Queriendo o sin querer, contempla un mundo mudo para ella, un mundo vacío que le impide relacionarse.
Soledad: Un buen sitio para visitar, pero un mal sitio para quedarse.
Josh Billings
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Existen, a saber de todos, dos clases de soledades, la elegida por voluntad propia y la impuesta u obligada por las circunstancias personales.
La soledad elegida con libertad es hermosa, se disfruta, proporciona la satisfacción de encontrarse con uno mismo. El trabajo en soledad permite la concentración, el descanso necesario y la paz.
La soledad impuesta no es tan beneficiosa, duele, daña a la persona que la padece y la induce al miedo. Para centrarnos en esto último, baste imaginar las siguientes escenas:
Una persona vive sola. Sus circunstancias laborales, además, son especiales. Se levanta a las siete de la mañana, desayuna, lava los platos de la cena junto con la taza y la cuchara del café. Hace la cama, quizá pone en marcha la lavadora, plancha lo que lavó el día anterior. Luego, va al supermercado con la esperanza de cruzarse con algún conocido del barrio, pero no ocurre. Después de poner su compra en la cinta de la caja, saca la tarjeta, paga y vuelve a casa. Prepara el almuerzo y, como es temprano todavía, lee un rato, ve la tele, y termina conectándose a su ordenador. Teletrabaja. Por la tarde, cuando acaba, sale a caminar, pero su horario no coincide con el de otros. Vuelve a casa, se ducha, lee de nuevo, ve la tele o quizá va al cine donde no conoce a nadie y termina el día escuchando música que le llena, eso sí, de notas musicales que le hablan y es posible que se anime y cante sola con la intención de escuchar una voz, aunque sea la propia. Ante la sociedad se siente invisible.
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Esta persona ha pasado el día con la sensación de no ser querida. No ha abierto la boca. No ha pronunciado palabra. Ni siquiera una. ¿Imposible? Más imposible puede parecer que esto se repita durante días. Pero ocurre. Queriendo o sin querer, contempla un mundo mudo para ella, un mundo vacío que le impide relacionarse. No ha tenido oportunidad de dar los buenos días, de decir a nadie cosas tan básicas como hace frío o calor. No ha podido besar ni ser besada, mucho menos abrazada. No ha podido entregar su sonrisa ni recibir la ajena. Durante horas se ha comunicado con el silencio de su entorno, con paredes, objetos, máquinas y alimentos.
Para estas personas, más que para nadie, la iglesia del Señor tiene un papel fundamental. Acoger, besar, abrazar, escuchar, responder, amar. Despojarle de su invisibilidad.
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