Hoy debemos tener claro que creer ya es comprometerse con el prójimo.
Recuerdos de mi infancia, de la iglesia de mi pueblo. Existían los que eran del mundo y los que eran de la iglesia evangélica, o sea, se supone que de Cristo. Dos universos separados. Se eludían muchos compromisos con el mundo y, el pueblo de Dios evangélico, se recluía entre las cuatro paredes de la iglesia. Frases repetidas en aquellas congregaciones: “eso es algo del mundo”, “cuidado con lo que estudias, no te vaya a llevar al mundo”, “no os juntéis en yugo con personas del mundo”, “las preocupaciones del mundo te pueden apartar del Evangelio”. Existía toda una prevención ante lo que era o se consideraba del mundo, del malvado sistema mundo. Yo creo que, hoy, afortunadamente, la situación, en general, ha cambiado bastante. El cristiano sabe que está comprometido con el mundo. Debe saberlo y ser consciente de ello.
En nuestro mundo, nuestra cosmovisión tiene que ser diferente. Si antaño, el sistema mundo se vivía en huida para no contaminarse con aquellas cosas que pertenecen al mundo y no a los hijos de Dios, hoy debemos tener claro que creer ya es comprometerse con el prójimo y, por tanto, con la sociedad y con el mundo en el que se desenvuelve ese prójimo nuestro.
Así, si en aquellas épocas, algunas predicaciones, y en el ambiente en general, se podía hablar de huida sin cuartel, de una fuga necesaria y urgente de todo ese sistema mundo, envuelto en estructuras de pecado, en redes de maldad ante las que deberíamos estar prevenidos, hoy es bueno que nos demos cuenta que hemos de proclamar nuestro servicio y preocupación por el mundo en el que debemos tener también arraigada nuestra fe en solidaridad con el hombre que nos necesita.
Si desde esos parámetros, la iglesia podría ser feliz, estar gozosa, pero era bastante difícil ser sal y luz en medio de un mundo de dolor, hoy debemos experimentar la alegría y el gozo del encuentro con el hombre y con su mundo, nuestro mundo, dispuestos a evangelizar culturas y ambientes, a la vez que inculturamos nuestro ministerio… quizás sea esa la razón de ser o estar el cristiano en medio de la sociedad, arraigados en la historia que nos ha tocado vivir.
Quizás no sea esa huida el sentido de la frase del apóstol Pablo cuando dijo: “No os conforméis a este mundo”. Una cosa es tomar la forma del mundo, y otra es estar en el mundo sin dejar de moldearse por él, sin tomar la forma y la imagen que éste nos quiere dar. Una cosa es ser luz del mundo, manos tendidas en medio de una sociedad hostil, y otra es conformarse a ese mundo. Estamos llamados a estar en el mundo de una manera comprometida, a la vez que no nos conformamos a él, que no formamos parte de su imagen pecaminosa. Jesús no quería que el Padre nos apartara del mundo, sino que nos guardara del mal. Por eso, toda huida y desprecio del mundo, es negativa. Tenemos que ser las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor.
Nosotros debemos acercar el Reino de Dios al mundo, con sus valores, ser agentes de liberación en medio de un mundo de dolor. Nunca debemos desconectar nuestra experiencia de la espiritualidad cristiana, del presente en el que estamos en el mundo, en nuestro aquí y nuestro ahora que nos ha tocado vivir en contacto con las problemáticas, los anhelos y necesidades de nuestro prójimo, sea creyente o no, de cualquier raza o lengua y cultura. Debemos vivir el presente en el mundo, aunque todavía exista ese “todavía no” del Reino del que hablan los teólogos.
La huida, desconectándonos del presente y del grito del prójimo sufriente, es un pecado de egoísmo y de vivencia de una espiritualidad desarraigada del mundo, desencarnada, insolidaria y de espaldas al hombre o mujer que nos necesita, de espaldas a la denuncia y a la búsqueda de justicia o, como dice también la Biblia, de espaldas al hacer justicia y tener misericordia. Así, pues, el cristiano no debe ser cobarde dando la espalda a las realidades sociales, sean éstas de tipo político, económico, cultural o social. Debemos ser sal y luz en medio de un mundo de dolor, de pecado y de estructuras socioeconómicas injustas. Como también se puede decir, en términos aparentemente más teológicos, agentes de liberación del Reino de Dios en medio de un mundo de dolor.
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