Debemos aprender a vivir esa interculturalidad que nos enriquece a todos, también dentro de nuestras iglesias.
La sociedad ha cambiado, también las características de nuestras ciudades y pueblos. Nuevos elementos se han introducido que nos han dado cierta inseguridad en muchos aspectos. Recordemos las ciudades y pueblos de antaño. Había mucha tranquilidad porque todos éramos muy similares, quizás nos considerábamos iguales. Teníamos, en general, el mismo color de piel, la misma lengua, las mismas costumbres, los mismos patrones culturales. Parecía que eso nos daba seguridad, tranquilidad y no existía lo que hoy podemos llamar el miedo o el desprecio al diferente.
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En esas ciudades, en esos pueblos de antaño y regiones de nuestro país, se valoraba aquello que era homogéneo, lo que nos hacía miembros del mismo barrio, de la misma vecindad. Ni siquiera nos planteábamos si teníamos culturas clausas, cerradas, que se alimentaban a sí mismas con unos valores prácticamente incambiables. ¡Qué tranquilidad, qué semejanza entre mi vecino y yo mismo! No vivíamos el fenómeno de la diversidad, casi no existía el diferente, ni siquiera nos lo planteábamos y, además, podíamos llegar a pensar que nuestra cultura era mejor que otras de diferentes continentes o lejanos espacios en mundos que desconocíamos. Lo similar, lo homogéneo, lo que nos era familiar, lo conocido, nos dejaba tranquilos y muchos miedos que tenemos hoy en nuestras ciudades o pueblos no existían.
En nuestros tiempos algo ha cambiado. Hemos visto oleadas de personas diferentes que se aproximan a nuestras fronteras, que aterrizan en nuestros aeropuertos, que entran por nuestros mares y que se introducen en todas las entretelas sociales en las que vivíamos tan tranquilos. Parecía que algo se movía bajo nuestros pies. Multitud de inseguridades nos rodeaban. Nos estábamos enfrentando a la diversidad, al diferente, al que traía un bagaje cultural distinto, un color de la piel diferente, una lengua desconocida para la mayoría de nosotros, costumbres y formas de comportamiento y de alimentación diferentes. Choques culturales, incertidumbres. ¿Qué hacer? ¿Abrirse a estas nuevas culturas o encerrarnos en la nuestra con cierta prepotencia y orgullo, despreciando al otro?
No era fácil vivir la interculturalidad. Eso nos podía predisponer en contra de los fenómenos migratorios que se dan en el mundo, en contra de las oleadas de inmigrantes que se adentran dentro de nuestras fronteras. Lo homogéneo podría saltar hecho pedazos, la semejanza y la supuesta igualdad entre vecinos que habían convivido años y años sin enfrentarse a la diversidad se rompía de forma que causaba cierta desazón.
Luego vendrían los miedos ante esos rostros desconocidos, esos diferentes que, en un porcentaje alto, traían el fantasma del hambre o de la violencia pegados a sus talones. Muchos, porque eran pobres que buscaban trabajo y nuevas posibilidades de vida, quizás podrían quitarnos las pocas posibilidades de empleo que teníamos en nuestro país. Inseguridades, miedos. La diversidad, lo diferente, lo otro que, además, es desconocido, pueden causar muchos miedos que, desgraciadamente, se pueden mezclar con desprecios y humillaciones al que irrumpe dentro de nuestras fronteras. Aquella tranquilidad de antaño se podía perder. Si antes paseábamos tranquilos por la noche entre iguales, entre vecinos conocidos y con las mismas costumbres, ahora podría haber nuevos temores en la noche al cruzarse con los nuevos vecinos venidos de allende los mares.
Para más dificultad y potenciación de los miedos, desprecios y rechazos, los medios de comunicación potenciaban las noticias de la delincuencia causada por los nuevos ciudadanos a los que les costaba trabajo integrarse, sin dar la misma publicidad ni el mismo énfasis a los delitos cometidos por españoles. Hubo una función negativa de los medios de comunicación que no eran imparciales.
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Podría haber también un cierto malestar entre los pobres que necesitan acudir en busca de alimentos o recursos sociales en los centros especializados de trabajo social, sean privados o públicos. Ante esas avalanchas, muchos empobrecidos autóctonos de nuestras ciudades pensaban que les van a quitar gran parte de esos recursos. Creían que había que repartir la tanta social. Así podían surgir también problemáticas que aumentaban el rechazo social y el desprecio que alimentan esos miedos. Miedos que, en la mayoría de los casos, eran infundados, pero que se filtraban cual levadura que leudaba toda la masa social para potenciar ideas negativas frente a los nuevos ciudadanos.
¿Se podría hundir nuestro estado de bienestar? ¿Podrían causar estas oleadas de gentes problemas para encontrar trabajos en las empresas? ¿Vendían su mano de obra más barata que los obreros españoles o, simplemente, en la mayoría de los casos, hacían los trabajos que los españoles no querían hacer?
El caso es que todo esto potenciaba el miedo y el desprecio al diferente. ¿Hemos superado hoy esos miedos? ¿Acaso no son personas como nosotros que, en muchas ocasiones, cubren necesidades que España tenía en el mundo del empleo? ¿No han sido también los españoles migrantes por el mundo?
¿Cómo valoramos hoy la integración en el mundo del trabajo, en la sociedad, en la cultura de esos migrantes que conviven, como nosotros, como nuevos ciudadanos o nuevos vecinos? ¿Seguimos teniendo prepotencia cultural o nos henos dado cuenta de que nuestra cultura se enriquece cuando se abre a nuevos valores culturales, a nuevas formas de entender la realidad, a la ventaja de vivir la interculturalidad?
Las migraciones internacionales no solo afectan a nuestro país. El mundo entero está en movimiento. Hay más españoles fuera de España que inmigrantes dentro de nuestras fronteras. Querámoslo o no, tenemos que aprender a vivir la interculturalidad, a ir perdiendo el miedo al diferente y, sobre todo, eliminar el desprecio al otro, al que tiene algunas diferencias, quizás secundarias, con respecto a nosotros. No nos atrincheremos en la prepotencia, en el hecho de creer que nuestra cultura es superior. Las culturas que se cierran a las otras se empobrecen y se pierden esa riqueza de la diversidad.
Debemos aprender a vivir esa interculturalidad que nos enriquece a todos, también dentro de nuestras iglesias, que son como un reducto importantísimo para potenciar el respeto al otro, al diferente, para eliminar miedos, para gozarse con la alegría del encuentro, puesto que en la casa de Dios nadie, nadie es extranjero.
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