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El enfermo y los vericuetos de su sufrimiento

Lo último que debe perder el ser humano enfermo es su dignidad.

DE PAR EN PAR AUTOR 96/Juan_Simarro 09 DE ABRIL DE 2024 09:36 h
Imagen de [link]Piron Guillaume[/link], Unsplash.

La verdad es que, para el enfermo es difícil vivir en plenitud por todo el trajín de la enfermedad. ¡Cuántos vericuetos! Uno de ellos: quizás sea escuchar la sirena de alguna ambulancia que se lo va a llevar en una camilla. Miedo, incertidumbre, angustia. 



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Duros vericuetos: Alguien llora. Se lo llevan al reino de las prisas, de las urgencias, de las batas blancas o trajes verdes. Sus panorámicas y perspectivas son diferentes. Lo han sacado de su lugar de confort y, en su lugar, se encuentra con largos pasillos, puertas por doquier, el reino de los médicos, de las enfermeras, de las tecnologías de la sanidad. No tiene que ver absolutamente con su casa ni por asomos. 



Otras panorámicas: quizás la amplia puerta del quirófano por la que entra, el ámbito de las personas disfrazadas con mascarillas, guantes, batas… Sólo se pueden ver los ojos de los profesionales que te miran desde lo profundo del ser. Cierta angustia interior, intranquilidad, aumento del miedo.



Encuentros con jeringuillas, agujas, pinchazos, instrumentos sin fin. ¡Qué bueno alguna frase amable y compasiva! ¿Acaso llegarás? ¿Podrá llegar alguna frase de ánimo dentro de esa jungla artificial? Quizás de algún profesional, de algún voluntario… de alguien, aunque en esos momentos no gusta la compasión que resalta una indefensión inevitable. Estamos en manos de otros. Hemos perdido nuestra libertad e independencia. Un juguete roto en manos de operarios que nos van a manejar de una forma que siempre esperamos sea positiva.



Si se observa detenidamente, se puede captar el sufrimiento del enfermo que casi siempre se vive con resignación e impotencia. Triste la dependencia la del del enfermo grave. Tiene que permitir que lo manipulen, que me vistan de otra manera, quizás una bata abierta con todo descubierto por detrás, permitir que me sienten o me acuesten sea boca arriba o boca abajo o quién sabe de qué forma y manera.



No tratemos nunca al enfermo como un objeto. Ver la forma de hacerlo sujeto de sus múltiples reconocimientos profesionales. El enfermo se puede sentir una especie de objeto en manos de un profesional desconocido. En la mayoría de los casos ni lo conocemos ni nos conoce. 



Peguntas desde el vericueto: ¿dónde está mi voluntad, mi capacidad de tomar decisiones, mi libertad como ser humano? La tristeza de ser totalmente dependiente, impotente, rociado de ansiedad e inseguridad que nos bañan como un sudor frío.



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Desde ahí y en medio de esos traqueteos o manipulaciones el enfermo se puede sentir como algo anónimo. Me siento rodeado de una nada anónima en donde uno pierde imagen. ¡Triste pérdida de identidad! No se le mira, ni él se siente como sujeto pensante, opinante. Obedece órdenes e indicaciones. Túmbese, levántese, abra la boca, no se mueva, mire hacia aquí, hacia allá o acullá. 



En el vericueto hay soledad, mucha soledad. Solo ante desconocidos. ¿Un tanto deshumanizado? Quizás ya no es solo Juan o Pedro, sino que sobre él puede sobrevolar el nombre de una enfermedad o el de la habitación número tres. 



Es difícil el paso por el vericueto sanitario de las sábanas blancas, por el reino blanquecino que refleja cierta limpieza. Las grandes ciudades hospitalarias son como un enjambre en el que nos sumergen por nuestras problemáticas de salud. Intranquilidad, cierta angustia, miedo a los resultados. El estómago parece querer subirse a la garganta.



En lo alto del vericueto algunos observan y creen que el enfermo ha perdido dignidad. Pues no. No lo veamos así. Eso puede aumentar el sufrimiento del enfermo. Lo último que debe perder el ser humano enfermo es su dignidad. Además, yo 

creo que nunca la pierde pase lo que pase. El enfermo no tiene por qué perderla, pero puede parecer que se me resquebraja, que se me hunde en lo profundo de lo desconocido y en los mares de la impotencia y de cierto aislamiento.



El vericueto está lleno de trastos: Aparatos, quirófanos, técnica, ruidos extraños muy alejados de los del hogar. ¡Qué me ocurrirá, que va a ser de mi persona! ¡Mi trabajo, mi empresa!¡Mi familia! Se siente lejos de ella, casi solo y unido a esa jungla de aparatos desconocidos para él que parecen querer abrazarle con un látigo doloroso.



Todo enfermo tiene que ser valiente en su vericueto. Debe confiar, aunque le cueste trabajo y recelo. El creyente puede decir: ¡Señor, ayúdame, no te olvides de mí!



Quizás no se siente seguro. Quizás siente que lo atan a la técnica con cuerdas irrompibles por el momento y entre profesionales que conocen muy bien esos aparatos, pero que no le conocen a él ni se preocupan por su sentir, por sus muchos miedos e inseguridades. Quizá admiración ante algún especialista al que considera como una parte de la técnica. Un humano imbuido de mucha ciencia, pero del que desconocemos sus otras características humanas.



Los panoramas de hospitales dan un poco de miedo: sábanas blancas, marcadas con algún nombre de empresa sanitaria, paredes limpias y que reflejan esa luz especial del reino que trabaja por la salud. Es el reino de lo blanco. La blancura ciega. Los ojos se quedan fijos en lo que les rodea: El brillo de muchas cosas, la limpieza de algún instrumental que se aproxima a él como una cierta amenaza. Lo van a pinchar. No sabe si le dolerá mucho, si sufrirá lo indecible, si lo soportará. Se acuerda de los suyos. ¡Qué será de ellos en este momento! ¿Y de mí? ¿Acabará aquí todo?



Las grandes ciudades sanitarias. ¿Alguna relación con los camposantos? Quizás por la blancura y la ausencia de nuestro entorno. En ambos sitios queda uno registrado. Mis datos e historia en los ordenadores de los diferentes despachos. ¿Dónde queda mi intimidad? Carne de estadística, diagnósticos, informes, radiografías, todo tipo de análisis. Los empleados por los que se pasa pueden ser legión, pero en el fondo se nota un aislamiento total. Se echa de menos a la familia, al trabajo, a la iglesia, a los amigos.



Importante afirmación: EL QUE CREE NUNCA ESTARÁ SOLO. Necesitamos la compañía del Señor y el ánimo de los hermanos porque, quizás, la enfermedad nos sume ante el misterio de lo aún desconocido y ante el tiempo dilatado que no sabemos cómo cubrir… ¡Qué ocurrirá! La posibilidad de negras reflexiones de forma indefinida y distendida a lo largo de horas y horas, días y días, meses y meses, años y años. 



En medio del vericueto todavía hay esperanza. Respuesta divina: “He aquí he escuchado tu oración y he visto tus lágrimas”.



Otra respuesta divina en el Salmo 4: “Jehová te sostendrá en el lecho del dolor y ablandará tu cama en la enfermedad”.



Por tanto, hay un choque con los valores culturales vigentes. Hay muchos valores pragmáticos, utilitaristas, competitivos y consumistas ante los cuales el Evangelio está en contracultura. La Biblia nos dice que “la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”. Así, tampoco la vida del hombre consiste en las fuerzas o salud que pueda tener. Consiste en que todos somos imagen y semejanza del Creador.



El enfermo se puede comenzar a hundir en un manantial de preguntas. La verdad es que la Biblia tiene respuestas. De ahí la diferencia del enfermo creyente con el que no cree. Fijaos en esta sentencia bíblica tan conocida: “El poder de Dios se puede perfeccionar en nuestra debilidad”.



Sentencia bíblica: “Bástate mi gracia”.



 



 



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