El arrepentimiento siempre guarda algo de misterio para el ojo humano. Gracias a Dios, que conoce los corazones.
Después de 77 años, los últimos 21 bajo arresto, ha fallecido Kaing Guek Eav, conocido como Camarada Duch. Una muerte que, aunque de forma indirecta, vuelve a poner en boca de muchos medios de comunicación el interrogante moral sobre la sinceridad del arrepentimiento por parte de aquellos que han cometido más crímenes y más atroces.
Y es que, entre 1976 y 1979, Duch fue el director de la prisión S-21, o Santebal, donde fueron asesinadas más de 13.000 personas bajo el gobierno de los jemeres rojos y el Estado de Kampuchea Democrática, el régimen de Pol Pot. Una responsabilidad que en 2009 le valió ser el primer alto cargo jemer condenado, con una pena de 35 años de prisión por parte del tribunal internacional para el genocidio camboyano, y que dos años después se amplió a la cadena perpetua.
Detenido en 1999, cerca de la frontera entre Camboya y Tailandia, tras ser descubierto por un fotógrafo irlandés, su muerte, tras años de lidiar con una enfermedad popular, ha encontrado espacio en la mayoría de medios internacionales, que destacan su conversión al cristianismo y su reconocimiento de la responsabilidad en los hechos que se le imputaban, pero que añaden una nota de duda al respecto cuando recuerdan que, después de admitir los crímenes, pidió a la justicia ser exculpado asegurando que cumplía órdenes superiores.
Esa es la pregunta que resuena de fondo, en realidad. Si alguien que aseguró ser el responsable “único e individual de la pérdida de al menos 12.380 vidas”, alguien que explicaba así sus crímenes: “Normalmente les cortábamos el cuello, los matábamos como a pollos”; si alguien así puede en verdad arrepentirse.
Pero lo cierto es que nuestra óptica, la humana, que es lo que en definitiva somos todos en primer lugar, seres humanos, es limitada para abordar ciertas cuestiones. Y la de la sinceridad del arrepentimiento en situaciones de una dimensión tan profunda como la que afecta al caso de Duch, es una de ellas. Una muestra es el intento de proseguir con el uso del sistema de etiquetaje que pone de manifiesto nuestra implacable necesidad de establecer un entendimiento de las personas y los hechos, incluso aún cuando sabemos que no podemos alcanzar su magnitud.
Por eso la mayoría de medios internacionales han utilizado los adjetivos “infame”, “genocida”, “torturador” y “asesino” en sus epitafios sobre Duch. Y por eso el lector lo acepta, porque en cierto sentido necesita seguir reconociendo el rostro del bien y del mal a través de nobeles de la paz y de “monstruos” históricos. Pero eso es olvidar la condición humana común y compartida por todos, y por lo tanto, es insuficiente para tratar de establecer algún juicio superior (el penal es totalmente legítimo y, de hecho, nuestra responsabilidad), que afecte a la existencia individual misma.
“Querría pedir perdón a los supervivientes del régimen y a las familias de las víctimas que tenían seres queridos que murieron brutalmente en la S-21. Querría que me perdonaran”, decía Duch durante una de las sesiones del proceso judicial, en 2009.
Unas palabras así nos sitúan ante la realidad de que hay cuestiones que escapan a nuestro dominio de la realidad, a nuestra capacidad para percibir motivaciones y determinar una sentencia al respecto. Por mucho que medios y lectores se aferren a sus etiquetas y que Emmanuel Carrère evoque a Satanás como ‘el adversario’ actuando bajo la apariencia de una falsa piedad renovada por el arrepentimiento.
Ha fallecido Duch, ¿un camarada arrepentido? El arrepentimiento siempre guarda algo de misterio para el ojo humano y nos exige humildad, silencio en la gran mayoría de casos. Gracias a Dios, que conoce los corazones y ha provisto de lo necesario para que “deje el malvado su camino”.
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