Si faltan horizontes utópicos es porque
nos falla una virtud: la esperanza. La esperanza no es, ni más ni menos, que el corazón de la utopía. La que nos hace movernos en busca de lo mejor, de la tierra prometida, del paraíso, de una posibilidad de un nuevo éxodo que encuentre salida a la situación social, ética, económica y religiosa en que nos encontramos con más de la mitad de la humanidad en la infravida, en un pozo de detritos humanos, de despojos y de desechos.
Es como si ya el cristiano no pudiera creer en ningún tipo de tierra prometida, en ninguna posibilidad de hombres y mujeres renovados y muertos al hombre viejo, en ninguna posibilidad de salvación que no sea la del más allá, la metahistórica, la apocalíptica. Se corta al concepto de salvación su posibilidad de liberación en nuestro aquí y en nuestro ahora. Se pierde la misión diacónica de la iglesia y el cristianismo se aleja de Jesús de Nazaret, se separa de Galilea y del Jesús histórico y queda reducido a palabra desencarnada de la historia y de la realidad social.
A veces, la esperanza que debe ser el gran motor de la utopía, la concebimos como esa virtud teologal que interiorizamos: tenemos esperanza en el más allá. Pero la esperanza, como motor de la utopía, es una esperanza activa, una esperanza que al asumirla encarnándola en la historia, se convierte en compromiso esperanzador. Así, la esperanza, como virtud teologal que englobamos en la teología, tiene que descender a los infiernos de la realidad, a los focos de pobreza, a los lugares de conflicto, allí donde se llora y se pasa hambre, donde hay terrorismos y bombas, donde hay duros sufrimientos, allí donde el hombre pierde su dignidad de ser humano y se convierte en un sobrante marginado y humillado.
La teología tiene que descender y unirse a los valores éticos. Y es sólo la esperanza, que mueve la utopía, la única que puede hacer bajar a la arena de la realidad a toda elucubración teológica hasta conseguir que se encarne en nuestra historia concreta, en nuestro aquí y en nuestro ahora. Cuando esto ocurre, la esperanza se convierte en analista y en crítica. Cuando hay esperanza que alimenta la utopía, se analiza la realidad, se escudriña, se estudia e intenta comprenderse. Y cuando uno comienza a comprender las raíces de las problemáticas y de los conflictos que oprimen a tantos de nuestros prójimos, se convierte en crítica y no queda más remedio que convertir la esperanza en compromiso transformador tendente a la utopía, a la salvación que incluye en este concepto no sólo la vida eterna, sino todo un concepto de liberación y de promoción humana siguiendo los pasos y el ejemplo de Jesús.
Así, si el cristiano de hoy no tiene el concepto de tierra prometida, ni se mantiene en continuo éxodo buscando parajes que fluyen leche y miel, sí debe caminar hacia una utopía prometida que irrumpe con Jesús y su proyecto del Reino, un Reino que ya está entre nosotros con unos valores restauradores de los más débiles, de los últimos, de los más pequeños, de aquellos a los que nadie quiere contratar ni invitar. Así, el símbolo del banquete del Reino se convierte en símbolo de la utopía prometida.
Los que en esperanza activa se unen al inconformismo y a una transformación de la realidad buscando la regeneración del mundo, buscando un mundo nuevo, se unen a todos aquellos que, siguiendo las indicaciones del Dios de Israel, del gran Yo Soy, buscaban la tierra prometida que fluía leche y miel. Ese debe seguir siendo el objetivo de los cristianos hoy, en busca de la utopía prometida, movidos por la esperanza, hasta dar con la tierra en donde la justicia y la paz se besen.
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