La superstición contradice la fe, es una afrenta a Dios, a su Palabra y a sus promesas.
Hace tiempo me encontré con este dicho: “Si quieres confía en una pata de conejo… pero recuerda que no sirvió de nada al conejo.”
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El dicho que aparece más arriba nos indica la vanidad de creer en las supersticiones. La superstición es la creencia que sin tener fundamento racional alguno atribuye carácter mágico y poder oculto a cosas, fechas o determinados acontecimientos. Por ejemplo, en una cena de Navidad, un abuelo no quiso sentarse a la mesa con la familia, porque contó el número de los comensales ¡y eran trece! Hacía años él había asistido a una comida con jubilados y al día siguiente, falleció uno de ellos (cosa muy normal tratándose de jubilidados). Entonces cayó en la cuenta de que, los que se habían reunido ¡habían sido trece! Así que, sólo pensar que pudiera morir alguno de su familia en aquella cena de Navidad, no consintió sentarse a la mesa. Otra superstición es poner una cabeza de ajos y una bolsita de sal a la entrada de la casa, tras la puerta, para así estar a salvo de cualquier mal de ojo –maldiciones- que les pudieran echar… Así los moradores de esa casa, estarán a salvo de las maldiciones de otros.
Las supersticiones se cuentan por miles dentro de nuestra propia cultura. Antes de nuestra conversión a Jesucristo, seguramente algunos de nosotros creíamos en algún tipo de superstición. Aunque tampoco tendría por qué ser así. Pero con el conocimiento del Señor toda superstición debió salir huyendo de nuestra mente y práctica, pues la superstición contradice la fe, es una afrenta a Dios, a su Palabra y a sus promesas.
Sin embargo, a través del tiempo ha llegado a mis manos cierta literatura “evangélica” la cual proclamaba prácticas que se podrían encontrar dentro de lo que son “supersticiones evangélicas” que no por calificarlas como “evangélicas” tienen algún apoyo en las Escrituras. Recojo aquí algunas de esas cosas que todos habremos leído, oído o visto alguna vez:
Ungir pañuelos, para pasarlos a los enfermos, a fin de que sean sanados; colocar la Biblia abierta donde aparece una promesa de Dios sobre la cabeza de alguien; soplar en el rostro de las personas pretendiendo ser el “soplo del Espíritu Santo”; introducir los dedos en las orejas de sordos para sanarles; esparcir aceite “ungido” sobre una ciudad desde una avioneta, para “bendecirla”; ungir con aceite cada silla del local de cultos donde se sabe que se sientan los miembros para que sean “bendecidos”; “clamar a la sangre de Cristo” cuando se entra en un herbolario, donde hay libros de la Nueva Era y otras lecturas “peligrosas”. Vender frascos pequeños con agua del río Jordán, previa unción del “apóstol” o “gran siervo de Dios”, con la pretensión de que pueda comunicar aquella bendición que el “ungido” prometa. Pero, claro, previo pago de cierta cantidad de dinero al “ungido siervo de Dios”. De esa y de otras maneras más -dicen- puedes recibir sanidad de alguna enfermedad o puedes protegerte contra la influencia de “malos espíritus” o de maldiciones de personas que buscan tu mal. En línea con esto último, en algunos países de Sudamérica, también se da el caso de que personas que han practicado la santería han confesado la fe evangélica, pero sin abandonar esas prácticas (o parte de ellas), creyendo que porque las usan “para bien” –“nunca para mal”- que está justificado el seguir con ellas. Pero con la práctica de todas estas cosas se va creando una especie de “cultura evangélica” que nada tiene que ver con las enseñanzas de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y lo que la gran mayoría de los que practican estas cosas no saben es que de tras de ellas, están operando todo un gran ejército de seres espirituales “de maldad” relacionados con la oscuridad y las tinieblas espirituales, que nada tienen que ver con el Evangelio del Señor Jesucristo (Ef.6.10-12).
Pero luego también podríamos caer en ciertas supersticiones que podrían pasar como buenas, sin serlo: atribuir al aceite alguna virtud, cuando se ora por los enfermos para ungirlos; usar una espada como figura de la Palabra de Dios, para cortar ligaduras que atan a los individuos, por aquello de que “la Palabra de Dios es como espada de dos filos…” (Heb.4.12-13), etc. También se pueden sacralizar días, horas, cadenas de oración, etc., creyendo más en la oración y en “las cadenas de oración” que en el poder del Dios vivo y verdadero a quien se ora.
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Y así podríamos seguir y la lista se alargaría mucho más, creyendo que las respuestas divinas están condicionadas a las cosas o a las formas en las cuales se hacen las cosas. Lástima que en muchos casos, muchos de los que escaparon de estas cosas que estaban relacionadas con prácticas de su cultura y la antigua religión que practicaban, con el tiempo volvieron a caer en ellas, pervirtiendo así la fe de Cristo, en la cual una vez creyeron.
Sin embargo, cuando leemos la Palabra de Dios, no encontramos que estas cosas tengan apoyo en ella. Si somos verdaderos creyentes, tiempo hace que debimos haber sido liberados de “todo temor” (Rom. 8.15) para “servir al Dios vivo y verdadero” (Luc. 1.74 y 1ªTes. 1.9) en obediencia a sus mandamientos, fe en sus promesas y dependencia de su Palabra y de su poder para vivir la vida cristiana. Tanto los mandamientos como las promesas están bien especificados en la Biblia. Cualquier proceder de Jesús o sus discípulos, nunca contradijeron lo anterior; y en algunos casos, entrando en la categoría de la excepcionalidad, dicho proceder nunca fue llevado a cabo ni por Jesús ni por los Apóstoles, con la idea de ser elevado a la categoría de norma para nosotros, sus seguidoresi, dado que no se nos dieron como mandamientos. Como el Apóstol Pablo dijo: “Por tanto, huid de la idolatría” (1ªCo.10.14). Algo sobre lo cual advirtió también el Apóstol Juan: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1ªJ.5.21). “Ídolos” que no son solo aquellos que podemos hacer de oro, de plata o de madera, sino también de las cosas, las fechas, las personas, las costumbres, las tradiciones, etc. ¡Huyamos, pues, de todo eso!
Notas
i Tal es el caso como cuando Jesús hizo barro y untó con el mismo los ojos del ciego de nacimiento (J.9.6-7); o cuando metió sus dedos en el oído del sordo (Mr.7.31-37); o cuando las personas se llevaban los paños y delantales de Pablo y los ponían sobre los enfermos y éstos eran sanados. (Hch.1911.12).
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