Lo que se espera del artista cristiano es que sea en primer lugar, un verdadero creyente, coherente con su fe, pero también miembro de iglesia, como era Schulz.
El personaje se confunde con la persona. La mayoría de los lectores de las tiras cómicas de Carlitos y Snoopy –conocidas como Peanuts en inglés– creían que Charlie Brown era como su autor, Schulz (1922-2000), “un tipo normal y corriente”. Cuanto más éxito tenía, más humildad quería demostrar. Cada vez que le pedían que hablara de su vida, se empeñaba en autoproclamarse “un fracasado en todo”. Decían que como evangélico, “no bebe, no fuma, no maldice”, pero cuando le insistían preguntando por qué, se divertía diciendo: “Soy un fanático religioso”.
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En el mundo de la posguerra, la tira cómica era el principal medio de entretenimiento para la infancia. En los años 30 y 40 tenía el desafío de la radio y el cine, pero en los 50, la televisión va a presentar el mayor reto para los que empiezan a dedicarse al cómic como Schulz. A la vez que él, comienzan Beto el recluta (Beetle Bailey) de Mort Walker y Daniel el travieso (Dennis The Menace), de Henk Ketcham. Las dos crecieron más rápido que Carlitos y Snoopy. Eran historias demasiado sutiles para el gran público.
“Incluso en este país de finales felices –dice el Saturday Evening Post–, “la tira de Schulz raramente acaba bien”. El creador de Beto el recluta dice: “Su obra me desconcertaba, porque no tenía gags”. No hay duda de que “estaba haciendo algo diferente y no era fácil de entender”, dice Walker. Sus colegas le despreciaban, porque carecía del estilo del porrazo y tentetieso que predominaba en el humor norteamericano. Schulz odiaba recibir sugerencias. Cuando le daban un consejo que no había solicitado, respondía: “Es bueno, ¿por qué no lo dibuja usted y lo envía?”.
[photo_footer]Muchos se sienten como Carlitos, vulnerables, pequeños y solos en el universo.[/photo_footer]
Como todos los que somos hijos únicos, Sparky –como muchos le llamaban– era muy dependiente de sus padres. La muerte de su madre le dejó desolado, pero vivió con su padre, excepto el tiempo que estuvo en la Segunda Guerra Mundial. Habían tenido una relación fría y distante, pero los dos lloraron al casarse y marcharse de St. Paul, para vivir en Colorado Springs. El matrimonio se instaló en una de las ciudades de mayor crecimiento de Estados Unidos en 1951. Vivían en un barrio, Bonneville, recién construido para las familias de veteranos de guerra, al borde de lo que tan solo un año antes había sido una interminable pradera.
La esposa de Schulz, Joyce, era divorciada y tenía una hija. Mentían sobre el año de su boda, para proteger y asimilar a Meredith dentro de su matrimonio. Sparky la adoptó legalmente y enseguida quedó ella de nuevo embarazada. Schulz intentaba trabajar en casa, pero no se concentraba. Su suegra le animó a alquilar un estudio, antes de nacer Monte, su segundo hijo en 1952. Puso su mesa de dibujar en un cuarto con una ventana a la plaza de los juzgados en el centro de Colorado Springs, sin teléfono, ni secretaría.
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Todos presuponen que si dibujaba niños era porque “adoraba a los niños pequeños”. Así en el periódico local de Mountain Rock News decía: “¡Claro que me gustan los niños!”. Tardó veintiséis años en confesar públicamente algo parecido a lo que decía mi madre, no sé si por ser maestra: “Adoro a mis hijos, pero no a los niños”. La verdad es que hasta el final de su vida, el creador de Carlitos no pudo admitir que “nunca tuvo el más mínimo interés en los niños”, hasta tener los suyos. Su visión de la infancia está muy lejos de los tópicos habituales.
[photo_footer]Muchos se ven reflejados en el incomprendido y autocompasivo Charlie Brown.[/photo_footer]
La asunción generalizada es que los niños son felices y que la infancia es el momento dorado de nuestra vida. Son los adultos quienes tienen problemas y desengaños. Schulz revirtió el orden, mostrando un niño que experimenta el dolor con más intensidad que un adulto. Cuando están frustrados, los niños protestan –gimen, lloriquean o gritan–, pero luego pasan a otra cosa. Schulz les dio a sus personajes una insatisfacción permanente, más propia de la edad adulta.
Sparky decía que sus hijos nunca fueron la inspiración para sus personajes. Si a veces relacionaba algo de sus personajes con sus hijos, como cuando recordaba que tres de ellos habían arrastrado mantas por la casa, como Linus, otras le parecía que solo dos. Y generalmente confesaba que eran suyos los “pequeños pensamientos extraños” de Linus. Se consideraba tan insípido como Carlitos, sarcástico como Lucy, perfeccionista como Schroeder, inapreciado como Snoopy, que mostraba “lo peor de sí mismo” en personajes como Violet. Aunque en todo esto puede que hubiera también algo de impostura.
Muchos se ven reflejados en el incomprendido y autocompasivo Charlie Brown. Admiran su aguante y estoicismo frente a los insultos. Se sienten como él, vulnerables, pequeños y solos en el universo. Aunque dramatiza su negatividad, su sentimiento de carencia es sincero y emotivo, nunca autorreferencial ni narcisista. Se hace tantos reproches a sí mismo, que llega a enumerar sus defectos. Carlitos nunca llora. Lamenta cómo son las cosas, se agota, pero cambia incluso las expresiones habituales de disgusto y rabia en los tebeos (“¡Aaghh! ¡Aargh!”) por simples suspiros (“¡Aaugh!”).
En los 60, Carlitos se hace una figura tan popular que el Charlie Brown de quien toma el nombre, el antiguo colega de la academia de Schulz, empieza a parecer en los medios como “el auténtico Carlitos”. Tras su paso por la enseñanza a distancia, es asistente social y encargado de actividades de un centro de detención juvenil, hasta que en los años 70 tiene episodios de enfermedad mental, intenta suicidarse y escribe su autobiografía, narrada en tercera persona, con el título de Yo y Charlie Brown.
[photo_footer]La mayoría de los lectores de Carlitos creían que Charlie Brown era como su autor, Schulz, un tipo normal y corriente.[/photo_footer]
Schulz calificó de “absoluta tontería” que su colega fuera el modelo de Carlitos. Lo único que tomó prestado de su antiguo compañero de trabajo es su nombre y apellido. Nada tenía que ver con “el soltero de pelo rojizo” que se identificaba con el personaje en su soledad, rechazos románticos y deseo crónico por ser apreciado. Su confusión sexual, alcoholismo y trastorno bipolar no es la confusión entre el personaje y la persona, sino su obsesión por lograr una identidad que no encontraba en la vida.
Lo mismo pasa con Lucy Van Pelt, esa niña de ojos grandes y redondos que al principio es como una muñeca que anda, pero no hace gran cosa. Se vuelve cada vez más desaforada y desconcertante con la arbitrariedad de la Reina de Corazones de Lewis Carroll, lógica y absurda al mismo tiempo, razonable e irracional, receptiva y negativa. Su agresividad desequilibra a todos los personajes. Toma su apellido de los dos únicos amigos que hacen los Schulz en Colorado Springs, Philip y Louanne Van Pelt.
Sparky y Joyce no salían a las montañas, ni participaban de la vida social de la ciudad. La verdad es que se sentían más cómodos solos. Fritz –como solían llamar a Philip– era un profesor de 26 años que tocaba la trompeta en una banda de jazz, mientras que Louanne buscaba trabajo en la agencia de empleo que compartía el piso del edificio con el estudio de Sparky. Venían del Medio Oeste y eran también recién casados. Tenían tanta relación que llegaron a cenar juntos, hasta tres o cuatro veces por semana. Les gustaba jugar a las cartas, pero sin apostar dinero –la única forma en que se podía jugar al “bridge” en la Iglesia de Dios– mientras escuchaban sinfonías de Beethoven de fondo.
Sparky no era muy hablador. Tenía la costumbre que tenemos algunos de interrogar a sus amigos en las comidas, para no tener que contar nada, él. Le gustaba hacerles hablar. Les tanteaba amablemente con preguntas para ver qué es lo que les interesaba. Y así lograba mantener la conversación. Sus personajes tienen más de él, que de aquellos de los que toman el nombre. El hermano de Lucy, Linus, habla con sencillez y energía sobre literatura, música clásica, teología, medicina, psiquiatría, deportes, leyes y la vida misma. Refleja la curiosidad de Schulz, pero le sirve para tratar temas poco habituales en el cómic, como la fe, la intolerancia, la depresión y la desesperación.
[photo_footer]"Si Schulz presentaba una versión más de Carlitos que de sí mismo, era porque sabía el dolor y la ira que había dentro de él".[/photo_footer]
Schulz me parece un cristiano genuino porque es honesto consigo mismo cuando decía que tenía a “Cristo como su Señor y Salvador”, pero reconocía que peleaba continuamente “con algo oscuro y nada cariñoso”. Si presentaba una versión más de Carlitos como de sí mismo, era porque sabía el dolor y la ira que había dentro de él. Conocía sus contradicciones. Sabía que su aparente mansedumbre enmascaraba la rabia. Sparky podía ser muy insensible en ocasiones. Le costaba decir “lo siento” y rara vez se disculpaba, pero recitaba las palabras de los evangelios de memoria y no se avergonzaba de ser miembro de la iglesia. Hablaba de “la vida cristiana” con fervor sincero.
Aunque nunca usó las tiras para evangelizar, no se avergonzaba de su fe. Lo mismo daba una conferencia sobre el cristianismo en el Club Rotary de Detroit a 500 personas que daba testimonio evangélico a 3.500 marinos a bordo del portaaviones Mar de Coral en el puerto de Nueva York. Multitudes desbordaban la sala del Hotel Chase de San Luis cuando hablaba para Juventud para Cristo o en la Universidad Evangélica Betel de St. Paul. Uno de los que asistió a alguna de ellas recuerda en la biografía de Michaelis que “ciertamente no parecía un fundamentalista escandaloso, pero mostraba claramente su cristianismo en cualquier caso”.
Un artículo del Minneapolis Star reveló que daba el diezmo de sus ingresos a la Iglesia de Dios. Si en 1957 ganaba más de 90.000 dólares al año, el doble que el rector de universidad mejor pagado de Estados Unidos, su apoyo era mayor que todos los ingresos que había en su iglesia de Minneapolis. Fue por ella y por su padre que regresó a la ciudad y a la congregación donde había sido convertido, para volver a trabajar en la academia donde empezó. La iglesia pudo comprar así el terreno en que levantó el edificio. Su viejo amigo Marvin Forbes llegó a ser el primer pastor que tuvo la congregación en el nuevo edificio. Le sucedió Clifford Thor con Sparky de ayudante de pastor hasta 1958.
[photo_footer]Schulz nunca usó sus tiras cómicas para evangelizar, pero no se avergonzaba de su fe.[/photo_footer]
En 1957 Schulz estaba de viaje de trabajo en Nueva York, cuando el evangelista Billy Graham hizo su famosa cruzada en el Madison Square Garden. Sparky se unió a la multitud que durante dieciséis semanas asistió a las reuniones. Le impresionó ver cientos de personas respondiendo a su llamamiento a pasar a delante y “tomar una decisión por Cristo”. Graham tenía entonces 38 años y Schulz, 34. La explicación que dio al éxito de la campaña no era el carisma del evangelista, sino “la oración sincera, la obra del Espíritu Santo y todo el amor que mostraba”. Su colega en la academia, el pintor Hal Lamson, recuerda como repetía incluso los gestos de Graham, mientras bajaba en el montacargas del edificio: “Habitualmente no se mostraba emotivo con nada personal, pero en este caso hasta le tembló la voz”. Para él, “no había duda de que su fe era profunda”.
Muchos en su iglesia no entendían que se pudiera vivir de hacer cómics. Cuando vino Thor como pastor, su esposa le preguntó a Schulz a qué se dedicaba. Al decirle que hacía tiras cómicas, le respondió: “¡Vaya! ¿Y en qué trabaja?”. La mayoría de la congregación pensaba que estaba desaprovechando la ocasión de hacer algo más útil para el Evangelio. Su denominación había publicado los chistes que dibujaba en la revista de jóvenes de su iglesia, Jóvenes Pilares, que dio tantos beneficios que financiaron con ellos una beca. Sparky fue tesorero de la congregación, maestro de escuela bíblica, diácono, administrador y hasta predicador, pero como era famoso, nunca era suficiente.
Esta ha sido la triste experiencia de muchos artistas que han llegado a la fe. Sus iglesias han querido explotar su fama hasta convertirles en evangelistas, en vez de simples miembros de iglesia, fieles a su congregación que dan testimonio de fe en su vida y su trabajo. No entiendo por qué un artista ha de ser tratado en la iglesia de forma diferente a un fontanero o panadero. Al que te viene a arreglar las cañerías, te sirven de poco sus palabras de fe, si lo que hace es una chapuza, ni esperas encontrar un versículo dentro del pan. El problema es que se ha hecho del arte un ministerio. Y cuando un músico se convierte, se espera que haga “canciones cristianas” y utilice su talento para hablar de su fe. No basta ya con ser cristiano y formar parte de una iglesia. El resultado de esto es un arte tan barato como la propaganda y un ministerio que no sirve realmente para edificar la fe de nadie.
Lo que se espera del artista cristiano es que sea en primer lugar, un verdadero creyente, coherente con su fe, pero también miembro de iglesia, como era Schulz. Por una extraña razón, algunos se consideran la excepción a la regla. Uno es cristiano, sea cual sea su trabajo, pero no hay cristianismo sin comunidad. Y tampoco podemos llamar ministerio a cualquier cosa. Muchos quieren vivir de su mediocre trabajo en el arte a costa de la iglesia, pero la comunidad de la fe no es un refugio para nuestra frustración personal, ni una plataforma para nuestras aspiraciones individuales. Si eres artista de verdad, que otros lo reconozcan donde se desarrolla esa labor profesional. Y si eres cristiano, que se vea en tu compromiso con tus hermanos. Por lo tanto, “si andamos en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
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