No se puede clamar a Dios, buscar su rostro y ofrecerle rituales mientras que estamos practicando la injusticia y faltando a la práctica de la misericordia.
El silencio de Dios es como un trueno, como un tormenta eléctrica que nos aplana. Lo notamos y nos molesta. No solo afecta a nuestros oídos, sino a todo nuestro ser. ¿Cuántos decibelios tiene el silencio de Dios? Percibimos claramente a la luz de la Biblia que ese silencio significa que Dios no nos contesta por nuestra falta de misericordia y por nuestra pasividad en la búsqueda de justicia para con el prójimo. Es lo esencial de la doctrina profética con la que entronca Jesús mismo. Si. Hay muchas razones para que el silencio de Dios nos atruene, nos ensordezca.
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El silencio de Dios ante nuestras oraciones parece un grito, su silencio ante nuestros rituales vanos por falta de compromiso con el prójimo sufriente nos chirría, el silencio de Dios ante nuestros rituales ordinarios es a los oídos de como metal que resuena o címbalo que retiñe. Entonces se da un silencio que podemos percibir como penoso. El silencio de Dios pesa, parece que nos aplasta, elimina nuestros posibles éxitos evangelizadores. Muchas veces nos resulta inaguantable.
El silencio de Dios ante la falta de amor al prójimo, ante la búsqueda de justicia y práctica de la misericordia que son mandamientos esenciales y primarios, se deja caer sobre nosotros como una pesada carga, un peso que impide que las oraciones puedan volar y saltar el techo de las iglesias. Tenemos que estudiar bien las causas de ese silencio para llegar a eliminarlo, a compensarlo.
En Isaías 58, ante el silencio de Dios acababan haciendo algo curioso, algo que algunos seguidores del Altísimo lo convierten en algo malévolo. Éstos echaban la culpa a Dios de ese silencio. “Humillamos nuestras almas, y no te diste por entendido”, decían en su confusión, pero notaban el silencio atronador del Altísimo que les agobiaba y aplanaba. Y es que andaban en injusticia e, incluso, explotaban a sus trabajadores. ¡Y le echaban la culpa a Dios por no darse por entendido!
La clave está en que no se puede clamar a Dios, buscar su rostro y ofrecerle rituales mientras que estamos practicando la injusticia y faltando a la práctica de la misericordia. Eso sería una esquizofrenia inaguantable en el cristianismo, en el Evangelio. Si estamos practicando la injusticia o la opresión y, a su vez, estamos orando y alabando al Altísimo, él guarda un denso silencio ante nuestras oraciones, alabanzas y ofrendas. No hay respuesta. Sólo se puede captar el grito del silencio de Dios. Y esto acaba agobiándonos y haciéndonos pensar que el Señor no se da por entendido y que pasa de nuestro clamor.
El Señor, sin embargo, es fiel. Recurre al profeta Isaías y le muestra esa disfunción para que la muestre a esos hombres que practicaban el ritual de espaldas a la misericordia y a la justicia. Le dice: Mira Isaías qué esquizofrenia la de estos hombres. Quieren llegar a conocer mis caminos “como gente que hubiese hecho justicia”. Ahí estaba la causa de su silencio. Dios no podía responder a religiosos que practicaban todo tipo de ritual pero que eran injustos y no practicaban la misericordia. Era la causa del silencio estentóreo de Dios ante el hombre. Practicaban cada día el ritual, pero sólo encontraban un silencio clamoroso, pesado, agobiante, aplastante que no les dejaba en paz.
Venían a Dios con sus rituales como gente que hubiese hecho justicia. Era una hipocresía, y Dios rechaza estos rituales de gentes injustas respondiendo con su silencio arrasador. Y es que el verdadero culto tiene unas premisas anteriores para que se dé la respuesta del Eterno: comprometerse con un mundo más justo, con la ayuda al necesitado, al injustamente tratado, al apaleado y tirado a los lados del camino, protestar contra la opresión de los trabajadores y poner la práctica de la misericordia en un lugar primario.
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Son condicionantes para que podamos escuchar la respuesta de Dios. Si no es así, se dará ese silencio estruendoso de nuestro Creador a los rituales insolidarios que podamos practicar. Así, las recomendaciones para que Dios responda a nuestro culto son éstas: “Aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda”.
Por eso el ritual que no va precedido de estas características no es válido y da como resultado el silencio de Dios, un silencio que, sin duda, captamos, oímos de alguna manera, apreciamos en su sonoridad aplastante y acaba agobiándonos. Ahí es cuando debemos comenzar a buscar las causas de ese silencio, arrepentirnos y saber que el amor al prójimo es semejante al amor de Dios. Ahí está la clave. Lejos de ello, solo obtendremos silencio tras silencio.
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