Siempre pensó que la mejor forma de mantener esa herencia era familiarizarnos con la fe evangélica e integrarnos en ella. Por eso nos criamos entre los bancos de la Iglesia Evangélica de Valdepeñas. Consiguió que esta iglesia evangélica de pueblo fuera siempre nuestro punto de referencia. Si tuviera que contar la cantidad de sermones que escuché, de estudios bíblicos, de escuelas dominicales o de testimonios compartidos, sin nombrar la cantidad de himnos o coritos que cantábamos, serían innumerables. En ninguna de estas intervenciones escuché la palabra solidaridad… quizás porque no estaba en la Biblia.
Hoy, pasados ya tantos años, la realidad no ha cambiado mucho.
Cuesta que la palabra solidaridad entre en el vocabulario evangélico. Quizás la expresión eclesial más adecuada con la que habría que vincularla, sería la de amor al prójimo que, si se quiere dar en un sustantivo, sería el de projimidad.
Sin embargo, la palabra solidaridad hoy la uso mucho en todas mis intervenciones, tanto escritas como habladas. Es una palabra que la gente entiende mejor que la de projimidad. Al igual que ésta, vincula entre sí a todos los seres humanos. De alguna manera nos responsabiliza a unos con respecto a los otros. Un solo individuo se puede sentir solidario con toda la humanidad sufriente.
Una sociedad entera se puede sentir solidaria con un solo individuo. La solidaridad nos interrelaciona y nos hace responsables los unos con los otros. Es toda una vertiente de la projimidad que nos enseñó Jesús. Creo que la palabra solidaridad se podría agregar, sin ningún tipo de problemática, al lenguaje que se emplea desde los púlpitos de las iglesias. Desde la solidaridad se puede ver al prójimo tanto en su vertiente colectiva como individual. Hoy es necesario tener la visión colectiva del prójimo sufriente. El prójimo que nos necesita puede ser más de media humanidad. Eso debe de interpelarme y comprometerme. Debe despertar mi solidaridad.
La solidaridad nos dice que todos somos interdependientes, que yo soy responsable de mi prójimo, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. Los grandes problemas sociales del mundo nos afectan a toda la humanidad. Es de locos o de necios el volver la espalda a estas problemáticas mostrando una insolidaridad insensata. En este caso no solamente diríamos que no hay solidaridad, sino que no hay projimidad, ni vivencia de la espiritualidad cristiana. Como mucho, en el campo de lo religioso, hay un torpe cumplimiento de un ritual sin ningún tipo de sentido. Fuera de la solidaridad o de la projimidad la religión es vana. Es simple metal que resuena o címbalo que retiñe molestando a los oídos de un Dios que no puede escuchar nuestras súplicas.
La solidaridad que se une al amor y al concepto de projimidad que nos trajo Jesús, no es un simple sentimiento de cierta pena por la situación de algunos en el mundo. La solidaridad del que tiene fe, rápidamente se debe poner en acción. Al menos en acción de denuncia si su acción sociopolítica no puede llegar a más en el campo del tejido de la insolidaridad humana entre las naciones y los pueblos del planeta tierra. La solidaridad nos dice que somos responsables de la vida de nuestro hermano, que tenemos un compromiso de llevar al mundo los valores del Reino de Dios y su justicia, que tenemos que intentar que esta justicia culmine consiguiendo el mayor índice de bien común que se debe dar en la humanidad. La solidaridad nos debe llevar a la lucha y el compromiso por el cumplimiento de los Derechos Humanos en el mundo, por la dignificación de las personas. La solidaridad nos dice que toda persona en el mundo es un igual en cuanto a derechos, y nos lleva a superar todo tipo de diferencia, de marginación, de opresión, de robo de dignidad, de tortura, maltrato o incumplimiento de los Derechos Humanos que son para todo hombre por el simple hecho de formar parte de la humanidad.
Cualquier muerte por hambre, cualquier injusticia, cualquier violación de los derechos elementales de la persona, debe ser considerada como una agresión a nosotros mismos. La solidaridad me hace partícipe de la injusticia o del sufrimiento del otro. La solidaridad me dice que esas injusticias, esas violaciones y robos de dignidad repercuten en toda la humanidad y, por tanto, repercuten en mí mismo, me concierne, debo unirme al grito de los sufrientes o gritar por ellos cuando no tienen voz. La solidaridad me dice que esa fuerte competitividad por el tener y el poseer va en contra del sentimiento de projimidad y contra el amor entre los humanos. El sentimiento solidario me dice que el tener y el consumir sin límites va contra la fraternidad de los pueblos, porque hay muchos que no tienen lo mínimo imprescindible para conservar su dignidad o, simplemente, su vida. Una cultura insolidaria en la que irá generando violencias sociales en el ámbito personal, nacional o internacional. Una cultura insolidaria no es una cultura de paz, sino de violencia, terrorismos y guerras.
Quizás es que la sociedad entera necesita una conversión genuina, una conversión que no consiste en el cambio de confesión religiosa. Una conversión a los valores del Reino, valores todos ellos solidarios con los pobres, los proscritos, los marginados y los sufrientes del mundo. Una conversión que transforme los valores éticos y morales rescatando muchos de los que hoy son contravalores, contracultura. Se podría llamar cultura de la solidaridad -no veáis problema en el uso de esta palabra porque no se encuentre en la Biblia-, aunque Jesús no la llamó así: el Maestro la llamaría la cultura de los valores del Reino. Valores todos ellos solidarios. Valores imprescindibles para una auténtica solidaridad cristiana que es coincidente con la verdadera solidaridad humana…
porque el cristianismo es muy humano. Como lo fue Jesús.
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