Si falla la misericordia, desaparece también la denuncia.
Quizás, una vertiente de la misericordia sea la denuncia. Si la denuncia de los cristianos hoy apenas se aprecia, es porque también está fallando la misericordia para con el prójimo. Si fuéramos misericordiosos, seríamos también denunciadores. Hoy, la denuncia de los cristianos es tan débil, tan light, que pasa desapercibida para el mundo. La fuerza de la denuncia profética se ha perdido. Habría que volver a leer los textos proféticos.
En el Nuevo Testamento hay una parábola que nos anima a la denuncia. Cuando vieron que un siervo que había sido perdonado en todo lo que debía, una gran cantidad, agarraba por el cuello a otro para que le devolviera una deuda mínima y muy inferior a la que se le había perdonado a él, sus consiervos vieron que era injusto y lo denunciaron al Señor de todos. La misericordia actuando en ellos, hizo que no pudieran callarse: “Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado” (Mateo 18:31). La falta de misericordia de su consiervo, les llevó a la tristeza y ésta, la tristeza, les llevó a la denuncia.
¿Por qué la iglesia hoy no se caracteriza por la denuncia de la injusticia, de la opresión y del escándalo de la pobreza en el mundo? ¿Es que, acaso, nos centramos en el ritual olvidando aquellas palabras de Jesús: “Misericordia quiero y no sacrificio”? No me cabe duda que si falla la misericordia, desaparece también la denuncia. No creo que, en medio de un mundo injusto donde hay tantos deudores de la humanidad, tanta injusticia, tanto despojo, tanto robo de dignidad, tanta hambre y pobreza y tanta opresión, se pueda afirmar que la denuncia de la iglesia está en el candelero. Más bien, ésta no se percibe.
La denuncia de los cristianos en el mundo ante los desequilibrios económicos y los abusos del hombre contra el hombre, es casi invisible. No creo que ni siquiera la hayamos puesto debajo de un almud para que no se pueda ver. Hoy casi ningún creyente asume la denuncia como parte del Evangelio, como necesidad de la vivencia de la espiritualidad cristiana, como un resultado de la práctica de la misericordia.
¿Habrá en el mundo muchos deudores que dicen haber sido perdonados por Dios, pero que ellos son incapaces de perdonar y aliviar las problemáticas, incluso económicas, de sus hermanos? ¿No hay quién los denuncie? Si no hay denuncia es que, probablemente, hay muchos creyentes que vuelven la espalda a sus prójimos apaleados y agarrados por el cuello, cierran sus oídos a su grito y caen así en la falta de la práctica de misericordia que Dios nos demanda.
No se ve nuestra denuncia. No se percibe. No se practica. No se cree ni parte del Evangelio ni de la evangelización del mundo. Para muchos la evangelización es hablar de las realidades metahistóricas dejando al hombre en la estacada de nuestro aquí y nuestro ahora. Si la denuncia no arraiga en nuestra evangelización, en nuestras predicaciones y en nuestro discurso eclesial en general, puede ser que es que hayamos priorizado el ritual sobre la misericordia. Necesitamos que Jesús nos grite otra vez: “Misericordia quiero y no sacrificio”. La misericordia siempre va a implicar la denuncia. Hay que resucitar esa tarea profética como algo imprescindible y necesario en la iglesia hoy.
El problema puede ser que estemos asumiendo, aun inconscientemente, los valores y parámetros del mundo que se cuelan en nuestras congregaciones desplazando la vivencia de los valores del Reino que, en muchos casos, son inoperantes en nosotros los cristianos. Tampoco administramos con coherencia el perdón que hemos dicho haber recibido de Dios, pero la práctica de la misericordia y su consecuencia, la denuncia, deben ser rescatados hoy en el acervo de la iglesia, en la vida de los seguidores del Maestro al que decimos seguir.
Quizás sea también consecuencia de que no nos entristece la maldad a la manera en la que se entristecieron los consiervos de ese siervo malvado de la parábola de los dos deudores. No nos interpela a nuestras conciencias. Debemos pedir al Señor que nos haga tomar conciencia y que nos sintamos interpelados por el mal, para así tener un corazón tierno para la práctica de la misericordia. Solo así podremos llegar a la auténtica y necesaria denuncia, imprescindible en el mundo cristiano hoy.
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