La cruz: en cuello, en el altar o en la mente

No hace mucho hemos estado celebrando todos los eventos de la llamada Semana Santa. Pues bien, queremos hacer notar que, de alguna manera, la cruz de Jesús  es también un símbolo para los oprimidos, los marginados, los abusados, los tirados al lado del camino. Muchos, desde diferentes teologías han visto en todos éstos los crucificados de la historia que nos recuerdan el sufrimiento del mismísimo Hijo de Dios. ¿Vemos esto cuando observamos la cruz?

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¿En el altar? La cruz de Jesús nos sirve para ubicar en muchos casos nuestra predicación. “Predicamos a Cristo crucificado”, escribía el apóstol Pablo. Y hoy, en muchas iglesias evangélicas ponen este texto como lema de su predicación. En cuántos frontales y altares de iglesias evangélicas habrán escrito este texto.

No cabe duda. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, nos sirve para ubicar el mensaje evangélico. Para otros, de forma clara, junto a esa fuerza de ubicación del mensaje que los creyentes quieren transmitir, ponen también el hecho de que la cruz tenía también, como final de toda la enseñanza de Jesús, un mensaje liberador para nuestro aquí y nuestro ahora. Mensaje que se posicionaba de forma clara e inequívoca para Jesús, al lado de aquellos “crucificados” de la historia como eran los débiles, los oprimidos, los desclasados, los proscritos, los perseguidos y quebrantados. La cruz como símbolo de compromiso, de amor, de solidaridad, de acogida a tantos y tantos proscritos por diferentes causas, para los empobrecidos y oprimidos de nuestra historia humana.

¿En el cuello? ¿Es que, acaso, hoy en nuestras iglesias, entre nosotros, la cruz no es símbolo también de compromiso con los débiles y abusados de la historia? ¿No nos dice nada esa cruz que llevamos al cuello o esa gran cruz en los edificios e interiores de las iglesias acerca de nuestro compromiso con el hombre sufriente? ¿El cristianismo que practicamos no nos lleva a ver en la cruz también al hermano tirado al lado del camino, maltratado y torturado por tantos y tantos hombres que, presas del egoísmo o de la violencia humana, van dejando a tantas personas en la triste y dura estacada de la vida de forma inmisericorde?

¿Nos invita la cruz de nuestras iglesias al compromiso tanto con Dios como con el prójimo en dificultad? ¿Nos lanza la vivencia de nuestra espiritualidad cristiana a ser manos tendidas de amor en acción y pies que se encaminan hacia los focos de conflicto para ejercer la misericordia y la búsqueda de justicia? Quizás hoy deberíamos sacar de las fosas de sufrimiento a tantos que están en la no vista y el no ser de la marginación, bajarlos de su cruz como instrumento de muerte y ponerlos en un sepulcro nuevo, ungirlos con el perfume de la solidaridad o del amor, con aromas de justicia e integrarlos en la vida, en una situación en la que haya alimentos, medicinas, servicios de todo tipo y ponerlos en una situación de normalidad para que puedan participar de la vida, de los frutos de la tierra y de la dignidad del ser humano que es inherente a cada hombre y mujer. 

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Que se rompa la necedad de la acumulación desmedida de bienes, que se pudra todo egoísmo humano para que podamos practicar algo de la fraternidad y de la projimidad que nos enseñó Jesús. Bajemos de su “cruz” a estos que están en el no ser y el dolor de la pobreza y en la infravida. Paremos la muerte lenta de los hambrientos de la tierra, de los pobres en pobreza severa y también de aquellos que se encuentran en otros grados menores de marginación y opresión. Hagamos, de alguna manera, que ellos también resuciten a una nueva vida, a una vida digna en un mundo más justo.

¿En la mente, en nuestros corazones? Pues sí, la cruz de Jesús también nos puede recordar todos estos temas, aunque no sea Semana Santa, aunque no sea un momento especial de celebración de la crucifixión del Hijo de Dios. La cruz de Jesús, más que en las fachadas o interiores de las iglesias, más que colgada con una cadena a nuestros cuellos, debería estar en nuestras mentes y en nuestros corazones. Sí. También como recuerdo de nuestro prójimo que sufre, como recordatorio de los apaleados de la historia, como símbolo de compromiso de acción que nos anima a ser las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor.