¿Es posible afrontar el avance de la ultraderecha sin descalificarla a priori ni recurrir a la disculpa de las ‘fake news’ ni imponer la censura?
En casi todos los medios de comunicación hemos venido escuchando voces alarmadas por el avance de la ultraderecha en Alemania. La extrema derecha me queda justo enfrente de mis preferencias políticas, pero no entiendo esa demonización. No hay que hacerle un esconjuro, hay que preguntarse por qué cada vez más gente la apoya, qué estamos haciendo mal, qué preguntas y necesidades estamos ignorando, a las que la extrema derecha les está dando respuestas (aunque no nos gusten).
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En otro momento expondré mi análisis sobre el avance de la extrema derecha, pero ahora les invito a reflexionar sobre las débiles razones que se nos ofrecen, con esa reiterada explicación de que manipulan la información, en vez de iniciar una autocrítica ante la caída de receptividad de las propuestas políticas clásicas.
En la tertulia de TVE dedicaron un buen tiempo a justificar ese avance de AfD con la presentación de dos fake news –una de ellas débilmente argumentada–. No dudo de su existencia, pero me alarma esta persistente justificación con los “bulos”, la “desinformación”, que se limita a decir que la gente vota a la extrema derecha porque está engañada, pero ahora vamos a venir nosotros a explicarles qué es la verdad de verdad.
Es cierto, hay que luchar contra la manipulación, pero la mejor arma no es la descalificación a priori, la censura discrecional, ni mucho menos la propuesta del gobierno español de un “Ministerio de la Verdad”. Como protestante –tantas veces disidente– y, consecuentemente, demócrata –comprometido con el sistema de libertades establecido por nuestros hermanos en el pasado–, estoy alarmado por esta deriva, una deriva antidemocrática que se inicia en las correctas advertencias ante las noticias falsas, pero progresa hacia la censura tridentina, ejercida ahora por próceres de la izquierda. Una cosa es la persecución de la falsedad –y para eso están los juzgados– y otra la imposición de una ortodoxia arbitraria, que pasa por su tamiz y expurga toda información que no comulgue con el dogma decidido por una élite que se rinde cuentas a sí misma. Como protestante reclamo que en una democracia nadie debe imponer lo que todos debemos creer.
La mejor arma contra la manipulación es la formación libre de las personas (no el adoctrinamiento) y el libre acceso a la diversidad de la información. Este fue el meollo de la presentación que el vicepresidente americano Vance hizo en la reciente Conferencia de Munich, y que pueden escuchar con subtítulos aquí:
A Vance lo que más le preocupa no es la amenaza de Rusia o China, sino una amenaza interna: cómo Occidente se está retirando de algunos de sus valores fundamentales, y cita ejemplos sangrantes de restricción de libertades fundamentales, como la censura digital, que prohibió las informaciones sobre el origen en un laboratorio chino del coronavirus, o la condena a un creyente en el Reino Unido por orar cerca de una clínica de abortos –y podría haber citado la persecución a Päivi Räsänen–. Muy certeramente planteó que es importante explicar por qué debemos reforzar nuestros recursos defensivos, pero lo es más definir para qué, para qué tipo de sociedad, y mostró cómo se está deteriorando el estado de las libertades en Europa; señaló que es importante abrir la voz a todos y no temer que el pueblo se exprese en libertad, aun cuando lo haga con criterios diferentes a los nuestros. Tiene razón, sin duda, aunque me animo a dejarle una pregunta: ¿cree que cuando la extrema derecha gobierne estarán mejor garantizadas estas libertades?
Ahora bien, la segunda amenaza es definitivamente real, pero no lo es menos la primera. Es tan ingenuo como temerario trivializar la amenaza de Putin, que empieza con Ucrania y seguirá con los países bálticos, Polonia… El sistema de libertades de Europa y EEUU tiene enfrente a un tirano, a un monstruo que ha llevado a las casas de cientos de miles de madres rusas y ucranianas los ataúdes de sus hijos, y todo por un imperialismo demoníaco que hereda la peor tradición rusa, que a Finlandia le robó Karelia, a Georgia, Abjasia y Osetia del Sur, que mandó a Siberia a miles de estonios, letones y lituanos para llenar sus países de rusos, que se apropió de la alemana Königsberg, de buena parte de Polonia… Las contemplaciones con este tirano imperialista son tan temerarias como las que tuvo con Hitler en la pre-guerra el Ministro británico de Asuntos Exteriores, Chamberlain, al buscar la vía “pacifista” evitando la confrontación. Y en esta línea no debería sorprender la paradoja de que los más afines al autócrata ruso sean los ultraderechistas europeos.
¿Cómo Vance les predica correctamente a los europeos sobre libertades democráticas, derecho a la discrepancia y renuncia a la censura, mientras su gobierno ningunea a Ucrania y a Europa y se sienta a buscar acuerdos con un autócrata que resuelve la discrepancia con el asesinato de sus opositores –acabamos de recordar a Navalni–, restringe la actividad de iglesias como la evangélica y ejerce férrea censura y manipulación de los medios de comunicación? El gran discurso de Vance en Munich ganaría en consistencia si resolviese esta contradicción.
Tengo así una pregunta para Vance: ¿Es posible defender la plena libertad de conciencia y de expresión y, justo por eso mismo, hacerle frente al imperialismo ruso con contundencia y con todos los recursos militares? Y tengo varias preguntas para nosotros: ¿Es posible afrontar el avance de la ultraderecha sin descalificarla a priori ni recurrir a la disculpa de las fake news ni imponer la censura? ¿Es posible identificar las cuestiones que a la gente le preocupan y nosotros las estamos ignorando mientras la ultraderecha les está dando sus respuestas? ¿Tenemos los evangélicos una respuesta política propia a esas cuestiones? Si me pongo ahora a responder, este artículo se hará demasiado largo. Pero si ustedes me lo piden, les daré mis respuestas.
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