Ante el coronavirus, ante la enfermedad, ante la muerte inesperada, debemos trabajar en una ética que busque el rostro humano, el rostro de los sufrientes en este momento de pandemia.
Días difíciles en los meses de marzo y abril de este año 2020. Meses nefastos. El coronavirus enferma a muchos, los mata, hiere la economía, deja desvalidos a los más pobres, a los más vulnerables. Quizás esta pandemia traiga más pobreza que muerte. La ética, y fundamentalmente la ética cristiana, no puede dedicarse solamente a estudiar el bien y el mal de una forma desarraigada de la hiriente realidad. No debe trabajar sobre cuestiones éticas abstractas, sobre todo cuando el hombre sufre y muere inesperadamente. Ante el coronavirus, ante la enfermedad, ante la muerte inesperada, debemos trabajar en una ética que busque el rostro humano, el rostro de los sufrientes en este momento de pandemia.
Esos rostros interpelan a la ética. Sobre todo el rostro de los mayores, aquellos que, según testimonios, no acceden a un respirador porque otros, más jóvenes o con menos patologías, lo necesitan. Quizás para los creyentes sería trabajar sobre la ética de la projimidad. Así debería ser, porque el rostro de un enfermo sufriente, independientemente de su edad, nos interpela siempre. ¿Quién hizo los recortes, quién ha maltratado la sanidad? La ética a favor de los enfermos y débiles no se puede quedar en los púlpitos, si es que allí se trata, ni en las aulas de los seminarios, ni en las universidades. Hay que tratarla en medio de un campo de batalla, muchas veces desigual, en donde hay soldados peleando si armas, sin protección, sin seguridad. Son cuestiones éticas interpeladas por el rostro de los enfermos y sufrientes.
Muchas veces, la ética comienza a funcionar, comienza a hacernos reflexionar, cuando un rostro sufriente nos interpela, cuando, quizás, el rostro de un enfermo se me hace presente, cuando miro sus ojos que claman por auxilio. No. La ética no puede ser algo abstracto, sino una palanca que nos lanza a la denuncia o a la acción solidaria, a trabajar por el prójimo que ha caído en desgracia, a empatizar con los lamentos de los que han perdido un ser querido. Muchas veces, la ética, sin el rostro humano del sufriente, sin el reflejo de sus ojos y el rictus de sus labios, se convierte en un entretenimiento de intelectuales, de universitarios, de estudiantes que tienen que aprobar un examen.
Aquella persona a la que le interesa la ética, y quiere llevarla al campo de batalla, al campo de trabajo, y mezclarla con los gritos de los sufrientes, no puede ser ajena a los ojos del prójimo que implora auxilio, cuando, empáticamente, hacemos de su pena, nuestra pena, de su dolor, nuestro dolor, de su angustia, la nuestra. Trabajará, actuará, denunciará, moverá, incluso a las estructuras económicas y de poder a favor del prójimo sufriente. Se manchará las manos, compartirá tiempo y hacienda Es difícil asumir la pena del otro como nuestra, pero si no, la ética sin rostro humano, no vale para nada. Serán juegos de reflexiones más o menos bonitas.
La ética pendiente del rostro humano, no nos dejará quietos, nos hará pasar a la acción y al compromiso, con la palabra, con la denuncia, con la búsqueda de la justicia. La ética de rostro humano es una ética moral, una ética cristiana. Yo creo que, para los cristianos, no puede haber auténtica ética sin el concepto bíblico de projimidad, de considerar el amor al prójimo como semejante al amor al mismo Dios, como nos enseñó Jesús. El Señor nos dice: “Buscad mi rostro”. Lo que pasa es que el rostro del Señor lo encontramos muchas veces en el rostro del prójimo sufriente. Actualmente, muchos lo podrán encontrar en el rostro del afectado por el coronavirus que lucha entre la vida y la muerte.
El rostro de los sufrientes, el rostro de los que están en situaciones límite, incluso el rostro de los sanitarios desprotegidos, o de los policías solidarios o el de las mujeres de la limpieza que trabajan son las medidas de protección necesarias, son gritos que esperan una respuesta de la ética cristiana que siempre debe ser una ética de rostro humano, la ética de la responsabilidad cristiana, la ética que jamás dirá la respuesta de la muerte: “¿Soy yo, acaso, el guarda de mi hermano?”. Tengamos cuidado, no sea que nuestro cristianismo se transforme en una mentira, en la ética del fariseo que despreciaba al publicano y, además, como hombre religioso, se enorgullecía de ello.
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