Un enfrentamiento entre quienes sólo ven las maldades ajenas y el ojo de Dios que no hace distinción de pecados.
Un ruego: abra usted la Biblia por el capítulo ocho del Evangelio escrito por Juan. ¿Qué es lo primero que lee? Una entradilla que dice “la mujer adúltera”. Esa frase no está en el texto bíblico. No es inspirada. Es un título que le ha puesto el editor de la Biblia. He escrito a cinco entidades que se dedican a publicar distintas versiones de la Biblia pidiendo que quiten el titulito, pero nada. Lo mantienen hasta los teólogos católicos de Salamanca en su Biblia Comentada y los eruditos jesuitas en su versión de la Biblia titulada La Sagrada Escritura.
¿Cómo leen la historia de esta mujer los famosos escrituristas católicos y protestantes? ¿Están equivocados ellos o estoy equivocado yo que rechazo el título? Veamos: ¿De dónde parte la idea de llamar prostituta a la débil mujer? De Cristo no.
Para el Señor era una pecadora, como pecadores somos todos. En ninguno de los 11 versículos que relatan la historia leemos que Jesús la llamara adúltera. Fueron los enemigos de Jesús los que así la degradaron. ¿Y por qué dar por bueno lo que dijeron enemigos declarados del Salvador? Fueron los escribas y fariseos, a quienes Jesús llamó hipócritas, guías de ciegos, sepulcros blanqueados, serpientes, generación de víboras (Mateo 23), quienes presentaron esta mujer a Jesús con la siguiente acusación: “Esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio”.
¿En el acto mismo? ¿Quiénes la sorprendieron? ¿Ellos? ¿Dónde estaban? ¿Escondidos bajo la cama? ¿Encerrados en un armario? No resulta fácil sorprender a una mujer en acto de adulterio a menos que se sea un detective muy especializado, con ayuda de alguien en el interior y disponiendo de una buena cámara fotográfica.
Por lo demás, el relato de la mujer supuestamente adúltera es uno de los más conmovedores que tenemos en el Evangelio de Juan. Un enfrentamiento entre quienes sólo ven las maldades ajenas y el ojo de Dios que no hace distinción de pecados. La miseria humana personificada en la mujer injustamente acusada y la misericordia de Cristo.
Los acusadores eran astutos. Si Jesús hubiera dicho que no la apedrearan habrían invadido el interior del templo gritando que aquél hombre quebrantaba la ley de Moisés.
Si hubiera dicho que bueno, que la apedrearan, igualmente habrían gritado que no era tan compasivo como se creía.
Jesús no contestó ni una cosa ni otra. “Inclinándose hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra”(8: 6).
Ningún autor de los que he leído se fija en este hecho, extremadamente despreciable, según la frase que anota Juan: “Esto decían (los escribas y fariseos) tentándole, para poder acusarle”.
¿Hay algo tan miserable como utilizar a una mujer para vencer a un enemigo? Porque a ellos no les importaba la mujer, si era adúltera o si era ángel. Simplemente, la utilizaban para cazar al Maestro en alguna contradicción. De haber vivido en nuestros días aquellos lobos convertidos en hombres tal vez habrían aprendido de Alejandro Dumas padre que Dios creó a la mujer “como un ángel encargado de velar por nuestra alma. Les dio el llanto para que pudiesen llevar la mitad de nuestros dolores”.
Como escribas y fariseos insistían en su acusación, Jesús se alzó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (8: 7).
Es de creer que líderes religiosos como eran, respetados en Israel, no llevarían piedras para arrojarlas contra la inocente. Pero consiguieron reunir a un grupo de seguidores, cosa nada difícil, tan lobos como ellos, que lograron llegar hasta el lugar donde se desarrollaba el drama; éstos sí iban provistos de piedras.
Pero la piedra la tiró Jesús contra ellos. Acusados por su conciencia, según escribe el evangelista, el grupo se disolvió; los más viejos primero, los jóvenes después, fueron dejando caer las piedras como un rosario de cuentas cuando se desgrana.
¿Qué les hizo desistir de sus primeras intenciones? ¿La poderosa mirada de Jesús? ¿Sus palabras penetrantes como cuchillos? ¿La majestad de su persona? ¿Su propia conciencia acusadora? “Y quedó solo Jesús y la mujer que estaba en medio” (8: 9)
Preciso es entender que absolutamente solos no se quedaron. Porque la multitud que le escuchaba antes de la llegada de escribas y fariseos seguía allí. Por quedarse solos Juan da a entender que los acusadores e improvisados apedreadores se habían marchado. Pero allí estaban los dos, él frente a ella, en silencio. Jesús es el primero en hablar: ¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: “Ninguno, Señor, Entonces Jesús le dijo: Vete y no peques más” (8: 14).
Como escribí al principio de la historia, no le dijo: “Vete y no adulteres más”, con lo que el Señor no admitía la acusación de adulterio. También había llamado pecadores a todos los del grupo maligno. Y pecadores nos llama a todos los seres humanos.
Se me ocurre pensar que si el Señor no le hubiera dicho vete, aún seguiría allí, a los pies del Maestro. ¿Sabía quién era Jesús? ¿Lo había visto alguna vez? De no haber sido así se preguntaría quién era aquél hombre que con sólo la palabra había desarmado a sus acusadores. Normal que no quisiera separarse de él. Nos ocurre lo mismo a quienes su gracia salvadora nos ha tocado y perdonado.
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