Encárnate, iglesia. Baja tu mirada

Quizás no sea de criticar el que haya tantas y tantas iglesias que se centran en aleluyas y amenes, largas oraciones, alabanzas sin fin y en otros aspectos del ritual. El ritual sano no tiene por qué ser dañino. Lo que sí sería criticable es que las iglesias en general e independientemente de las características de su ritual, no hagan también un esfuerzo por estar arraigadas en el mundo, que no desciendan a los focos de conflicto, que vuelen por las nubes espirituales y que no sean capaces de descender a la tierra, allí donde el hombre sufre. La iglesia, para ser tal, debe de aceptar esta segunda dimensión en relación con el prójimo, porque si no, difícilmente se les podría llamar iglesias del Reino de Dios.

La iglesia, aunque a veces lo parezca, no debe ser una comunidad de fe intramuros de su templo y desencarnada del mundo. La iglesia, de una forma tajante y clara, además de ser una comunidad de fe, debe ser, necesariamente, una comunidad de amor. No en vano el apóstol Pablo llegó a clamar que “la fe actúa u obra a través del amor”. Quizás la fe y el amor sean realidades coimplicadas e inseparables, y que solo se separan a efectos didácticos y para entendernos. Así, según hemos titulado este artículo, la iglesia debe encarnarse en el mundo, bajar de las nubes más o menos místicas, para encarnarse en un trabajo de amor práctico de cara al prójimo que la necesita.

Quizás sea más fácil refugiarse dentro de las cuatro paredes del templo que encarnarse en la realidad de un mundo injusto, desigual y violento en donde se reclama la acción profética de los creyentes, de los seguidores del Maestro, clamando contra la injusticia y a favor de los abandonados y maltratados por una sociedad que nos llama al egoísmo de una escalada social que da la espalda a los sufrimientos de nuestros prójimos. Así, a través de sus hijos, se necesita la fe en acción, las obras de la fe en medio de una tierra desequilibrada por los violentos acumuladores.

La iglesia debe hacer que la fe que actúa por el amor afecte tanto a los pueblos, como a las ciudades, como a los países, como al mundo en general. Amor que debe encarnarse en la práctica de la projimidad. En ese sentido es en el que afirmamos que la iglesia debe bajar su mirada, mirar simultáneamente al cielo y al suelo, que el reino de los cielos se encarne en el reino de los suelos. Esa sería una función vital de la iglesia en el mundo, rompiendo y haciendo permeables, de alguna manera, los muros que la encierran, a veces de manera insolidaria, dentro de la quietud de los templos.

No, no. Los miembros de las iglesias, si quieren ser seguidores del Maestro y hacer que el Reino de Dios y sus valores se hagan realidad en el mundo, debe de cesar de tener solamente una vocación angelical, celeste, y tener también una vocación humana de cara al prójimo que le necesita. Amor a Dios y amor al prójimo en relación de semejanza. ¡Qué difícil nos resulta, a veces, conjugar estos dos amores.

Lo místico, lo excesivamente espiritualista y el dar la espalda al prójimo cuyo grito no queremos escuchar, pueden ser una de las causas de que la iglesia no encarne los valores del Reino y sean simplemente lugares de cumplimiento de cierto ritual vano. Así, la espiritualidad o la mística que se vive de espaldas al dolor y al grito del prójimo que nos necesita, no es la espiritualidad que debe nutrir nuestra vivencia de la espiritualidad cristiana.

En ese sentido es en el que, tanto la iglesia como los creyentes seguidores del Maestro, deben descender al mundo, a los focos de conflicto, y deben encarnarse en medio de las problemáticas en las que el prójimo está inserto. Es en ese sentido en el que pedimos que la iglesia se encarne en la realidad de un mundo cruel e injusto que hace sufrir a tantas y tantas personas reduciéndolas a un sobrante humano que se mueve en el no ser, en el no vivir y en la nada sufriente del mundo pobre, sufriente y apaleado por la insolidaridad humana, la triste realidad y el escándalo humano de tantos y tantos acumuladores que desequilibran el mundo, mientras guardan en sus almacenes de necedad como diría Jesús. Necios que reducen a media humanidad al no ser de la exclusión.

La iglesia debe descender al mundo, encarnarse, para predicar y dar un mensaje que sea a la vez de salvación eterna y de liberación del sufrimiento del hombre en su aquí y su ahora, mientras que pone en práctica los valores del reino intentando que, incluso, ese valor de que los últimos lleguen a ser los primeros. Jesús no solo nos dejó los valores del Reino, sino que dio ejemplo de acción y de servicio para que como Él hizo nosotros también hagamos. Anduvo por la tierra haciendo bienes y el hombre, el prójimo, tenía prioridad sobre el templo. Valores que debe asumir una iglesia realmente encarnada en el mundo. Bajar, descender para ponerse al lado de aquellos que son estigmatizados, enfermos, sufrientes del mundo, apaleados de la historia, torturados e injustamente encarcelados. Por ahí, por estas líneas, circulaba el programa de Jesús.