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De la plenitud y la gracia de Dios en Cristo

Olvidamos con mucha frecuencia que, aparte de resaltar los atributos acerca del Verbo de Dios, también conviene señalar que Él es el creador y el sustentador de todas las cosas.

PALABRA Y VIDA AUTOR 942/Angel_Bea 20 DE OCTUBRE DE 2022 16:00 h
Imagen de [link]Cdoncel[/link], Unsplash.

Cuando leemos el primer capítulo del Evangelio de Juan, somos impresionados por todo cuanto se dice de Jesús. Sí, de Jesús de Nazaret. Dicho capítulo podría señalarse como uno de los principales de las Sagradas Escrituras. Allí se hacen varias y sorprendentes declaraciones con respecto a la persona de Jesús: quién es él, su pre-existencia y eternidad, qué hizo antes de encarnarse, y cuál fue el propósito esencial de su encarnación. 



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Si tenemos en cuenta todas esas declaraciones acerca del Verbo de Dios, estaremos en condiciones de poder interpretar correctamente las palabras dichas por el autor del cuarto Evangelio, el Apóstol Juan,  cuando escribió: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (J.1.16). ¡Cuán cortitos nos quedamos al definir esa plenitud acerca de su gracia!



Decimos esto porque nos da la impresión de que una gran parte de cristianos, quizás hemos limitado la gracia de referencia a aquello que nosotros consideramos “cosas y temas espirituales”. Es decir, la luz y la vida (vv.4-5,9); la fe y nuestra identidad como hijos de Dios (v.12-13); “la verdad” (V.14) y el conocimiento de Dios el Padre que nos viene a través de él (V.18). Sin embargo, si esa es nuestra visión nos quedamos muy cortos. La razón sería porque aunque lleguemos a conocer y experimentar esas cosas mencionadas, aún esas mismas cosas no las entenderíamos acorde con la intención y el propósito de Dios. Esa sería la razón por la cual también, de forma inconsciente, hacemos una exégesis limitada de aquella declaración sobre la plenitud y la gracia, ya que estamos tan acostumbrados a pensar en términos “espirituales” olvidándonos -o desconociendo- que en las Escrituras no se hace esa diferencia. No en este caso, precisamente. Olvidamos con mucha frecuencia que, aparte de resaltar las cosas que hemos dicho acerca del Verbo de Dios, también conviene señalar que Él es el creador y el sustentador de todas las cosas tal y cómo declaró Juan en el mismo capítulo: 



“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (J.1.1-2. Ver también, Col. 1.15-19) 



Por tanto, el Verbo que se hizo carne “y habitó entre nosotros” no vino a un planeta que le era ajeno. Él era, y es el dueño. (¡Ojo, el diablo no es el dueño de este mundo!). Él ama a su creación, está muy interesado en ella, la cuida y “la sustenta con la palabra de su poder” (Hebreos 1.1-4). Más todavía, la creación también será restaurada un día, como resultado de la obra redentora y reconciliadora de Jesucristo en la cruz (Ro.8.20-22; Col.1.19-20; Apc.21.1-5). 



Entonces, la Palabra encarnada no hizo una incursión aquí en la tierra, realizó su obra, se fue y se llevará un día a los redimidos abandonando lo que él creó y dejándolo como si se tratara de algo ajeno a él mismo. ¡Nada de eso! Pero esa parece que es la impresión y cosmovisión que tenemos cuando hablamos de “las cosas espirituales”. De ahí que oigamos de vez en cuando frases como que “él vino a salvar a las almas” o: “salvar nuestra alma”, con referencia a "algo" inmaterial, sin relación con la materia que nos conforma a nosotros también. De ahí también que a veces oigamos a algunos creyentes hablar con cierta fobia de lo natural, confundiéndolo muy a menudo con lo “mundano”. Esa visión es muy dañina para la fe de los creyentes. Pero también hemos de señalar la cantidad de veces que hemos oído a algunos creyentes recitar 1J.2.15-17, donde dice el mismo Apóstol Juan: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo...”; y sin hacer una exégesis correcta, han interpretado “el mundo” y “las cosas que están en el mundo”  como malos, como “mundanos”, sin hacer diferencia entre lo que está señalando el apóstol Juan en ese mismo pasaje y aquello que no necesariamente por ser “del mundo”, es malo en sí mismo. Así hemos caído en una especie de docetismo que no es sino una herejía más que apareció ya al final de  la segunda mitad del siglo primero d.C.



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Porque no hemos de olvidar, que tanto el evangelio de S. Juan como su 1ª Epístola –principalmente- tienen como fondo ciertas herejías de los llamados gnósticos que creían que el mundo material era malo, y que el mundo del espíritu era bueno. De ahí que, una de las herejías conocidas como   el docetismo,  negaran que el Cristo viniera en carne. Así rechazaban la encarnación del Hijo de Dios (1ªJ.4.1-4).  Por eso se entienden mejor las declaraciones del Apóstol Juan cuando escribió: “En el principio era el Verbo... y el Verbo era Dios” (J.1.1); para añadir después: “Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros” (J.1.14). Así Juan señaló no solo la divinidad del Verbo encarnado, sino también su humanidad perfecta, invalidando el falso testimonio de herejes como los docetas y los cerintianos. Los primeros por negar  su encarnación real y humanidad perfecta; los segundos por negar tanto su divinidad como su humanidad perfecta ya que estos últimos creían que Jesús era un mero hombre; justo, pero no más que un hombre.



Por eso, cuando el Apóstol Juan declara: “Y aquel Verbo -que era Dios- fue hecho carne…” (J.1.14) el apóstol estaba dando un hachazo a esa herejía gnóstica. Juan está reivindicando que la creación de Dios no es mala en sí. Sin embargo, es posible que mucho de la influencia de esa filosofía griega, introducida en la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo, todavía esté presente en gran parte del pueblo de Dios, en su forma de pensar. Especialmente, en aquellos que tienden hacia una consideración pietista de la vida cristiana y gustan de espiritualizarlo todo, olvidándose de una gran parte de la vida que el Creador ordenó para el ser humano. 



Por tanto, cuando el autor declara: “y de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”, él no está limitando dicha “gracia” a lo que nosotros llamamos “cosas espirituales”. Sin lugar a dudas, todo lo que nosotros consideramos “natural” también está incluido en esa “gracia” que, por serlo, nos bendice cada día, cada hora y minuto a minuto. Sin embargo, estamos tan acostumbrados a ello que ni somos conscientes ni le damos el debido valor que tiene el ser tan abundantemente bendecidos:  el don de la vista de la cual disfrutamos; la sangre que corre por nuestras venas; el aire que respiramos, el sol que nos calienta, la lluvia que riega la tierra; el agua que bebemos; nuestra inteligencia, nuestras capacidades creativas; el arte en sus distintas variantes; la ciencia y cada una de las cosas que Dios ha creado y que son una gran bendición para nuestras vidas. Algunas de estas cosas han sido desechadas, o no son debidamente apreciadas por gran parte del llamado pueblo de Dios siendo tenidas como “mundanas” o “naturales” sin relación con lo que llamamos gracia de Dios. Han sido  dejadas en manos de los no creyentes, perdiendo así la posibilidad y el privilegio de glorificar a Dios a través de ellas. Porque  todo ello y mucho más tiene su origen, lo recibimos y se sostiene en base al Verbo de Dios: 



“Porque por medio de él (el Verbo divino) fueron creadas todas la cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él… Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. (Col.1.15-20)



Así que, el Apóstol Juan sabía bien lo que decía cuando declaró: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (J.1.16). 



Pero antes de llegar a esas conclusiones, el Apóstol Juan tuvo que experimentar por sí mismo y en sí mismo la realidad de estas cosas que afirmó en su Evangelio. ¿De qué manera? A través del mismo ministerio del Señor Jesús quien, por medio de su poder mostró una y otra vez, el dominio sobre toda la creación: el cambio del agua en vino (J.2.1-12); la sanidad de los enfermos (J.4.46-54; 5.1-9); la multiplicación de los panes y los peces (J.6.1-15); la sanidad del ciego de nacimiento de Jerusalén (J.9.1-12); la resurrección de Lázaro (J.11.17-44); y luego, su propia resurrección (J.21.1-14)  sello, broche, y confirmación a toda su obra previa, en relación, tanto con lo que se veía como con lo que no se veía.



Por tanto el Apóstol Juan no escribió sobre la base de la especulación, el ensueño o la fantasía, sino sobre la base de su experiencia: 



“Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero”. (J.21.24) 



Y luego añadió en su primera Epístola aquello que jamás podría olvidar: 



“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (...) eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión es verdaderamente con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. (1ªJ.1.1.3).



Por tanto, nos conviene tener una cosmovisión más acorde con lo que nos enseñan las Sagradas Escrituras. Porque sin duda será mucho más saludable para nosotros, en todos los sentidos. Si realmente estamos tomando “de su plenitud y gracia sobre gracia” hemos de saber que todo cuando acontece en nuestras vidas y que ya hemos señalado, tiene su origen en él, el Verbo;  nos es aportado desde su gracia y por su gracia. Y no cabe hacer esa diferencia entre lo que es “espiritual” y lo que es “natural”. Todo contribuye a nuestra realización, nuestro desarrollo, nuestro crecimiento, nuestra madurez,  nuestro gozo y alegría y, finalmente redundará para la gloria de Dios. Aunque a veces lo que no hemos aprendido por la vía más fácil y en tiempo de bienestar,  lo aprendemos cuando, por causa de una enfermedad, una gran crisis matrimonial, la pérdida de un ser querido, la falta de lo básico para vivir, etc., es que nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de recurrir a la gracia en cada momento, para resistir, subsistir y perseverar, sin que nos falte la fe que  nos identifica como seguidores de Jesús, de cuya “plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”.


 

 


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