Dudar me hace mejor pastor y apologeta, porque me obliga a profundizar más y me ayuda a entender la dificultades de los que no creen.
Desde que dejé la niñez, me he debatido entre la fe y la duda. Entre creer en Dios o creer que no hay nada, entre sentir que mi vida espiritual era significativa o creer que era meramente un diálogo interno.
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Un factor que no ayudaba a mi fe era el hecho que la eternidad me angustiaba. Se me hacía insufrible la duración del sinfín. Si no quería ser eterno, ¿me descalificaba eso como cristiano? Seguramente sí, así que encima de angustiarme la eternidad ahora iba a pasarla en el infierno. La iglesia era clara, la salvación no dependía de mí, ni de mi seguridad o nivel de convencimiento, sino de Cristo, pero, ¿y si todo lo que creía era indoctrinación familiar? Todo hijo de creyentes se enfrenta a esta misma pregunta.
[destacate]Si no quería ser eterno, ¿me descalificaba eso como cristiano? Seguramente sí.[/destacate]Pero claro, ¿no seguía creyendo en los valores inculcados por mis padres del amor a la familia y de hacer el bien al prójimo? Definitivamente sí, entonces, si casi todo lo enseñado era verdad ¿por qué dudaba tanto sobre la parte de la fe? La realización de que si todas las enseñanzas principales de mis padres las consideraba verdaderas, probablemente la más fundamental también lo era. Este razonamiento alivió mis dudas y me mantuvo mayoritariamente creyente en vez de incrédulo en mi juventud.
Aunque muy en el fondo, siempre tuve la sospecha de que me lo estaba inventando todo, que creía porque necesitaba que existiera algo más. Pero tener estas dudas me angustiaba todavía más que la eternidad. Y buscando mi propia felicidad, me decanté por seguir a Dios porque era lo único que me hacía verdaderamente feliz. Así que me volqué en Él. Dediqué mis estudios a afianzarme en la fe y a convencer a otros de que vivir sin Dios no tenía sentido.
Pero las muchas letras te vuelven loco, y mis estudios apologéticos rebatiendo ateos me sumieron en una crisis profunda de fe. Hablé honestamente con el pastor principal de la Iglesia en la que servía como pastor de jóvenes y familias y me aconsejó tener paciencia y luchar con la crisis antes de abandonar el pastorado. Creo que si no fuera por sus consejos no hubiera seguido en la fe.
[destacate]La intensa angustia de concluir que todo era una invención de mi mente me hizo volver a querer creer.[/destacate]A demás, la intensa angustia de concluir que todo era una invención de mi mente, me hizo volver a querer creer. Era demasiado hedonista para sobrellevar la infelicidad de una vida carente de sentido final. Así que dejé de leer la Biblia y comencé a leer una paráfrasis del Nuevo testamento. Alejarme de versiones más literales frenó en mi mente la crítica literaria formal que me creaba tanto desasosiego y me llevó a considerar como nuevas las palabras de Jesús: ama a tu enemigo. Esta frase fue el revulsivo definitivo que me devolvió la fe. La reflexión que me devolvió la alegría fue esta: inventarse el mandato de “amar a tu enemigo” en un época en que tus enemigos te trituraban sin miramiento solo podía tener un origen divino, no tenía sentido humano. Y, poco a poco, pasé de dudar de la existencia de Dios, a sentir que su existencia era lo único seguro en mi vida, la única realidad incuestionable. El gozo de reencontrarme con Dios y apartar la duda me empujó con fuerza a servir a Dios en los siguientes 16 años como pastor.
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La dicha no dura siempre. La muerte de mi padre y una cirugía me hicieron reconsiderar de nuevo mi destino final. Mi fe, sin embargo, salió reforzada ante el sufrimiento. Parecía que esta vez, los razonamientos apologéticos, el apoyo de mi familia y la presencia divina habían sido un antídoto perfecto para el veneno de la incredulidad.
Y cuando más tranquilo estaba, cuando creía que Dios me había concedido una fe a prueba de balas… de repente, como un virus, la sospecha volvió a mi mente, las cicatrices de la duda se abrieron. La crisis de la mediana edad, en vez de llevarme a comprarme una moto, me devolvió a la centrifugadora mental juvenil de la continua duda. La desesperación en un “hombre de fe” retornaba para atormentar mi alma (si es que tenía una…). Las cavilaciones sobre la existencia real de Dios, me volvían a torturar…
Decidido a hallar la verdad, a no caer en el autoengaño, hice un ejercicio de verdadera introspección analizando qué es lo que realmente creía a la luz de las evidencias que tenía. Y me di cuenta de una cosa: la incredulidad no estaba el fondo de mis pensamientos, sino todo lo contrario. En el fondo, estaba convencido de que Jesucristo existió. Cuando me concentraba en su persona, me era imposible pensar que de su boca pudiera salir una mentira. La imposibilidad de visualizar a Jesús mintiendo o loco (como decía Lewis) era definitivamente la creencia más básica y profunda que residía en mí.
[destacate]Decidido a hallar la verdad me di cuenta de una cosa: la incredulidad no estaba en el fondo de mis pensamientos, sino todo lo contrario. En el fondo, estaba convencido de que Jesucristo existió.[/destacate]Por el contrario, desenmascaré a la duda como una forma desesperada de mi viejo yo de intentar apartarme finalmente de Jesús. Los últimos coletazos de mi ser pecador que intentaba disfrazar la duda como la creencia más fundamental cuando honestamente siempre había creído desde pequeño en Dios. Si rascaba en la duda, en el fondo estaba la fe en Dios y no al revés. Saber que en el fondo creía fue un gran alivio, un momento de autorrealización “catárquico”, una llenura mayor del Espíritu.
He tenido tres crisis en 30 años. Si la estadística de una crisis a la década se cumple, y conociendo la testarudez de mi propia maldad, habrá más, aunque oro que con menor intensidad. Dudar me hace mejor pastor y apologeta, porque me obliga a profundizar más y me ayuda a entender la dificultades de los que no creen. Un regalo envenenado de mi mente, un don común entre los humanos. Una forma paciente que tiene el Señor para acercarme a Él.
Josué García es doctor en teología por la Queen's University de Belfast y sirve como pastor de la Iglesia Protestante de Salou y como profesor de apologética en la Facultad Internacional de Teología IBSTE.
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