Somos pequeños nudos de dudas que no comprenden la realidad en la que viven. Y la razón para que todo esto pase es que desconocemos el poder de la gracia que está en nosotros, que hemos recibido.
De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia.
Juan 1:16
Hay días en que nos desviamos y, queriendo o no, volvemos a la espiral de pensar que da igual cuánto nos esforcemos, cuánto luchemos por todo, nunca es suficiente. No es que no pasemos el juicio de los demás, es que no pasamos el propio nuestro, que es peor. Queremos descansar, recibir consuelo, pero en vez de eso acabamos acusándonos de que no somos suficientemente píos, ni devotos, ni santos. Y soy consciente que de que así es como viven muchos cristianos, con esa carga. Soy consciente de que ha habido quienes se han aprovechado de ellos y se han querido hacer administradores de la gracia de Dios bajo sus propias condiciones. Y cuando no lo han hecho otros, lo hacemos nosotros mismos, negándonos a este bien profundo, constante, a esta agua viva que nos alimenta.
Es una lucha imposible. Y es inútil, como todo lo que es mentira.
Este versículo de Juan deja claro que la gracia ya la hemos recibido junto con Cristo; no hay que ganársela. Y la gracia, que ya de por sí es suficiente, no viene sola, sino que la acompaña esa sensación de plenitud. Nosotros estamos llenos de normas, de límites autoimpuestos; somos pequeños nudos de dudas que no comprenden la realidad en la que viven, e intentan domarla a través de una nueva ley hecha, de nuevo, a imagen del hombre, y no del Dios al que amar y conocer. Y la razón para que todo esto pase es que desconocemos el poder de la gracia que está en nosotros, que hemos recibido. Y no solo gracia, sino gracia sobre gracia. No conocemos la libertad profunda y maravillosa que viene con esa gracia.
Estoy escribiendo esto en un hueco, apuntando notas recién levantada después de una noche muy dura de insomnio obligado. Mi marido no se encuentra y bien y debe descansar, y se me hace complicado encargarme de todo. Tengo que levantarme en un momento a preparar los desayunos, y a organizar la comida de mediodía, y a hacer de maestra en casa con el mayor. Tengo una lista de tareas del trabajo enorme, casi tanto como la pila de ropa que lavar y tender. Tengo muchas dudas que me cargan, acerca del día de mañana, de la semana que viene, de cómo irá todo, de si podremos seguir en pie. Tengo carga por los problemas de mis vecinos, de mis amigos, de mis hermanos que están en otros lugares y a los que la pandemia también les está afectando. A lo que me refiero es que si a mí, hoy, en uno de esos días que nacen difíciles, no me queda claro que la plenitud de Cristo está sobre mí, que su gracia es una realidad en este día y puedo observarla en miles de pequeñas cosas, no me sirve de nada ser cristiana. Necesito la gracia sobre gracia y la plenitud, porque, de lo contrario, solo me quedaría convivir con mi propia miseria y mi cansancio.
La plenitud de Cristo significa que él es suficiente. No sé si a vosotros os pasa esta sensación constante de que lo que sucede en el mundo nos supera; que no podemos hacer nada por frenar el curso de los acontecimientos que, a menudo, nos pasan por encima como apisonadoras. Bien, pues esa plenitud significa que, en el silencio de la oración, puedes meditar en que Cristo está por encima de todo eso. Y tú estás con él. Puede que hoy, en medio de todo, no signifique “nada más” que consuelo, pero el consuelo es lo que más necesitamos, así que es suficiente.
Ese poco a poco, esa meditación tranquila, de repente hace efecto y empieza a cambiar el ánimo. La ansiedad se comienza a diluir. Solo en esa plenitud, en esa gracia; en ninguna otra cosa. Más allá de Cristo, la ansiedad, la incertidumbre, la culpa y la vergüenza corren a sus anchas dispuestos a devorarnos.
Pero, en cambio, se nos ha concedido una gracia viva y suficiente para que nada de esto acabe con nosotros. ¿No es una noticia fantástica?
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