Había que aguardar a que Dios actuase conforme a las peticiones de sus jefes. Porque Dios era el siervo y los siervos los mandamases.
Érase un lugar al que llamaban santo donde los feligreses, ciegos por voluntad propia, se reunían sin control para la supuesta misión de orar, alabar y dar gracias. Estar juntos les producía un gozo especial. ¿Y por qué les producía un gozo especial? Porque cada cual decía lo que bien le parecía o le venía en gana. Y todo, absolutamente todo, estaba bien.
Si uno exclamaba ¡viva Dios!, repetían ¡viva Dios!
Si otra decía ¡viva yo!, entre risas y aplausos, concluían ¡que vivas tú, guapa!
A la propuesta de ¡Señor sana a Mengana!, replicaban entre aplausos sánala, sánala, confiamos en ti, no en los médicos con sus medicinas.
¡Dale Señor trabajo a Fulano! Dáselo, dáselo, coreaban al mirar hacia arriba, como queriendo ver bajar del cielo el contrato buscando al desempleado que se hallaba sentado en la esquina de uno de los bancos esperando la nómina por adelantado.
¡Encuéntrame aparcamiento, Dios, soy la niña de tus ojos y lo sabes! Y confiados, salían con la hora justa para la susodicha reunión.
Si durante alguno de esos días llovía a mares y alguien, a viva voz, daba gracias a Dios por el sol que lucía, decían ¡amén, gracias Dios por el sol que nos calienta, aleluya! Si hacía sol y una voz se alzaba diciendo ¡Señor, gracias por la lluvia que cae!, respondían ¡amén, amén, amén!, ¡la que está cayendo! Si una cabezota aclaraba que no hacía sol, la llamaban loca y le daban de lado hasta que hiciera el firme propósito de cerrar la boca y dañarse los ojos para no ver la realidad. Y cuando algún valiente señalaba que era mentira que estuviese lloviendo, le acusaban de chiflado, murmuraban en su contra por atreverse a decir aquello en lugar de llevar la corriente hasta electrocutarse y entrar por el aro por donde todos entraban.
Al abandonar el lugar, después de un tiempo de satisfacciones y locura, cada cual pasaba por el lavabo y, con el gel aguado que quedaba, se limpiaba las boqueras de gurripato, el retintín taponador de cada oreja y las manos para quitarse el sudor que producía tanto aplauso. Dicho quedaba lo dicho encauzado ya hacia el desagüe y aquí paz, y después gloria.
A partir de ahí había que aguardar a que Dios actuase conforme a las peticiones de sus jefes. Porque Dios era el siervo y los siervos los mandamases.
Era un lugar llamado santo que daba espanto, donde los ciegos no querían ver sino ser vistos. Daban gracias por la facilidad que les proporcionaba su ceguera. Y en cuanto a la alabanza, lo mismo cabía la expectativa de cantar un salmo, que unas sevillanas, unas malagueñas, las nanas de la cebolla o cualquier otra cosa. Porque lo importante no era conocer a Dios sino el gozo de premiarse unos a otros la ignorancia y mantenerla. Por tanto, cuanta más tontez había, más admiración se tenían, más respeto, ya que se idolatraban los versículos bíblicos donde algunos querían entender que se refuerza a los vagos y conformistas, y los que se esforzaban en trabajar para progresar, lo hacían por orgullo y vanidad.
¡Cuánta locura! Allí se jugaba durante un rato a poner el sentido de la conversión del revés. Qué bien lo pasaban. Por cierto, la verdad sea dicha, también se escuchaba con claridad a los que echaban en cara al Señor no otorgarles de inmediato sus merecidas peticiones. ¡Uf!, el enfado entonces era descomunal.
Bien sabemos que cada grupo tiene características particulares. A este conjunto llamado santo, donde los feligreses eran ciegos voluntariamente, se acudía por el mero hecho de sentirse bien y reivindicar sus derechos ante Dios. Los compromisos con la fe no se tocaban. Lo demás daba lo mismo.
Como ya decía, también es cierto que los menos se sentían noqueados ante el asombro de ver tanta felicidad inventada en nombre del Altísimo y tan poco compromiso real por parte de esos seres que Dios crea y ellos solos se juntan. Y ahí estaban, aguantando el tirón. Y allí siguen, calentando bancos, apartados, ignorados e impedidos para aportar.
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[title]Por un año más
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