El poder de Dios que acompaña al Evangelio de Jesucristo hace que la salvación no sea algo que se quede en palabras solamente, sino que es el mismo poder de Dios en acción para salvar.
“Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree.” (Ro.1.16-17)
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En el anterior escrito, terminábamos con una pregunta: ¿Por qué el apóstol Pablo no se avergonzaba del Evangelio? La respuesta a nuestra pregunta es clara y, en principio, el apóstol Pablo responde: “porque el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. O sea, el poder de Dios que acompaña al Evangelio de Jesucristo hace que la salvación no sea algo que se quede en palabras solamente, sino que es el mismo poder de Dios en acción para salvar (1ªCo.2.4-5; 4.19-20). En su momento veremos de qué nos salva y para qué nos salva. Pero quizás debamos explicar las razones que sustentan la declaración del versículo anotado más arriba. Veamos.
El poder de Dios es tema mencionado, no solamente por el apóstol Pablo sino también por los demás apóstoles. El mismo poder de Dios que actuó en la creación y actúa sustentando el universo, es el que opera en relación a la obra salvífica de los seres humanos (Jer.10.12; 32.17; Filp.3.21; Heb.1.3). Como buen rabino judío, Saulo –después Pablo- sabía que la creación fue hecha por el poder de la palabra de Dios, pero ignoraba que el Evangelio de Jesucristo tuviera su origen en Dios. Él no sabía –y si lo sabía, no lo creía- la historia de “las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas”, que diría el doctor, investigador y evangelista Lucas (Luc. 1.1-3). Él ignoraba totalmente que el poder de Dios había actuado en la encarnación del Hijo de Dios (Luc.1.35) y que también se había manifestado en la persona del Señor Jesucristo durante su ministerio terrenal con obras de poder sanador, liberador y restaurador de vidas desechas (Luc.4.14; Hech.2.22;10.38). Pero tampoco sabía que el poder de Dios actuó “resucitándole de los muertos” (Ro.1.4; Ef.1.19-20). Realidades todas estas negadas hoy día por muchos teólogos modernos.
Sin embargo, Pablo seguramente había oído todo eso antes de su conversión. Pero en sus propias palabras, él estaba lleno de “ignorancia e incredulidad” (1T.1.13) base de su propio orgullo religioso. En esa condición, ni siquiera se imaginaba lo que le iba a suceder, en vista de que después comprendió que Dios tenía planes para con su vida desde antes de nacer (Gál. 1.15). Así que llegado el momento, siendo enemigo del Camino y estando en plena actividad persecutoria de los discípulos, Jesucristo le apareció en el camino de Damasco. Entonces Saulo experimentó el poder de la presencia del Señor resucitado y glorificado. Saulo no se cayó “del caballo” porque el Señor “lo tirara”, sino porque la presencia del Señor era tan poderosamente deslumbrante que enceguecido cayó al suelo. La historia se puede leer en Hechos 9.1-17 (Sobre el impacto producido por la aparición de Jesús en Saulo, comparar a la luz de, Malaquías 3.2, Luc.5.8-9 y Mat.17.6).
Para el apóstol Pablo, el ver a Jesús resucitado era una prueba evidente del poder de Dios. En dicha prueba se resumía la veracidad de todas las cosas que había oído acerca de Jesús de Nazaret y otras que conocería después. Por eso cuando defiende su ministerio apostólico ante los creyentes de Corinto, algunos de los cuales lo ponían en duda por influencias de los “falsos apóstoles”, él dice: “¿No soy apóstol? (…) ¿No he visto a Jesús el Señor…?” (1Co.9.1). Porque el haber visto a Jesús resucitado era -entre otras- una condición necesaria para el llamado apostólico (Hch.1.21-22). Pero además, cuando escribió a los que dudaban de la resurrección de Jesucristo, Pablo va mencionando por orden a aquellos que fueron testigos de ese hecho histórico. Luego, termina diciendo:
“Y al último, como un abortivo, me apareció a mí… que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1ªCo.15.3-9)
Por tanto, el apóstol Pablo había tenido suficientes evidencias de primera mano de la veracidad de lo que los discípulos afirmaban acerca de Jesús de Nazaret y todo cuanto había dicho y hecho. Entonces Saulo era un testigo cualificado y respaldado por el mismo Señor Jesucristo.
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Ahora bien, el Señor no solo quería dar a Saulo/Pablo, evidencia de que él era “el Mesías de Israel” -con todo lo que eso significaba- sino que quería que tal evidencia le afectara profundamente. Él quería que aquellas evidencias formaran parte de su propia experiencia a tal punto que resultara en una transformación y cambio de su vida a todos los efectos. Tal experiencia, además, le capacitaría para ser un “instrumento escogido” y comisionado por el Señor para llevar su Evangelio a muchas personas y lugares (Hec.9.15).
Así que lo que le aconteció a Saulo en el camino de Damasco, su conversión completada durante los tres días que estuvo “sin comer ni beber”; la visita del discípulo Ananías para sanarle de su ceguera, bautizarle, -confesando el Nombre que antes había perseguido- y orar por él para que fuese “lleno del Espíritu Santo” (Hch.9.1-19) resultó en una experiencia tan trasformadora que aquel Saulo que odiaba a Jesús, la catalogó después como si se hubiera realizado en él “una nueva creación” (2ªCo.4.4; 5.15; Gál. 6.15). Pero todo eso no podemos dejar de pensar que debió producirse en un contexto previo, de profundo arrepentimiento con abundantes lágrimas por su comportamiento anterior, y una profunda humillación ante Aquel que, no solamente le perdonaba sus pecados de orgullo religioso, de confiar en su propia justicia ante Dios, y de defender “las tradiciones de los/sus padres” tal y cómo lo había venido haciendo hasta ese momento; pero también de actuar sin misericordia hacia los discípulos de Jesús y de desprecio hacia otras gentes que no pertenecían al pueblo de Israel. Y una vez transformado, Saulo fue comisionado por el Señor para que predicara el Evangelio que antes había perseguido. Fue en esa nueva condición que Saulo -ahora Pablo- podía decir:
“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor a Cristo. Ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Flp.3.7-8)
Así que, juntamente con las evidencias que el Señor le aporta, Saulo experimenta una transformación por medio del poder de Dios con miras a la salvación por medio de la fe en el Jesús que antes había perseguido (Ro.1.16). Es por eso que el apóstol, al recordar aquella más que significativa experiencia, la atribuirá a la gracia de Dios expresada, como él dice:
“Pero por eso fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna” (1ªTi.1.13-16).
Tal experiencia transformadora, fue tan espectacular, que al principio, los mismos discípulos no se lo creían y no se fiaban de él, pues “le tenían miedo” (Hch.9.26). Sin embargo, “otros glorificaban a Dios en mí” -dice él- (Gál.1.24); mientras que otros de sus conciudadanos sólo tenían un pensamiento: matarlo y quitarlo de en medio: “¡Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva!” (Hec.9.23,29; 22.22). Ahora Pablo estaba experimentado por parte de sus paisanos el odio que él mismo había tenido hacia los discípulos de Jesús. Así que, además de la razón de la evidencia de la aparición del Jesús resucitado, estaba la razón de su experiencia transformadora, que era muy “tozuda” acerca del “poder de Dios para salvación”.
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Por tanto, ¿cómo iba a avergonzarse el apóstol Pablo del Evangelio, cuando con tantas pruebas había experimentado el poder transformador y salvador del mismo? ¿Y cómo nos toca ese mismo Evangelio y aun el testimonio del mencionado apóstol a nosotros, a fin de que, llegado el momento, podamos responder de la misma manera? Eso lo consideraremos más adelante.
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