Antes de emprender el camino hacia el sueño, permanezco atenta al suave silbido que me acaricia el alma para darme el merecido descanso.
Meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama y callad.
Salmo 4:4
Tras toda una jornada larga, colmada de prisas y de un montón de cosas por hacer, al fin llega la noche, el ansiado momento de calma.
La casa queda en silencio, la luz se vuelve tenue en medio de la oscuridad.
Tumbada, deshojo los últimos minutos antes de emprender camino hacia ese estado maravilloso que constituye el sueño. En ese trayecto corto que va de la consciencia al letargo, permanezco atenta al suave silbido que me acaricia el alma para darme el merecido descanso.
Por muy dura que haya sido la faena, siempre encuentro ese pequeño remanso de paz antes de dar por concluido el día.
Pienso en todo lo que he hecho y eso otro que no debí hacer.
Doy gracias a Dios por haberme permitido hablar de Él y le pido perdón por haber omitido en algún momento su nombre.
Sé que cuando callo, cuando paso de largo ante una necesidad, estoy perdiendo de vista el horizonte, esa línea que Dios me marca para ser consciente de mi necesidad de Él.
Cada vez que con torpeza eludo mis responsabilidades como hija suya, Él me muestra sus manos horadadas y en ellas leo mi pasado, mi presente y mi futuro.
Conforto, con la lumbre de una inusitada alegría, la austera tristeza que se cuela en mí, arraigo las palabras que me dan calor y en ellas encuentro el reposo que mi vida necesita.
Para no caer en la torpeza de rehuir lo vital, permanezco en silencio y así poder escuchar lo que Él me dice.
Antes de despedirme transformo mi corazón en ese aljibe dónde macerar el agua que he de tomar a sorbos para saciar mi sed. Agua que me refresque, agua que me recuerde el breñal que era mi vida antes de convertirse en valle.
Pido a Dios que me ayude a dejar a un lado esas insignificancias que oscurecen mi mente, esas preocupaciones plagadas de trivialidad que me restan tiempo que dedicarle a aquello que sí posee sentido.
Ruego que en la penumbra de la noche Él siga proyectando su luz en mí.
¡Buenas noches Padre! Expreso a modo de adiós.
Y mientras mis ojos desbordados de cansancio se cierran poco a poco, oigo con los oídos del alma: ¡Descansa hija mía, yo velo tus sueños!
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