Cuando se habla de ilegales, de “sin papeles”, cuando se margina a estos nuevos ciudadanos, cuando se les explota u oprime, cuando les hacemos caer en las trampas de la injusticia, cuando son presa de la desigualdad o del racismo, estamos tratando a muchos de estos trabajadores extranjeros como si sólo fueran cuerpos con unas manos para el trabajo. No los tratamos como personas, como seres humanos. No podemos ver en ellos nada de la imagen de la divinidad. Pero detrás de cada uno de estos cuerpos hay una cultura, unos afectos, una familia, un idioma, una religión, unos derechos y unos deberes.
Los cristianos, siguiendo el ejemplo del Maestro Jesús, sus prioridades, compromisos y estilos de vida en defensa de los más débiles y desprotegidos, se deben convertir en valedores, defensores y liberadores de estas personas, usando, si es necesario, la denuncia social de la que nos dieron ejemplo los profetas y el mismo Jesús. No vale con no abusar de ellos. Se puede caer en el pecado de omisión de la ayuda. Hay que implicarse de forma positiva y activa ayudando, defendiendo y denunciando las anomalías que en la sociedad se pueden producir en torno a los inmigrantes. El inmigrante que se quemó hace unos días a lo bonzo y que ya ha fallecido, no debe ser la única denuncia pública que se produce en nuestras sociedades ante la falta de salidas socioeconómicas, el abuso, el impago por trabajos realizados y la opresión. En ese sufrimiento se podía reflejar algo del rostro de Dios sufriendo con los oprimidos del mundo.
La iglesia no puede dar la espalda a la imagen de este hombre ardiendo como denuncia pública de la situación de muchos inmigrantes, sino que debe acoger su denuncia y potenciarla. El nuevo ciudadano que nos llega de allende los mares o fronteras, debe ser acogido, tratado como persona y darle acceso a las posibilidades mínimas para que pueda desarrollarse como persona. Por eso, desde aquí, denunciamos todo abuso y opresión, todo cierre de puertas y falta de acogida a ciudadanos que, viniendo a buscar mejores condiciones de vida, se dan cuenta que han caído en el abuso y la exclusión. Es como volver a dejar a Dios en la exclusión del pesebre por no haber lugar para Él.
Hoy se habla de la memoria histórica que se debe de aplicar a otras situaciones sociopolíticas del pasado. Yo reclamo memoria histórica para que no olvidemos que nosotros también fuimos inmigrantes. Yo, cuando era estudiante, viajé a Europa en trenes cargados de emigrantes españoles. Todos con su hatillo al hombro, sus maletas pesadas de madera pintadas de marrón. A uno de ellos vi que le fue requisada por la policía, en la frontera alemana, una de estas maletas porque iba llena de chorizos, morcillas y otros productos del cerdo que no podían pasar a su nuevo lugar de destino. Al inmigrante se le saltaban las lágrimas -quizás repercutió en el rostro de Dios mismo- viendo como se llevaban su maleta con estos productos alimenticios que, quizás, le eran imprescindibles. Un policía alemán dijo: “Yo no he hecho la ley”. Fue su único comentario mientras retiraban esta maleta llena de estos productos españoles. Baste este ejemplo para recordar que nosotros también fuimos emigrantes a Europa, a América y a otros lugares del mundo en busca de mejores situaciones de vida. Hoy, hemos pasado de ser un país de emigrantes a ser un país que recibe oleadas de inmigración. Sería bueno que pensáramos lo que implica ser tratado como cuerpo, como mano de obra legal o ilegal, y que lo comparásemos con el hecho de ser tratados como personas, sin ningún tipo de pérdida de dignidad, sin ningún tipo de racismo ni exclusión.
Tratar como personas a estos nuevos ciudadanos, como prójimos, que se incorporan a las tareas que son imprescindibles que se realicen en nuestro país, es un desafío que nos enfrenta ante un ser humano, igual en derechos y en deberes a todos nosotros, un hermano del que yo soy responsable y que no me va a valer delante de Dios la pregunta de la muerte, la de Caín, la del homicida del hermano: “¿Soy yo, acaso, el guarda de mi hermano?”.
Se necesita más sensibilidad ciudadana y humana, más apertura al prójimo, más acogida. Hay que hacer esfuerzos de convivencia intercultural, de esfuerzo mutuo, de respeto mutuo, para que, realmente, estos nuevos ciudadanos que llegan a nuestros países puedan llegar a la práctica de una convivencia intercultural, entre iguales en apertura hacia el otro.
Aquí necesitamos educación ciudadana, escuchar, entender, respetar... pero se necesita también educación para la vivencia del cristianismo en forma práctica y comprometida con los débiles del mundo. Entre todos debemos ir conformando esta sociedad plural e intercultural con tanta presencia proveniente de las migraciones internacionales. Entre todos debemos ir conformando la posibilidad de que el multiforme rostro de Dios sea visible en nuestras sociedades plurales y diversas, pero conformadas por ciudadanos del mundo iguales en dignidad y derechos.
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