Hace poco menos de tres años, el 27 de octubre de 2019, el entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, compareció ante los medios de comunicación para anunciar el asesinato del líder del autoproclamado Estado Islámico, Abu Bakr al-Baghdadi. Fue una declaración grandilocuente en la que Trump parecía sobre todo interesado en comparar y destacar su logro comparándolo con el asesinato de Osama Bin Laden bajo la presidencia de su predecesor, Barack Obama. 

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Sin embargo, en un momento de su comunicación, el presidente dijo lo siguiente, en referencia al terrorista eliminado. “Murió como un perro, murió como un cobarde. Murió después de meterse en un túnel, sollozando y lloriqueando hasta el final. Está muerto”.

Días después de aquellas palabras, la organización terrorista daba muestras de seguir viva reivindicaba en sus canales de comunicación un atentado en un cuartel militar de Mali que había causado entre 50 y 70 muertos. No era un ataque casual. Después de sus pérdidas en Oriente Medio, el yihadismo ha trasladado buena parte de sus operaciones al territorio africano, donde las fronteras son porosas, hay grandes porciones de tierra que viven su día a día al margen de un control y una protección administrativas, y donde hay muchas fuentes de recursos naturales.

Trump se equivocó en las pretensiones con las que había anunciado la muerte de al-Baghdadi, como si hubiese sido el último golpe contra ISIS. Pero sobre todo, Trump se equivocó en la elección de sus palabras, se equivocó con su discurso que parecía buscar poner de manifiesto la supuesta capacidad de Estados Unidos para ejecutar el castigo contra sus enemigos en el mundo. Y, como Trump, también Biden.

La cosmovisión fatalista de Estados Unidos

El actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha comparecido ahora para anunciar el asesinato del líder de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri, después de un ataque con drones en Kabul, el pasado domingo 31 de julio. 

Las palabras que Biden ha escogido para su anuncio tampoco escatiman en grandilocuencia. Repasa la trayectoria de Zawahiri junto a Bin Laden. Una alusión a que él mismo ha tomado el relevo de Obama también en la lucha internacional contra el terrorismo. Y también hace referencia a la gran herida nacional, hablando de Zawahiri como uno de los principales cerebros del 11-S. Una y otra vez repite la idea de “justicia”.

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Pero al final de su discurso, Biden también va más allá y asegura lo siguiente: “Este líder terrorista ya no existe. Las personas del mundo ya no necesitan temer a este asesino. Estados Unidos continúa demostrando nuestra determinación y nuestra capacidad para defender al pueblo estadounidense contra aquellos que buscan hacernos daño. Dejamos claro de nuevo que no importa cuánto tardemos, no importa donde te escondas, si eres una amenaza para nuestra gente, Estados Unidos te encontrará y te liquidará”.

La declaración de Biden muestra la continuidad de la visión fatalista de la historia global por parte de la Casa Blanca, sin importar que la ocupen republicanos o demócratas. Según esa visión, la nación estadounidense tiene el derecho y la capacidad de ejecutar las maldiciones ‘veterotestamentarias’ sobre aquellos que considera sus enemigos. Y esto es causa y consecuencia de la justicia, dicen. Consecuencia, ya que del discurso de Biden se entiende que la operación está justificada por lo ocurrido en el 11-S. Y causa, ya que la relaciona con un supuesto deseo popular de ver a “los enemigos de Estados Unidos” ajusticiados. 

Tanto Trump con Al-Baghdadi como Biden con Al-Zawahiri señalan ese interés particular del gobierno estadounidense en perpetuar su figura de administrador de la justicia global. Como subraya Biden en su declaración, ellos son los que determinan los métodos y los tiempos, y así ejecutan su particular visión de la justicia. Lo preocupante de esta idea no es únicamente que simplifica la reflexión general sobre la justicia, sino cómo de vinculada está a la más que conocida percepción de la propia nación estadounidense, en general, como una especie de ‘pueblo escogido’ contemporáneo. Esto me hace pensar en lo que decía Stanley Hauerwas: “La labor del pueblo cristiano no es intentar controlar la historia, sino ser fieles al modo de vida del reino pacífico”.[1]

¿Qué hay de las otras víctimas?

Si bien es cierto que en Europa no se ha vivido un ataque tan numeroso en víctimas como el del World Trade Centre de 2001, tampoco Estados Unidos ha experimentado la cantidad de ataques que sí se han registrado en territorio europeo. Por no hablar de la dramática huella del yihadismo en África o en países de mayoría islámica en el continente asiático, como Pakistán o Afganistán. 

Sin embargo, en ningún otro país se ha hablado con semejantes palabras acerca de la lucha internacional contra el terrorismo, que por lo general se concibe más bien como un esfuerzo conjunto. Y más allá de las palabras, tampoco podemos recordar operaciones aisladas por partes de algún gobierno europeo, africano o asiático contra el líder de una determinada organización terrorista. Ni siquiera por parte de Nigeria, Camerún, Níger, Chad o la Unión Africana contra el movimiento de Boko Haram. 

Es por eso que la visión de Estados Unidos plantea preocupaciones. No solamente por las acusaciones de imperialismo que se han intercambiado tradicionalmente las potencias globales con la ocasión de este tipo de anuncios. Sino, sobre todo, porque da la sensación que esa visión continúa simplificando la realidad global, y ubica a las víctimas en una única parte del mundo, detrás de unas fronteras específicas, y a los culpables en otras. En este sentido, cabría considerar lugares como el campo de Al-Hol, donde malviven miles de familiares de combatientes del Estado Islámico, y preguntarse si allí también hay víctimas que quedarán sin retribución.

Notas

[1] Hauerwas, S., The peaceable Kingdom: A primer in Christian Ethics, citado en P. Mitchel, El mensaje del amor, p. 260.