quejan de este evidente atropello del ayuntamiento de Jumilla, pero insisten en relegar la fe a la privacidad, amenazan con limitar el derecho a la objeción de conciencia, le niegan a los padres el derecho prevalente a decidir la educación en valores de sus hijos e imponen dogmas de fe de obligado cumplimiento desde la legislación, como los que asoman en el preámbulo de la ley trans.
La separación iglesias/estado debe dejar abiertas las puertas de la plaza pública a todas las creencias y ausencia de creencias y la laicidad debe renunciar a imponer un código de valores anti-religioso y a relegar la fe a la privacidad y debe permitir la libre concurrencia de ideas en la arena pública, incluidas las derivadas de valores religiosos.
Finalmente, es notable escuchar al presidente de la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas decir que “los musulmanes […] no entendemos cómo los políticos de este país quieren derrumbar toda la lucha por la defensa de las libertades religiosas y los derechos fundamentales recogidos en la Constitución”. Tienen una ocasión espléndida de demostrar que su queja no es puro oportunismo: Presenten exactamente y de forma pública las mismas quejas en sus países de cultura musulmana reclamando las mismas libertades y uso de instalaciones públicas por parte de los evangélicos, judíos y católicos y condenen todo tipo de discriminación religiosa y toda ley anti-conversión. Nos alegrará ver en ellos esa coherencia y valentía. Entonces su discurso se cargará de credibilidad.
X. Manuel Suárez es médico, politólogo y secretario general de la Alianza Evangélica Española.
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