Orar en el templo y salir condenado

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Sí. Lo sé. Creo que para muchos el título puede ser un poco extraño, espero que no escandaloso. ¿Puede alguien entrar en la iglesia a orar y salir condenado? Pues puede ocurrir, al igual que existe la oración del desprecio. La base de esa condena está en el hecho de que, como hemos comentado en algún otro artículo, puede existir desprecio en la oración  hacia el prójimo débil, empobrecido o desclasado, se puede dar la oración del desprecio que la Biblia condena radicalmente. Ahí está la clave de por qué uno puede entrar a orar en la casa de Dios y salir condenado.

¿Se puede orar atentando contra el prójimo? Pues realmente hay formas de atentar contra el prójimo sin necesidad de abofetearle, ni insultarle, ni escupirla, ni de ponerle la zancadilla para que caiga al suelo y se estrelle la cara contra él. Se puede atentar contra él a través de una errónea oración en el que se minusvalora al hermano y, por otra parte, se le considera peor y más pecador que nosotros.

El desprecio condenatorio que se puede dar en la oración parece que puede encubrirse con el lenguaje piadoso que, a veces, nosotros no somos capaces de detectar, pero para Dios no hay nada oculto. Él lo ve todo, todo lo escruta, todo lo entiende y lo juzga. Una oración típica que encubre un desprecio total al prójimo y que por eso sale condenado, es la oración que el fariseo hace en la parábola de “El fariseo y el publicano” que, quizás, podría repetirse en nuestros contextos hoy. Pues bien. Ese tipo de oraciones son las que pueden conseguir la idea áurea de este artículo: Que hay personas que pueden entrar en el templo a orar y pueden salir condenados. La frase central de la oración de la condena, junto a otras de esta fea oración empapada de desprecio es ésta: “Gracias porque no soy como otros hombres, ladrones, injustos adúlteros, ni aún como este publicano”.

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Es una oración que señala al prójimo para echar toda la posible basura religiosa sobre él. Eso es condenable, nos condena. La oración típica del menosprecio del prójimo que, en muchos casos, es el prójimo sufriente que está a nuestro lado. Que Dios nos ayude a no hacer nunca esta triste oración por la que podemos salir del templo condenados a pesar de haber entrado allí para orar. Dice la Biblia que estas oraciones son las de aquellos que confían en sí mismos como justos, pero desprecian a los otros. Oraciones que, a pesar de las apariencias y de los cumplimientos de rituales, nos pueden lanzar a los abismos de las oscuridades eternas.

En la Biblia nunca se aprueban ni los orgullos ni las prepotencias, pero, curiosamente, muchas veces hay religiosos que los potencian en sus oraciones, vejando más o menos veladamente al prójimo al que deberíamos amar y ayudar. Es curioso que esas prepotencias se pueden observar en las posturas, gestos y posicionamientos de los orantes. Observad al fariseo, el autor de esta oración del orgullo, del hombre que entra al templo a orar y sale condenado. Se le ve en pie, orgullosamente erguido. Era de aquellos que se querían justificar a sí mismo, lanzaba su oración a un Dios que no conocía y lo hacía de forma altanera, pero, además, estaba creando una fea oración del desprecio. Se condena por ello a pesar de su actitud orante.

Es totalmente cierto. Se puede entrar en al templo a orar y, a pesar de ello, salir condenado. También se podría afirmar que ya había entrado en el templo con su pesada condena como una carga horrible. El orar no lo liberó, sino que la frase de Jesús, la frase bíblica, la frase que expresa uno de los valores del Reino, se interpone entre él y Dios. Dios rechaza esta oración porque el fariseo hace valer un valor mundano que es un contravalor con los valores bíblicos. En su oración prevalece un valor contra el hermano prójimo, uno de los valores en los que se apoyan los prepotentes y capaces de hacer oraciones despectivas para con el prójimo. Ese valor es éste: “Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”.

El Señor nos tiene que dar la sabiduría suficiente para que no nos ocurra a nosotros que, algún día, entremos en el templo y salgamos condenados. Los valores que nos deja Jesús, sus valores del Reino, parecen no asustar hoy a muchos de los prepotentes, de los que gobiernan el mundo y sus haciendas, de los que se consideran superiores, más justos y más cristianos que el prójimo sencillo y desclasado que tiene al lado. Dios rechaza la oración de los inmisericordes, de los que desprecian a los diferentes por su raza, por su cultura, por su color de la piel, su condición social o económica.

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¡Cuidado! Todo esto se puede reflejar en nuestras oraciones que se convierten en oraciones falsas que estigmatizan a las personas, que las excluye, que las rechaza, que no muestran ni compasión ni amor para ellas. El Evangelio nos tiene que llevar hacia una ética evangélica de rostro humano que se refleje en nuestras oraciones hechas con un corazón abierto y sensible al amor al prójimo, mucho más aún, al prójimo necesitado, al excluido, al diferente, al débil. Si no, más vale no orar, porque podemos sentir la experiencia de entrar al templo a orar y salir condenados.

Que el Señor nos ayude y nos enseñe a orar. Que limpie nuestros corazones y que le pidamos, que le roguemos, que nunca caigamos en oraciones de este tipo, oraciones despectivas para con el prójimo sencillo, humilde, desclasado, empobrecido o tildado de pecador por otros que se creen más justos. Que nunca salgamos del templo condenados por nuestras oraciones. Triste eso de ir al templo a orar y salir condenados. Danos humildad, Señor. Danos más amor.