El campo de misión urgente y preferente que son los centros de las grandes ciudades debería de ser una de las prioridades de la misión de la iglesia.
Que en los centros urbanos hay violencias de todo tipo, es algo que casi todos conocemos, aunque, quizás, muchos no han reflexionado nunca sobre los infiernos urbanos. Sin embargo, los centros urbanos están prácticamente abandonados por el trabajo de las iglesias que se van constituyendo en las periferias urbanas dejando en la estacada a tantos y tantos ciudadanos que se mueven en medio de situaciones de emergencias impregnadas de violencias que asustan. Así, los centros urbanos de la mayoría de las grandes ciudades son terreno abonado para las situaciones diabólicas con el uso de navajas, machetes, robos, algún que otro disparo, muertes y extorsiones.
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En los pasados días se ha estado hablando en Madrid de las violencias de las bandas latinas. Ha habido situaciones trágicas. La Delegación del Gobierno de Madrid ha tenido que poner en marcha fuertes dispositivos policiales para detener y atajar todas estas violencias que se mueven por ciertos barrios de Madrid ante el horror de muchos vecinos. Hemos visto por las pantallas de televisión grandes machetes que producen horror, capaces de cortar la cabeza de un humano de un solo tajo.
Es curioso que cuando hemos oído el testimonio de Morad, el rapero que ha saltado a los medios de comunicación a través del programa de Jordi Évole, podemos ver a través de su testimonio lo que se mueve en los barrios, los robos y violencias que se dan sobre la faz de muchos de los barrios más deteriorados de la capital. Morad es un ejemplo de cambio al dedicarse al rap, a la canción y a la regularización de una vida. Felicidades, Morad, aunque hayas pasado épocas de violencias urbanas. En tu testimonio se nota que la vida te enseñó y que la sabiduría aprendida en medio de situaciones anómalas te ha liberado. Pero la estela que deja su testimonio, sin duda alumbra los oscuros rincones de la violencia urbana, muchos infiernos en donde se desenvuelven cantidades de urbanitas, de los cuales muchos de ellos son jóvenes.
Los barrios y los centros urbanos de las grandes ciudades, actúan como imanes que atraen todo tipo de violencias. No hace mucho que en Lavapiés y en Tirso de Molina se podían observar muchos tipos de violencias urbanas. Adolescentes migrantes, incluidos también españoles, asaltaban incluso a otros inmigrantes como eran los chinos que, por tener negocios, daban la impresión de manejar también dinero. Hay violencias de narcotraficantes y de mafias que actúan a la vista de todos. A veces, se dan grandes espectáculos policiales, desalojo de ocupas que suelen ocurrir en los centros urbanos de las ciudades de todo el mundo. Gracias a Dios, Lavapiés ha experimentado grandes cambios y muchas de estas violencias se han desplazado a otros barrios, pero el centro urbano está ahí, reclamando ser de alguna manera, campo de misión para los creyentes para ver si les pueden echar una mano que les saquen de esos infiernos de la gran urbe.
Luego, en muchos espacios de los centros, se da la violencia de la prostitución en donde los ciudadanos pueden también sufrir las violencias de ser “chistados” ya sea por las prostitutas o por las alcahuetas que ofrecen jóvenes para la prostitución. En medio de estos ambientes de violencias urbanas, muchos de los ciudadanos que se pueden calificar como normales, pueden saltar ante cualquier situación anómala. Saltar violentamente ante cualquier problema de tráfico o de afluencia de personas que parecen configurar su infierno. Hay también grupos de jóvenes ociosos que también pueden “saltar” ante cualquier pequeña molestia que les roce aunque solo sea la epidermis.
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También puede estar la violencia de la necesidad: ladrones por necesidad, prostitutas por necesidad, ociosos por necesidad, la mendicidad por necesidad, el dormir en los parques, los entrantes de los bancos y cualquier otro espacio, por simples necesidades de marginación o pobreza urbana. El anonimato que ofrecen los centros urbanos, ofrece el refugio a muchos fracasados de cualquier otro lugar.
Ante estas problemáticas, el compromiso de las iglesias no puede caer en el hecho de ir el domingo al templo con nuestros coches, quizás sin que pertenezcamos a la zona donde está la iglesia, y luego montarnos otra vez en nuestros vehículos, ya finalizado el servicio religioso, y desaparecer de ese entorno, ya sea de un barrio de la ciudad, o de la periferia urbana.
Nos podríamos preguntar cómo va a ser la violencia urbana, estos infiernos urbanitas, en el futuro próximo, pero los cristianos también podríamos pensar si hay para nosotros una llamada de no dejar a los centros y grandes barrios urbanos en la estacada, mientras miramos para otro lado en nuestro deseo de estar en iglesias cómodas y confortables donde podemos gozarnos de espaldas a tanta violencia, marginación y situaciones anómalas. Es como si el infierno de otros no nos importara para nada.
El campo de misión urgente y preferente que son los centros de las grandes ciudades y sus barrios donde reside la pobreza y la violencia, debería de ser una de las prioridades de la misión de la iglesia, tanto evangelizadora como diacónica.
Pregunta: ¿quién aparecerá como “salvadores” con manos tendidas hacia estos centros urbanos si los creyentes miran para otro lado? La respuesta la dejo para que sea una reflexión de vosotros mismos. No permitamos que esos posibles “salvadores” lleven la marca de la bestia. ¿Habrá alguien, ya sea misionero, pastor, consejo de iglesia o simple creyente de a pie que pueda decir “envíame a mí?” No sería el primero que desciende a esos infiernos.
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