No olvidemos la esperanza y el consuelo futuros que supondrá permitir que las personas mueran bien.
Las personas no religiosas, e incluso bastantes que creen en Dios, suponen que no hay nada después de la muerte. La expresión de que alguien ha “fallecido”, ha perdido su sentido real de que las personas “pasan”, de alguna manera, de entre los vivos a otro lugar.
La muerte se reduce a un momento en el tiempo. En el hospital, la muerte ocurre cuando se detiene el tratamiento médico. Se desconectan los aparatos. El médico determina la causa de la muerte y ya está. Fin.
Sin embargo, el tema de la muerte, tan evitado, preocupa a todos. La epidemia de coronavirus nos enfrenta a la fragilidad del hombre y a la realidad de nuestra mortalidad, a pesar de todos nuestros medios tecnocientíficos.
La gente pensó que lo peor había pasado y que la economía se recuperaría pronto después de la primera oleada a principios de este año, (¡como si la economía fuera el verdadero paciente!). A medida que una nueva ola golpea a la población, tenemos menos confianza en nuestra capacidad para superar “esta cosa” rápida y fácilmente, a pesar de que las noticias de una vacuna ofrecen algunos destellos de esperanza.
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Ese es el fondo de toda la pandemia, la incertidumbre subyacente, que provoca tanta ansiedad, estrés e incluso depresión.
Todo el mundo está implicado, yo también, me guste o no. Puedo contagiarme del virus y contaminar a otra persona que podría morir de la Covid-19. Incluso mi propia vida está en juego, si mi correcto sistema inmunitario falla. ¿Estoy preparado para eso? ¿Están preparados mis amigos? Estas preguntas no deben evitarse.
Por la propia naturaleza de su fe, los cristianos deberían poder abordar el tema sin vacilar. El Evangelio habla de vencer a la muerte, de un Salvador que murió y resucitó, que prometió a los creyentes: “Yo vivo y vosotros viviréis”.
Sin embargo, nos llama la atención que las iglesias y los cristianos a título individual hablen tan poco de afrontar la muerte, de consolar y de sobrellevar el dolor.
A pesar de la gran cantidad de material destinado a ayudar a las iglesias y a los creyentes individuales a responder a la crisis de la pandemia, parece que se presta poca atención, si es que se presta alguna, a las implicaciones teológicas y misionológicas, de que la gente ya no puede ignorar la posibilidad de la muerte.
Estos contenidos pueden formularse en forma de preguntas que nos hagan pensar: ¿Qué tienen que decir los cristianos sobre la muerte? ¿Qué podemos ofrecer a los moribundos, aparte de la presencia personal y la asistencia médica? ¿Damos un verdadero consuelo? ¿Algún tipo de perspectiva?
¿Cuál es la “buena noticia” para las personas confinadas en una unidad de cuidados intensivos o en una residencia de ancianos? ¿Cuál es nuestro mensaje a una sociedad que se enfrenta a la pandemia? ¿Cómo podemos animar a la gente a tomarse en serio su mortalidad?
Muy brevemente, queremos destacar tres elementos de respuesta a la cuestión de la muerte.
El creyente es realista en la medida en que acepta plenamente las implicaciones de su mortalidad y al mismo tiempo está lleno de esperanza porque ha depositado su confianza en Dios Padre Celestial, por medio de Jesucristo, para esta vida aquí y ahora, para el momento de la muerte y para la vida eterna.
Desde el punto de vista cristiano la muerte tiene sentido. No es el final, sino una transición ‘ontológica’; la misma persona que vivió en la tierra entrará en un nuevo modo de existencia, en una nueva dimensión de vida.
El creyente sabe que estará “con el Señor, en la casa del Padre”, gracias a Jesucristo, que abrió la puerta de la vida eterna a los hombres.
Aunque esta oferta de salvación se hace a toda la humanidad, tiene que ser recibida por la fe. ¡Es en esta vida donde se determina el futuro más allá de la muerte!
En la historia de la Iglesia se ha desarrollado toda una tradición de pastoral denominada ars moriendi, “el arte de morir bien”[1]. El término ars moriendi se remonta al siglo XIV, en la época de la peste negra, cuando las iglesias pidieron a los teólogos que escribieran guías para consolar a los moribundos.
Pero esto parte de una práctica que es tan antigua como la propia iglesia. Y ha continuado hasta el siglo XIX incluido. Se han escrito muchos textos para ayudar a los creyentes a darse cuenta de su mortalidad y a estar preparados para morir, en el momento en que el Señor les llame “a casa” y para consolar a los que se enfrentan a una muerte inminente.
En 1519, Martín Lutero predicó su famoso sermón sobre la preparación para la muerte, en el que proponía 20 puntos de reflexión sobre la misma. “Debemos familiarizarnos con la muerte durante nuestra vida, invitándola a nuestra presencia cuando todavía se halla a distancia y no está en movimiento”, predicaba Lutero.
La práctica de este memento mori (recordar la muerte) permite a los cristianos superar el miedo natural a la muerte y luchar contra el demonio que, sobre todo en la hora de la vida, busca asustarnos con “pensamientos peligrosos y perniciosos” y quitarnos la seguridad de la vida eterna.
Uno debe prepararse para la muerte a lo largo de su vida. Uno puede estar seguro de que Dios da “grandes beneficios, ayuda y fuerza” cuando el creyente se enfrenta a la muerte, y por la que puede ser “amado y alabado”, incluso en la última hora.
Esta tradición ha caído en el olvido, con el pensamiento contemporáneo muy centrado en la experiencia de fe en esta vida. Pero ahora, cuando la epidemia nos enfrenta a nuestra fragilidad, se nos recuerdan temas que quizás hemos dejado demasiado de lado.
John Sikorski[2] escribe que hoy en día nos encontramos en una encrucijada: un enfoque medicalizado y científico hacia la muerte acompañado de un gran miedo al sufrimiento que se manifiesta de dos maneras prácticas y diametralmente opuestas.
Por un lado, conduce a argumentos a favor del suicidio asistido por médicos, una vez que ya no es posible una determinada calidad de vida. Por el otro, lleva a la búsqueda incesante de terapias nuevas y experimentales.
Se persigue el tratamiento a toda costa, sin tener en cuenta tanto la probabilidad de éxito como las cargas desproporcionadas que los tratamientos extraordinarios pueden suponer para la calidad de vida del individuo y de su familia.
El miedo al sufrimiento y a la muerte conduce así a prácticas que privan a las personas y a las familias del bien potencial que supone acompañar, soportar y, en última instancia, vencer a la muerte compartiendo la victoria de Cristo sobre ella.
Afortunadamente, existe el movimiento de los hospicios que pretende crear un espacio para los moribundos en el que se les pueda acompañar de forma muy personal.
Matthew McCullough despertó recientemente mucha atención al escribir sobre la mejora de la conciencia de la muerte, entre los cristianos[3]. Cuando somos conscientes de la realidad de la muerte, vemos nuestros problemas desde otra perspectiva.
Nuestra alegría no depende sólo de lo que nos aporta esta vida. Además, al enfrentarnos a nuestra mortalidad nos hacemos más conscientes del poder de Jesús en nuestras vidas, que nos da la fuerza para vivir y morir con él.
Es precisamente esta conciencia de la muerte la que nos permite disfrutar de una vida con esperanza. Vivir así, pues, es nuestro testimonio evangelizador.
Hay una larga historia de atención cristiana a los moribundos. Las epidemias se han producido a lo largo de la historia, propagándose de una región a otra a través de los comerciantes, los soldados y otras personas que viajaban. En toda la Europa “cristianizada” fueron un fenómeno recurrente, hasta el siglo XX.
La más grave de todas fue la peste bubónica llamada “La Peste Negra”, que aniquiló entre un tercio y la mitad de la población europea en el siglo XIV y que siguió reapareciendo periódicamente en Europa hasta el siglo XVIII.
La gente no conocía las verdaderas causas de ésta y otras enfermedades epidémicas, hasta que se descubrió, a finales del siglo XIX, qué son los virus y cómo se propagan. Pero siempre se tomaron las mismas medidas que hoy contra el coronavirus: aislar a los enfermos del resto de la sociedad.
A las personas que sufrían la enfermedad se las dejaba más o menos morir, mientras que las que podían permitírselo abandonaban las ciudades abarrotadas donde la gente corría más riesgos y esperaban el fin de la epidemia.
Es interesante ver que las iglesias, los monasterios y los grupos voluntarios de cristianos siempre han respondido a las epidemias cuidando a las personas que las sufrían.
Historiadores de la Iglesia como Rodney Stark escriben que durante las epidemias en el Imperio Romano y en la temprana Edad Media la tasa de supervivencia entre los cristianos era mucho más alta que la de la población general porque éstos se cuidaban unos a otros, aumentando incluso las posibilidades físicas de sobrevivir a la epidemia. Los cristianos se arriesgaban a contraer ellos mismos las enfermedades, debido a su esperanza. No temían a la muerte[4].
En el siglo IV, el padre de la iglesia Basilio de Capadocia creó una institución de hospitalidad, destinada a atender a los desamparados, los enfermos y especialmente a los moribundos. Este ejemplo fue rápidamente seguido en todo el mundo cristiano y estas instituciones se convirtieron en los hospitales.
Los cristianos siempre han tendido la mano a la sociedad en general. Los reformadores Lutero y Calvino subrayaron que es una cuestión de caridad cristiana atender a los que sufren la peste, a pesar del riesgo de ser contaminados.
Ellos y otros líderes de la iglesia argumentaron que los creyentes pueden correr este peligro, porque no tienen que temer a la muerte y tienen la esperanza de la vida eterna.
La lectura de los relatos de la atención cristiana en tiempos de las epidemias anteriores nos inspira hoy. Animan al personal médico cristiano en su servicio a los que sufren. Animan a las iglesias a buscar formas de llegar a los que sobrellevan esta congoja, a pesar de las medidas restrictivas.
Como muchas personas sufren la falta de contacto personal, todos se dan cuenta de lo valioso que es esto. Refuerza la resiliencia de los que padecen e incluso contribuye a su supervivencia física.
La Covid-19 ha traído una época de grandes retos, pero también de oportunidades para la iglesia. La ocasión de participar en buenas obras prácticas, llegando a los más vulnerables de la sociedad para satisfacer sus necesidades actuales.
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Pero en el ajetreo del aquí y ahora de ayudar a la gente a “vivir bien” no olvidemos la esperanza y el consuelo futuros que supondrá permitir que las personas mueran bien.
Este artículo se publicó por primera vez en la edición de diciembre de 2020 de la revista Vista y se ha reproducido con permiso.
Notas
[1] Para una descripción de esta tradición, y de los autores modernos de varias iglesias que llaman a renovar esta tradición en el contexto actual, véase Donald F. Duclow, "Ars moriendi", en Glennys Howarth y Oliver Leaman (editores), Encyclopedia of Death and Dying Paperback [Enciclopedia de la muerte y la agonía, en rústica] (Routledge, 2014)
[2] John Sikorski, 'Hacia una recuperación del morir cristiano: Ars Moriendi', Reformed Journal, Vol. 32 nr. 6, 31 de octubre de 2017
[3] El libro de Matthew McCullough, Remember death: The Surprising Path to Living Hope [Recuerda la muerte: El sorprendente camino hacia la esperanza viva] (Crossway, 2018).
[4] Rodney Stark, El triunfo del cristianismo: Cómo el movimiento de Jesús se convirtió en la mayor religión del mundo (Nueva York: Harper One, 2011), p. 114
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