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Viñas, D. Quijote y frutos de justicia

Ya sabéis que soy manchego y, por tanto, las viñas han formado parte de mi infancia, al igual que los campos de trigo y cebada, grandes extensiones de vides o de cañas de trigo o cebada que culminaban en una espiga madura que era azotada por el viento. Ese era nuestro mar en el interior de la Península, la forma de vida de los manchegos.
DE PAR EN PAR AUTOR Juan Simarro Fernández 23 DE OCTUBRE DE 2006 22:00 h

Todo mi pueblo, Valdepeñas, estaba rodeado de eras en donde se trillaba el trigo y, ya en el interior del pueblo, todo estaba minado por las bodegas en donde se cosecharía un vino que inundaría después toda España.

Cuando uno va desde Madrid Valdepeñas, al pasar al pueblo, se encuentra con la llamada Avenida de las Tinajas. A ambos lados de esta vía todo está lleno de tinajas enormes. Todos en el pueblo viven en función de la cosecha del fruto. Muchos niños, como yo, jugábamos entre las tinajas. En mi caso era una vieja bodega que ya no se usaba y los niños la teníamos como un campo de recreo. ¿Qué hubieran hecho aquellos agricultores si, año tras año, al ir recoger el fruto a la viña se hubieran encontrado con uvas agraces y vides sin fruto?

Las viñas son mimadas por los agricultores. Hay que podarlas, labrarlas… y estar pendientes del cielo, de las lluvias. El monumento al agricultor que hay en mi pueblo, es la figura de un hombre mirando al cielo. Además de la poda y la labranza, los agricultores se pasan días y días pendientes del cielo pensando en el fruto que han de recoger. Si no llueve o cae granizo o piedra, se puede estropear el tan esperado fruto. Es por eso que el campesino ve con tanta alegría el fruto dorado y maduro. La recogida de la uva es como una acción de gracias al cielo.

Los manchegos tenemos nuestra identidad, quizás más fuerte de lo que algunos piensan. Lo que pasa es que un día, nuestra identidad se abrió al mundo y nos hicimos ciudadanos del mundo. Recuerdo que, cuando yo estuve un tiempo en Alemania, como profesor de español al acabar mis estudios de Filosofía, los alemanes reaccionaban mejor cuando decía que era de la Mancha que cuando decía que venía de Madrid, ciudad que me adoptó cuando tenía trece años. Aunque, al fin y al cabo, Madrid también es manchego, o sea, abierto al mundo. Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, eran las ciudades que componían una de las Castillas, hoy Castilla La Mancha, de la cual se desgajó Madrid en el tiempo de las autonomías. Fue Cervantes el que hizo a la Mancha la zona más internacional del mundo. Nos hizo buscadores de justicia y guerreros armados hasta los dientes contra los ladrones de dignidad: “Ven aquí ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo y de nada te ha de valer tu cimitarra”. Es la frase de Don Quijote en su lucha por la justicia y por deshacer los entuertos del mundo. La Mancha, por tanto, ha dado algo más que uvas y cereales. Ha dado también frutos de búsqueda de justicia, frutos solidarios. Los manchegos se pueden manchar sus manos, cual Quijotes, en la ayuda al prójimo tirado al lado del camino.

Lo malo es cuando no hay frutos. Cuando el labrador o el dueño de la viña va gozoso a recoger sus frutos y ve que ha sido burlado. Los frutos dorados y maduros no están allí. Sólo ha quedado todo en la frondosidad de los pámpanos o en algunos racimos agraces que no valen ni siquiera para que se los coman los animales. Así fue en la parábola de la viña de Isaías. El profeta se convierte en un profeta de un Dios decepcionado después de haber amado, cuidado y labrado su viña: “La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar; y esperaba que diese uvas y dio uvas silvestres”. ¡Qué decepción! Además, la había plantado en una ladera fértil. La decepción del viñador fue enorme: “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?”. Esa puede ser la experiencia de Dios con nuestras vidas o con su pueblo en medio del mundo, con su iglesia. Esperaba frutos, pero sólo ha encontrado pámpanos con buena apariencia, pero que al buscar el fruto entre ellos, poco o nada es lo que se puede recoger. Fue la experiencia del profeta Isaías.

Las cosas no han cambiado mucho. En lugar de frutos solidarios y de aplicación de los valores del Reino en medio de la humanidad, nos seguimos encontrando con grandes masas de excluidos, oprimidos, marginados, robados de su dignidad, apaleados y tirados a un lado del camino. Son aún los frutos de un pueblo cuidado y amado por Dios que no ha podido extender los valores del Reino de Dios que ya está entre nosotros. ¿Es inútil esperar frutos buenos y de arrepentimiento del hombre? ¿Es una ilusión creer que podemos ser las manos y los pies de Jesús moviéndonos en medio de un mundo de dolor y dando frutos de justicia y misericordia? ¿Merece que Dios nos deje vivir en medio de la tierra de forma insolidaria y sin los frutos del compromiso, o debería arrancarnos de la faz de la tierra como el labrador tuvo que hacer con la viña?

La decisión del labrador con su viña fue ésta: “Le quitaré su vallado, y será consumida; aportillaré su cerca, y será hollada”. Pero Dios no arranca al hombre de la faz de la tierra. Lo que hace es enviar a sus profetas para que hablen y luchen por la justicia. Éstos tienen que clamar contra el culto o ritual diario que ofrecían a Dios los ricos opresores inmisericordes con los pobres. ¿Cómo podía hacer eso un pueblo al que Dios ha labrado, regado y cuidado? Tiene que enviar profetas que defiendan a los pobres de los acumuladores y de los jueces corruptos, hay que denunciar a las autoridades y estructuras injustas de poder, a los profesionales de la religión que, en lugar de ser los guías espirituales se alían con los opresores, a los políticos que pisotean el derecho de los pobres, que traicionan al mismo Dios aunque en medio de plegarias y cilicios y cenizas, hay que protestar contra los que usan la ley para quedarse con lo que corresponde a las viudas y a los huérfanos, hay que denunciar a los que se dedican al lujo y al placer, intentar que no todo quede en un pueblo que marcha hacia su autodestrucción.

Esta es la labor del pueblo de Dios hoy si quiere dar frutos, si quiere que su culto sea acepto al Dios que va a venir a recoger los frutos de la viña que ha plantado y cuidado. No se que el Señor de la viña, pase de la decepción a la cólera y nos quite su cerca protectora para que seamos hollados por las bestias del campo. Así de dura es la canción de la viña que nos narra Isaías. Nos narra la decepción de un Dios que “esperaba juicio y he aquí vileza; justicia y he aquí clamor”. Yo oro para que no sea así con su pueblo en medio del mundo. Los profetas tenían siempre frente a ellos un halo de esperanza a la que yo me aferro. ¡Que demos frutos, Señor!
 

 


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