‘Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión; pero el Señor pesa los espíritus.’ (Proverbios 16:2).
La representación clásica de la justicia es la de una dama que tiene los ojos vendados, lo que pone de relieve la importancia de la imparcialidad en el ejercicio de su función, sin considerar a quién se está juzgando, porque es evidente que no hacer acepción de personas es una de la características esenciales de la justicia, que debe ser igual para todos.
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Sin embargo, el símbolo del velo tapando la vista no es todo lo oportuno que podría ser, porque induce a ser entendido en una forma menos adecuada, en el sentido de que la justicia no alcanza a ver lo que debería ver. Y es que la perspicacia y penetración son cualidades vitales para llegar al fondo de cualquier asunto, en el que se precisa conocer la verdad, que es el factor decisivo para establecer lo que es justo. Ahora bien, el ojo es el órgano que tiene la capacidad de ver y, por tanto, el mejor símbolo para ilustrar la capacidad de conocer. Si se tapa el ojo, no se ve nada. Si la justicia no ve, no puede llegar a descubrir la verdad.
En contraste, cuando en la Biblia aparece en su gloria el Justo por excelencia, su aspecto, en lo que se refiere a sus ojos, es que son como llama de fuego, lo que está en las antípodas de tenerlos vendados. Hasta en cuatro ocasiones se describe a Jesús de esa manera, tres veces en el Nuevo Testamento y una en el Antiguo. Ojos como llama de fuego indica, por un lado, la omnisciencia para conocerlo todo, sin que nada le sea oculto, y, por otro, la imposibilidad de que nada que no sea verdadero pueda resistir esa mirada.
Esa característica es la que se muestra en el caso de la iglesia de Tiatira, donde el Hijo de Dios es ‘el que tiene ojos como llama de fuego’ (Apocalipsis 2:18). Resulta esclarecedor por qué es respecto a esa iglesia como Jesús se manifiesta de esa forma. En esa iglesia se estaba contemporizando con el pecado, que en forma de fornicación y de idolatría se había abierto paso en su medio. La gravedad del asunto radicaba en que tal pecado se había establecido, hasta el punto de que se estaba dando por bueno. La tolerancia había llegado al extremo de consentir lo que a todas luces era intolerable, llegándose incluso a elaborar una enseñanza que justificaba lo que estaba pasando. Es decir, la ceguera era tal que no se percibía lo que era patente a cualquiera que tuviera ojos.
Y es que cuando los malos precedentes no son extirpados inmediatamente, comienzan a asentarse y a echar raíces, lenta, pero inexorablemente, hasta llegar a convertirse en algo cotidiano y normal, que acaba siendo aceptado. Como enfrentar lo malo requiere valor y también supone soportar la oposición y el rechazo, se opta por la cómoda solución de hacer la vista gorda, esto es, de no mirar el problema. Y así se llega a la normalización de la anormalidad. A la bonificación de la maldad. A la justificación de la injusticia. A la admisión del pecado. Y todo ello bien argumentado y explicado, para que parezca ser lo que no es.
Este mecanismo es el que funciona en el mundo, pero, como se desprende por el caso de la iglesia de Tiatira, es también el que puede acontecer, y acontece, en la iglesia. Pero que acontezca en el mundo es lo normal, porque el mundo aborrece la verdad; lo grave es que acontezca en la iglesia, que es columna y baluarte de la verdad. Y entonces es cuando la iglesia entra en una contradicción insostenible, porque está traicionando su naturaleza y su llamamiento. ¿Cómo va a denunciar lo que pasa en el mundo, si en su seno está ocurriendo algo parecido? De ahí que ‘el que tiene ojos como llama de fuego’ venga a recriminar y sentenciar el pecado, siendo el arrepentimiento la única manera de escapar de la condenación.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Todos los caminos del hombre son limpios en su propia opinión; pero el Señor pesa los espíritus.’ (Proverbios 16:2). La primera parte del pasaje muestra que el ojo humano está irremediablemente enfermo para ser objetivo en cuanto a juzgar los caminos propios, pues todos los aprobará, no importa el carácter moral que tengan. Por más sucios y repugnantes que sean, los considerará pulcros y limpios. Sin embargo, tal evaluación no tiene ningún valor, dado que hasta el sentido común dice que nadie puede ser juez imparcial de sí mismo, por lo cual se necesita un juez externo que sopese la auténtica naturaleza de los hechos.
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La segunda parte del texto muestra que ese juez externo no es cualquiera, porque incluso los jueces humanos pueden errar, ya que ‘errare humanum est’. Pero aquí estamos ante el Juez supremo, que no solamente ve los actos, sino que escudriña lo que hay en el interior, en el espíritu, y, por tanto, conoce las intenciones y los pensamientos del corazón. Nada se le escapa ni se le esconde. Por tanto, su juicio es confome a verdad.
¿Quieres engañarte? Júzgate a ti mismo. ¿Quieres saber la verdad? Exponte al juicio de Dios.
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