¿Dios solo cuida de los que creen?

Guárdame como a la niña de tus ojos;

escóndeme a la sombra de tus alas.

Salmo 17:8

Ayer llovió muchísimo, pero hoy no. La mañana resulta agradable. El sol asoma por el horizonte. Los pajarillos comienzan a desperezarse en sus nidos y el murmullo de la ciudad, poco a poco, se hace patente. Una madre camina con su hijo hacia el colegio. Tiene prisa y le molesta tener que esquivar los charcos que aún permanecen en la acera. No puede permitirse perder el tiempo. Aún así se da cuenta de que, un poco más adelante,  un chico mayor empuja contra uno de los baches de agua a otro más pequeño que llora. Sin soltar a su niño, interpela al culpable para que deje de molestar. Olvida su celeridad y no se mueve de su lado hasta que el agresor se marcha dejándole en paz. A continuación, le pide al pequeño que camine junto a ellos hasta llegar al colegio.

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La madre cuida de su hijo. Sabe que a él no le pasará nada si va a su lado. Pero esto no impide que otro niño, con padre y madre diferentes, sea atendido en su necesidad.

El ser humano se compadece al proteger criaturas que no son de su familia. Hechos como somos, a imagen del Creador, guardamos rasgos divinos que hemos heredado. Entre ellos está la compasión. Por eso afirmo, ¡cómo no va a compadecerse el Señor de los que no creen, si han sido creados por él? ¿No se apiada de toda criatura? ¿No es amor infinito? Si Dios fuese interesado dejaría de ser ilimitado. Se duele con todo lo malo que puede ocurrirle al ser humano y se alegra con todo lo bueno que le sucede. No hace distinción entre personas.

Como en la parábola del rebaño de las cien ovejas, el Buen Pastor deja a las noventa y nueve, se olvida de sus prisas, su cansancio y sale a buscar a la falta con el único afán de ayudarla, estar a su lado y acompañarla en su camino. 

Habrá quien se moleste con el convencimiento que expreso, pero a mí no me causa pesar alguno, ninguno, ver el compasivo amor de Dios derramarse por la Tierra entera. Empapa de su  cariño a todo ser viviente causándole hermosura, aceptando sus miedos cuando se producen.

El mensaje de salvación puede equivocarnos si nos hace pensar que El Señor nos pertenece entero a los creyentes. Nos juzgamos con demasiada benevolencia, tanta que no dejamos nada para los demás. 

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No rechacemos a los que no creen exactamente como nosotros. Si la gracia del Señor se derramó sobre nuestro ser con tanta generosidad, ¿cómo no va a ser posible que se derrame en los demás? ¿Dónde escondemos la nuestra? ¿Tan poco nos atrevemos a apostar por las otras ramas del árbol del que brotamos, sin tener en cuenta la sabia común repartida por el tronco-Dios, que reúne y embellece todo lo creado?

Dejemos de pensar que el Señor es nuestro y solo nuestro, que solo se dedica a habitar en nuestro diminuto ser. Torpe lucidez la de quienes así lo creen. Triste convicción que provoca rencillas y alejamientos. Tan triste y pobre como no conocer una pizca siquiera la grandeza del Creador.